El domingo pasado estuvo en la Plaza de Mayo. Pero para eso faltan dos días. Es viernes y estamos tomando mate en su departamento del coqueto barrio de San Isidro que “en realidad lo cheto está más arriba, acá andamos medio por el medio”. Y se ríe. A pesar de que la charla se va sobre la realidad nacional y cómo impacta en cada uno de nosotros, tanto el presente como hacia el futuro.

Claudia, o La Rusi, como le dicen, se recuerda claramente a sí misma con seis años, sentada en el asiento trasero de un auto, con sus dos hermanas. Manejaba su tío. Su mamá, que iba en el lugar del acompañante, se gira y mirándola con los parpados desvelados en lágrimas de insomnio, le dice “tu papá falleció”. Claudia abre los ojos enormes, mira a la hermana sentada su lado y pregunta: “¿Qué quiere decir falleció?” Adelante de ese auto, iba por las calles de San Luis la ambulancia con el cuerpo de su papá, Luis María Frum, secuestrado de su casa, asesinado la noche anterior y encontrado a ochenta kilómetros de ahí, por el lado de las lagunas. “Recuerdo los ojos hinchados de mi mamá porque nunca la había visto llorar, y la explicación casi monosilábica de mi hermana”.

Ahora Claudia sonríe, porque elige recuerdos anteriores a ese mal día, junto con cosas que le fueron contando de su padre. La sonrisa rebota en el espejo del que cuelga una wiphala y cae justo sobre un budín que se abre para acompañar el mate “amargo, pero con algo dulce para comer. Mi viejo era un tipo muy divertido. Todo lo que cuentan de él es que a pesar de que era un pensador riguroso, tenía cero solemnidad, no era solemne ni con sus compañeros, ni con nosotros, ni con sus alumnos que a veces para atenderlos cuando venían a estudiar a casa, les abría la puerta con una peluca apolillada y enorme, con dientes de cáscara de naranja, hablando como vieja”.

Luis María Frum fue secuestrado y asesinado a los 32 años. Fue un entusiasmado formador de jóvenes, profesor y director de la Escuela de Trabajo Social de la Universidad Nacional de San Luis. Y un cultor de la comunicación epistolar. Nadie podría calcular cuantas cartas escribió en su hoy vieja Olivetti celeste con cinta de tinta negra y roja. Escritos que todavía andan por ahí. Cartas con conclusiones sobre temas discutidos, o consejos y reflexiones varias entre las que planteaba qué podríamos ser desde el trabajo social; héroes o escupitajo. Intercambiaba cartas con colegas pero claramente en su clase le hablaba a los jóvenes, sus alumnos, a quienes intentaba explicar la importancia de un trabajo social integral latinoamericano. El diario La Tarde, de Bahía Blanca, solía publicar sus ensayos y reflexiones, allá por el año 1964.

Claudia recuerda siempre con una sonrisa. Pero ahora no. Ahora busca un dato en su cabeza mirando la biblioteca donde un libro de Pancho Cabral se recuesta sobre unas libretas, que descansan contra las obras completas de Alejandra Pizarnik.

“Hay cosas que recuerdo claramente y no las viví, las recuerdo por haberlas oído muchas veces de boca de mi mamá. Una es que estábamos todos durmiendo la madrugada del sábado 19 de junio de 1976, que alguien había golpeado la puerta, que mi papá se levantó y salió a atender y que nunca más lo vieron y que mi mamá recorrió comisarias y que nada de nada porque la policía le dijo que no era posible porque en esa zona iba a haber un operativo esa noche. Lo que parece que la gente de la comisaría no sabía es que el operativo era para secuestrar al joven profesor Luis María Frum. O sea, el papá de Claudia.

Sobre la mesa quedaron los dibujitos que ella y sus hermanas habían hecho para regalarle a Luis al día siguiente. Ese domingo, el de la ausencia para siempre, era el día del padre.

La Rusi trae dos ceniceros, uno rojo y uno negro con formas de corazón. Los sacó del estante donde la foto de Hebe convive con la foto de su papá y una vasija de cerámica que “fue lo que quedó porque vivo juntando cosas y hace un tiempo decidí ganar espacio”, entonces el mate se acompaña con cigarrillo y vuelve a la carga porque “mi viejo era un tipo que era protagonista natural. A donde llegaba acababa siendo el centro y siempre eran jóvenes. Un amigo de él me dijo que lo mataron porque sobresalía y los jóvenes lo escuchaban”. Y claro, vuelve el tema de los jóvenes, la carencia cultural que tenemos ahí, entonces pone otra pava el fuego: “es una deuda que quedó, no sé por qué, porque tiempo tuvimos. Debería haber un módulo, no sé, un año, donde eduquemos a los chicos sobre lo que pasó. Mirá, yo por mi trabajo hablo todo el tiempo con jóvenes y no es cierto que no les importa. Escuchan, preguntan, se sorprenden. Les interesa. Ellos quieren saber y el país para superarse a si mismo como sociedad necesita, necesitamos que sepan. Hay formas de contar lo que pasó, diciendo la verdad, hablando claro, sin solemnidad, sabemos que fue trágico, bueno, hay que enseñar desde otro lado. Tiene que haber un plan de estudio que no puede ser difícil de hacer. Es nuestra historia reciente y muchos de los que pasamos por eso estamos vivos”.

En la punta de la mesa de desayunar ocupada por un espiral y unos sahumerios, reposan dos libros, como para que estén a mano: Néstor, el hombre que cambió todo, del Topo Devoto, y Una historia de la vida en el capitalismo, de Saborido. Entonces Claudia, La Rusi, vuelve sobre el tema porque “¿ves? Hay gente que cuenta de manera que te dan ganas de saber, de leer, y no son los únicos, hay muchos así y en las escuelas hay lugar para eso, algunas tienen hasta salas de proyección. Hoy quienes tocan el tema del golpe de estado pero lo pasan muy por arriba y los chicos aprenden, cuando aprenden, algunos nombres de memoria y ya”. Y sigue dándole vueltas al tema mientras la noche le gana a la luz de la tarde.

Claudia Frum, hija de Luis María Frum y de Pilar Elena Devoto, también licenciada en trabajo social, pasó de la felicidad de montar una yegua vieja todas las tardes y de jugar en la tranquilidad del hogar, a una huida con lo puesto a lugares desconocidos, con el terror del vértigo. Luego vino todo lo que vino. Una adolescencia compleja, una adultez con ataques de pánico, y la música en su guitarra como la conjura posible y sanadora que le permitió -y aun le permite- salir adelante y seguir sonriendo. A veces se ocupa todavía de sus heridas. y cuando hablamos de los posibles temores de lo que hoy sucede, se levanta, abre la ventana, revisa las plantas que dañó la ultima tormenta, me mira de costado, ladea la cabeza y retoma una frase del principio de la charla: “Nosotros vivimos todo eso, ya viví aterrorizada, ya pasamos por todo, más todo lo que vino después en mi vida, por eso te decía antes: hace rato que perdí el miedo”.