Por un lado llama la atención y, por el otro, no.

En el prólogo de Manuel Vicent al flamante volumen de los Cuentos completos de Dylan Thomas que se suma al exquisito catálogo de la editorial española Nórdica, no hay ni una sola mención a sus relatos.

Sorprende: se trata de la primera edición en castellano que reúne todos esos cuentos traducidos por Miguel Martínez-Lage que conocíamos por separado a través de tres títulos con un mismo retrato dylanesco y distintos tonos (gris, naranja y verde) de la extinta editorial Mondadori: las tempranas narraciones de Hacia el comienzo; Retrato del artista cachorro que, además de su potente título que juguetea con el de Joyce, es en rigor es el único libro de relatos que publicó en vida; y, por último, Con otra piel, que incluye tres historias que formaban parte de lo que iba a ser una novela sobre su salida al mundo en Londres, donde conoció a quien sería, hasta el final, su-siempre-a-punto-de-separarse-esposa, la bailarina Caitlin Macnamara. Por otro lado, esta edición incorpora también un apéndice con relatos sueltos, algunos de los cuales nunca habían sido publicados en español.

Pero, a la vez, por supuesto que no sorprende: ¿qué espacio podía quedarles a esos relatos cuando la poesía -extraordinaria y trascendental, pero también es justo decirlo, solemne, a veces hermética y, sobre todo, carente de humor-, la pieza radioteatral Under Milk Wood que Borges rechazó traducir por “imposible” y sus lecturas en la BBC acapararon la fama de Dylan Thomas? Al menos, la parte de la fama correspondiente a su obra que logró mantenerse indemne frente a una leyenda quizás más musical que literaria, cimentada por su aparición en la portada del Sargent Pepper’s de The Beatles, el cambio de nombre de Robert Zimmerman y hasta el cuento “La tumba del famoso poeta” de Margaret Atwood que narra la ruptura de una pareja durante su peregrinación al pueblo galés de Laugharne en busca de alguien que sabemos muy bien quién es, aunque nunca lo nombra. Esa fama que convirtió el White Horse Tavern neoyorquino en una especie de altar etílico e incluye aquella mítica y falsa frase del récord de los dieciocho whiskys, sigue provocando que, en tiempos de TikTok, lectores de todo el mundo se hospeden también en su casa natal de Swansea, convertida hoy en un museo-albergue donde hace apenas unos meses estuvo de visita el actor Johnny Depp.

SOBRE LAS ROCAS

En semejante contexto, ¿qué se puede decir de los relatos?

En primer lugar que están atravesados por ciertos emblemas y motivos que vuelven una y otra vez: la canción inglesa “Daisy Bell”, amigos entrañables como Dan en “La pelea” o Ray en “¿Quién querrías que estuviera con nosotros?” con los que se pasa fácilmente del odio al amor y, sobre todo, el majestuoso escenario de la Cabeza del Gusano, un promontorio de piedra en la playa Rhossili al que solo se puede acceder haciendo imposibles cálculos matemáticos para evitar la subida de la marea, o bien entregándose a lo que quiera la corriente, tal como sabemos que hizo el propio Dylan Thomas en varias ocasiones.

Aun cuando, en general, son muy legibles, sus cuentos tienen la virtud de que siempre resultan más profundos de lo que parecen a simple vista: una vuelta de tuerca inesperada, alguna descripción que queda resonando después de la lectura, como una tenue pero persistente borrachera. Esa singularidad radica en el perfecto entramado que ofrecen sus cuentos entre las percepciones de los personajes y lo que sucede fuera de ellos, sin volverlo por eso un escritor surrealista, etiqueta que muchos críticos intentaron endilgarle y de la que con razón él siempre quiso sustraerse porque, en efecto, su escritura está en las antípodas de la idea de automatismo.

En los relatos de Dylan Thomas la percepción es la promesa -o la amenaza, por supuesto- de una acción que siempre se termina cumpliendo. Ahí donde se siente, siempre termina sucediendo algo. Intuiciones, sensaciones y sospechas van tiñendo de a poco los hechos objetivos hasta invadirlos, transformarlos y volverlos, por lo tanto, irreconocibles. El “como si” característico de los juegos infantiles (muchos de sus relatos, de hecho, los protagonizan niños) se convierte en el inevitable “cómo no” de acontecimientos ya irreversibles.

En ese sentido, puede decirse que no importa tanto lo que sucede ahí afuera. No porque, como en otras escrituras mucho más experimentales, “no suceda nada”, sino porque a partir de ese rasgo que también podría pensarse como la combinación sagrada entre letra y música, lo más importante es, justamente, el contacto, o mejor dicho, la colisión impredecible entre el adentro y el afuera de los personajes.

El ejemplo más evidente de ese cruce tal vez sea “En el jardín”, uno de los relatos inéditos en español. La trama de esa narración se va abriendo camino entre el terror que inspira en un niño la oscuridad nocturna del jardín de su casa, su deseo de encontrar un tesoro en un viejo baúl y los insistentes llamados de su madre.

Pero lo cierto es que eso aparece también en casi todos sus cuentos. En ese escenario hipnótico de final de fiesta que presenta el relato inaugural “Después de la feria”, el instante en que Annie “siente que toca la mano de un niño” en el puesto del astrólogo provoca la existencia posterior de ese chico al que ella y el Gordo llevan a la calesita para evitar que se muera. En “Una visita al abuelo”, no se sabe si la locura de ese viejo que se pone a practicar equitación en su cuarto influye en el sueño de su nieto o es, por el contrario, el contenido onírico del joven Dylan lo que inspira esa extraña conducta en su abuelo. En “Un sábado de calor”, la frágil figura de una mujer que el joven protagonista dibuja primero sobre la arena y luego sobre la barra húmeda de un bar anticipa la efímera aparición de una perfecta desconocida que lo cautiva hasta los límites de lo narrable y lo obliga a perderse en más de un sentido. Del mismo modo, en el magnífico relato “Los perseguidores”, los nombres que los dos jóvenes sedientos de historias les ponen a los personajes se terminan transformando en sus verdaderos nombres y aquello que desean ver es lo mismo que los termina expulsando aterrorizados cuando, finalmente, aparece.

LA TUMBA DE DY LAN THOMAS EN LAUGHARNE FOTO DE JUAN PABLO BERTAZZA

Es interesante tener en cuenta también lo que apunta Manuel Vicent nada menos que en la frase con la que abre su prólogo: “Antes de escribir el primer verso, Dylan Thomas comenzó a trabajar de reportero a los dieciséis años en el periódico local South Wales Daily Post, en Swansea”. Quizás lo que vuelve tan grandioso a sus cuentos y, al mismo tiempo, los relega al dominio de sus poemas es que es, justamente, en ellos donde Dylan Thomas parece lograr una escritura poética tan habitable como la prosa periodística.

Si la poesía es, en algún punto, anticipatoria y el periodismo retrospectivo, los relatos de Dylan Thomas están anclados en el presente mismo de la creación, gravitando en ese punto exacto en el que las profecías finalmente se cumplen. Quizás el ejemplo más luminoso de esa síntesis se encuentre en “¿Quién querrías que estuviera con nosotros?”, en el clímax de una larga excursión que amaga con ser una aventura con tintes de rebeldía y se termina convirtiendo en una esgrima desesperada contra la atmósfera mortuoria que parece devorárselo todo, al igual que la marea arrasa la Cabeza del Gusano. Dylan intenta salvar a su amigo Ray de la asfixiante angustia de muerte y enfermedad que envuelve a toda su familia con un despliegue incesante de anécdotas y descripciones acerca de algunos personajes curiosos de Swansea que va acumulando como un cronista bajo presión con el único objetivo de sacarlo a su amigo de la parálisis y, simplemente, hacerlo hablar:

“-Esta es una roca que está en el fin del mundo- dije mientras pataleaba en el mar-. Todo esto es nuestro, Ray. Aquí podemos traer a quien nosotros queramos, y solo a quien nosotros queramos. ¿Quién querrías que estuviera con nosotros?

Estaba demasiado ocupado para contestarme; chapoteaba y resoplaba como si tuviera la cabeza dentro del agua, o hacía movimientos perezosos, rozando la superficie del agua con el dedo gordo.

¿Quién querrías que estuviera con nosotros?

Estaba estirado como un muerto, con los pies quietos en el mar, la boca a la altura de un hoyo en la roca, la mano aferrada a mi pie.

-A mí me gustaría que George Gray estuviera con nosotros-dije-. Es un tipo de Londres que se ha venido a vivir a una casa de Norfolk Street. Tú no lo conoces, es el tipo más raro que te puedas imaginar. Es más raro que Oscar Thomas, y ya es decir. George Gray usa gafas, pero las usa sin cristal: solo lleva la montura. Y solo te das cuenta si te acercas mucho, claro. Es capaz de hacer cualquier cosa. Es médico de gatos, todas las mañanas va a no sé dónde, me parece que a Sketty, y ayuda a vestirse a una mujer. Es una vieja viuda, o eso me ha dicho al menos, que no puede vestirse sola. No sé cómo la habrá conocido, si apenas hace un mes que está en la ciudad. Además, es licenciado en Filosofía y Letras. ¡Y la de cosas que lleva en los bolsillos! Pinzas y tijeras para gatos, y montones de cuadernos donde lleva su diario. Una vez me leyó la de cosas que había hecho en Londres.

Se acostaba con una policía, en serio, y ella encima le pagaba. A veces, la tía se acostaba incluso con el uniforme puesto. Nunca he conocido a un tío tan raro como ese. ¿Quién querrías tú que estuviera con nosotros, Ray?

Ray comenzó a mover los pies de nuevo; los echaba hacia atrás y pataleaba con violencia, salpicando por todas partes.

Bueno, también me gustaría que estuviese Gwilym –continué-. Ya te he hablado de él. Sería capaz de echarle un sermón al mismísimo mar. Este es el lugar ideal para él, pues no hay sitio más solitario.

¿Quién querrías tú que estuviera con nosotros, Ray?

-Yo querría que mi hermano estuviera con nosotros- dijo Ray. Trepó a lo alto de la roca y se secó los pies-. Quisiera que Harry estuviese aquí. Me gustaría que estuviese aquí ahora, en este momento, sobre esta roca”.

 

Después de todo, en los momentos límite en que la muerte irrumpe de una forma para nada dócil, más que el tecnicismo, la elocuencia poética y la vana anécdota periodística, lo que mejor parece funcionar es, justamente, ese territorio intermedio de la narración que moviliza y aloja al mismo tiempo.