La antena del radar oscila. Silenciosa, se mueve simétricamente de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, y barre la misma geografía: un terreno rocoso, dominado por estepas achaparradas, pastizales y turberas. El equipo está montado sobre un trípode hecho para soportar el rigor del clima y conectado por cables a un receptor que traduce lo que detecta hacia el frente. El sistema consiste en un monitor pequeño y varios controles, apoyados sobre una voluminosa caja plástica. Desde la cima del monte Longdon, el conscripto Carlos “Chicho” Amato controla el acceso noroeste de la isla Soledad, mientras la tarde del 11 de junio se apaga.

Amato es uno de los nueve soldados del Regimiento de Infantería Mecanizado (RI MEC) 7 “Coronel Conde” que integran el grupo del radar a cargo del suboficial Roque Antonio Nista. Se asentaron en el frente de la Primera Sección de la Compañía B a fines de mayo, cuando el mayor Carlos Carrizo Salvadores, segundo jefe de la unidad, lo mandó a llamar para detectar los avances de las Fuerzas Armadas británicas.

El radar, un rasit francés de vigilancia terrestre, lleva días en el mismo lugar y es la primera vez que aparece una formación en el ángulo inferior izquierdo del monitor. Amato tiene la imagen memorizada por el miedo y está seguro de que eso no estaba.

Quien le ordenó la barrida fue el subteniente Juan Domingo Baldini, Jefe de la Primera Sección de la Compañía B. El día anterior, Baldini los había reunido en “la olla” del Longdon y les había contado de la llegada del Papa Juan Pablo II al continente. En un ininterrumpido monólogo, el oficial les había dicho que el ataque era inminente. Para el soldado, aquellas palabras sonaron a sentencia de muerte.

Desde el semicubierto ubicado en el exterior de la posición de Nista, Amato observa la pantalla. Está convencido de que algo en la imagen se modificó y se lo comunica al jefe del grupo.

-Eso no estaba- indica el conscripto, señalando el margen inferior izquierdo del monitor, mientras Nista observa.

-No pasa nada- responde el militar.

-Pero, mi suboficial, eso no estaba- insiste el joven.

-¡Andá y decile que no pasa nada! Eso son ramas que se mueven.

Amato no tiene argumentos para contrarrestar la sentencia de Nista, quien, a fin de cuentas, está capacitado en el uso del equipo. Es un soldado que durante el servicio militar obligatorio estuvo en comisión permanente en el Círculo de Suboficiales del Ejército haciendo tareas administrativas y de limpieza, y cuya instrucción en el manejo del radar fue de un día y medio antes de cruzar a las islas. Sin embargo, lleva casi dos meses abocado a detectar los avances de las Fuerzas Armadas británicas e intuye que algo no marcha bien.

Cuando regresa a la posición que comparte con el soldado Domingo Chamorro, Amato se siente terriblemente cansado y débil. Lleva noches durmiendo mal a causa de los repetidos ataques. Está seguro de que el turno del Longdon llegará pronto.

Al igual que el resto de la tropa argentina en el frente, Chicho se ha ido consumiendo por la falta de víveres. Hace días que lo único que ingiere es medio jarro de una sopa que no tiene ni el olor de la carne. No así los superiores, quienes siempre se quedan con las mejores raciones y acaparan latas de carne, botellas de whisky, chocolates y cigarrillos.

Movidos por la necesidad de comer, varios soldados se las han ingeniado para conseguir alimentos: buscarlos en las casas de los isleños que quedaron deshabitadas; escabullirse al pueblo para comprar en los comercios con los pocos pesos argentinos que tienen; pedirles a los compañeros de otras secciones, compañías o regimientos; tomarlos de las carpas de los oficiales o suboficiales, o lanzarse a la caza de ovejas y patos. A esa altura, poco les importa ser descubiertos o castigados. No pueden pensar en otra cosa que no sea comer. 


¿Quién es el enemigo? ¿Acaso los oficiales y suboficiales  no tienen la obligación de custodiar y cuidar a los soldados? ¿Cómo esperan que enfrenten a los británicos si apenas pueden mantenerse en pie? Mientras aguarda en su posición a que sean las 22.30 para relevar al soldado Ricardo Herrera en el radar, Amato vuelve a sentir que está condenado a muerte.

Cuando faltan quince minutos para su turno, un griterío infernal irrumpe en la noche. Los alaridos de las tropas británicas se entremezclan con el estruendo de las granadas y el chisporroteo de las bengalas. Los dos paños de carpa que cubren la entrada son lo único que lo separa del exterior.

Por primera vez desde que llegó a Malvinas, Chicho siente que perdió la fe. Piensa en sus padres y lo embarga el recuerdo de los rostros serios de Eugenia y Vicente, sentados a la mesa de la cocina, con los ojos pegados a la carta de convocatoria. Desde ese agujero en el infierno, se despide del mundo.

Fragmento de Esquirlas en la memoria, el libro de Gabriela Naso y Victoria Torres: una crónica de la identificación de los soldados NN en Malvinas que acaba de publicar Marea. La imagen -sacada por un corresponsal británico el 12 de junio de 1982- captura el momento en que miembros del Regimiento de Infantería 7 son tomados prisioneros luego de la batalla del Monte Longdon.