En 1719 Daniel Defoe publicaba su novela más famosa, a la que Marx considerará la matriz del pensamiento liberal individualista, sustento del capitalismo. Aún recuerdo la conmoción que significó su lectura, siendo niño, sobre todo cuando se produce la aparición de la huella en la arena. Al estupefacto Robinson, cuyas minuciosas aventuras de sobreviviente solitario seguí página a página en los demorados volúmenes traducidos por Cortázar, le revelaron la existencia de un otro hasta entonces inconcebible. Los años de aislamiento parecían definitivos cuando de repente la presencia de Viernes, al que, como buen inglés, no vaciló en esclavizar, le abría un horizonte de esperanza y temor. Era toda una definición que solo más tarde pude descrifrar: el otro, para el pensamiento liberal, solo es objeto de sujeción y desprecio; toda comunidad es una pesadilla, un infierno imposible que debe ser conjurado.

En 1832 Charles Darwin exploró la zona de Punta Alta, Monte Hermoso y Pehuén-Co, donde comenzaría a imaginar su teoría de la evolución de las especies a partir de los restos de animales extintos que recolectó en las dunas. Pero aún la naturaleza no había hecho el laboreo que solo un siglo y medio más tarde revelaría en la misma zona un sitio arqueológico impresionante, único en el mundo, que le hubiera suscitado más de una reflexión. En 1986, mientras paseaba por las mismas playas, la paleontóloga bahiense Teresa Manera dio, como Robinson Crusoe, con el rastro dejado por centenares de animales y seres humanos en la arena. Una sudestada había barrido la costa poniendo al descubierto varios kilómetros de huellas que habían permanecido cubiertas por capas de sedimentos durante miles de años.

“Pasamos la noche en Punta Alta y me puse a buscar osamentas fósiles. Ese lugar es una verdadera catacumba de monstruos pertenecientes a razas extintas”, anota Darwin en su Diario del viaje de un naturalista alrededor del mundo. Durante dos meses hizo acopio de restos de milodontes (que, modesto, bautizó Mylodon Darwinii), celedoterios, gliptodontes, perezosos gigantes, caballos prehistóricos, toxodontes y macroquenias; se asombró con el tucu tucu y la yarará, cazó ñandúes y ciervos y persiguió inútilmente a un pichi-ciego. También observó un extraño animal, al que comparó con el rastrojo que queda después de la siega, conocido como “pluma de mar”. Tiene la forma de una varita de hueso recubierta de piel retráctil de color anaranjado; con la marea baja se entierra veloz en la arena. De niños, con mi hermana intentábamos en vano atrapar algún ejemplar en la desaparecida playa de Puerto Galván, hoy transformada en basurero del Polo Petroquímico de Bahía Blanca.

El Beagle continuó su viaje. En Tierra del Fuego el comandante Fitz Roy y sus tripulantes capturaron a cambio de un botón de nácar a Jimmy Button -su verdadero nombre era Orundelico-, un indígena yagán que, al igual que Viernes, sería llevado como esclavo a Inglaterra junto a Fueguia Basket, de etnia kaweshkar. La escala siguiente del derrotero fue la isla de Juan Fernández, donde el náufrago Alexander Selkirk había vivido unos años inspirando con su relato a Defoe. El 20 de febrero de 1835 un terremoto azotó las costas de la isla, que Rugendas pintó y Darwin describió en su Diario. Sin embargo, pese a tener entre sus libros la primera edición del Robinson Crusoe, ignoraba que estaba en ese sitio, uno de los más literarios de la historia, puesto que Defoe situó la novela en Brasil.

No se sabe cómo un ejemplar de pichi-ciego -al que también llaman “hada rosa”- fue a parar al British Museum, donde fue caratulado como especie extinta. Hace poco vi un documental de un inglés que vino a la Patagonia siguiendo, inútilmente, sus rastros. Parecía imposible que ese pequeño armadillo, ciego, albino, hubiera sobrevivido a predadores y sobre todo a la devastadora presencia humana. Desahuciado, el investigador volvió a su isla convencido de su extinción. ¡Qué plato! En varias ocasiones, buscando largatijas y bichos canasto entre los tamariscos de Monte Hermoso -que según la leyenda fueron traídos al país desde Argelia por Sarmiento para fijar los médanos-, este cronista dio con varios ejemplares escurridizos que, pese a las prevenciones de Darwin y su émulo actual sigue habitando el territorio bonaerense. Como las huellas de la playa, el pichi-ciego sigue resistiendo las especulaciones sobre su fragilidad, que es, acaso, su mayor fortaleza. Ese animalito es el testimonio del poder de la naturaleza, y de la memoria, que a partir de rastros a interpretar continúa viviendo como una pregunta sobre nuestros modos de habitar el mundo.

Desde su descubrimiento en 1986 por Manera, el Yacimiento Paleoicnológico de Pehuen Co, ha sido estudiado por científicos de la Universidades Nacionales del Sur y de La Plata en colaboración con integrantes del Museo Municipal de Ciencias Naturales “Carlos Darwin” de Punta Alta. Una publicación académica describe: “En 2005 se produjeron hallazgos de icnitas que sugieren también la presencia de seres humanos en las orillas de las lagunas temporarias. Hasta el momento se han detectado dos tipos de señales de presencia humana. La primera señal está dada por dos grandes bloques desprendidos de los afloramientos por la marea. En cada uno de ellos quedó impresa una pisada de pie izquierdo. La otra evidencia se encuentra en el afloramiento: es un rastro de 13 huellas consecutivas en las que se alternan las improntas del pie derecho e izquierdo y que corresponden a un único individuo caminando. En ninguna de las pisadas es posible observar los dedos, tal vez como consecuencia del uso de algún tipo de calzado. En la misma capa se encuentran rastrilladas de megaterio, de macrauquenia, de guanacos y de flamencos”. Esas pisadas en la arena son el archivo mudo más antiguo de ocupación humana del territorio, y, como todo archivo, relata tanto un indicio a interrogar como una pérdida irremediable de la experiencia que le dio origen. Y es que las huellas de los mismos animales cuyos huesos Darwin recogió están sometidas a la erosión natural, pero sobre todo a la profanación de la presencia humana. El interés que despertaron produjo una afluencia de turistas que con sus camionetas y sus motos 4x4 destruyen a su paso el yacimiento, pese a los esfuerzos realizados por Teresa Manera y su equipo, que relevaron el sitio, para impedir su destrucción. 12.000 años de historia emergidas del subsuelo, como el pichi-ciego, se desvanecen ante nuestra vista.

En su magnífico Lenguas Vivas -toda su obra lo es- el escritor bahiense Luis Sagasti formula una hipótesis animista: “Esas huellas siguen un orden, no se superponen y guardan entre sí casi la misma distancia. Hay una de ellas que apenas roza el suelo, tal vez sea de una joven. Separada a metros del resto, va en dirección contraria. Acaso las huellas ejecuten un ritual; por la cantidad de pisadas femeninas puede tratarse de una danza dedicada a la luna. La marea las cubre una vez al día”. Nada más efímero y a la vez más permanente que el ritual de la danza con que se hace presente la potencia de la vida, cuyo rastro es memoria vital, es decir, futuro.

Cada 24 de marzo recuerdo la mirada enigmática, infinitamente triste, que me dirigió Juan Carlos Peiris, por última vez, sin saberlo, mientras se iba por los fondos escapando de la persecusión de las hordas militares. Laburaba con mi viejo; era un gordito tímido, pelirrojo, judío y montonero. Mi infancia de niño peronista está atravesada por el recuerdo -la huella- de su verba escueta y apasionada; me enseñó los secretos del ajedrez, a operar con paciencia y sigilo un mimeógrafo escondido en el sótano, a desarmar una pistola. De él oí por primera vez las palabras embute y energa.

Lo busqué, lo busqué y no lo encontré. Décadas más tarde supe que había muerto combatiendo, arma en mano, contra Camps y Etchecolatz en la Casa de los Conejos de la Plata, donde manejaba la imprenta que editaba Evita Montonera. Lo reconoció mi mamá el día que Néstor Kirchner declaró patrimonio histórico el sitio. Un paneo de la cámara de la TV Pública mostraba su retrato de foto carnet, la mirada intensa, el pelo largo, en una de las paredes tachonadas de agujeros de bala, con la definición: NN. Al día siguiente ella viajó y se hizo amiga de Chicha Mariani con ese tipo de complicidad tácita, sufriente y digna, que sólo las madres saben entablar, y supimos que el cadáver de Juan Carlos, incinerado por las bombas, sigue desaparecido.

Hoy mi mamá, Mabel Amanda Ponzoni, experta en canciones tristes, también es polvo enamorado. Pero su voz, registrada en un canal de youtube, vibra para siempre cantando La Añera: “Con nosotros nuestros muertos / Pa’ que naides quede atrás”. Toda huella es, como una canción, una plegaria dirigida al futuro.