Tenía una voz maravillosa, inaudita, que cubría casi cuatro octavas, y con la que hacía todo lo que se proponía: empezaba una canción por el registro medio –robusto pero a la vez aterciopelado- y de pronto descendía hacia unos graves insondables, para de allí trepar hacia un falsete casi infantil, de una aguda ironía. Todo eso en un puñado de minutos, que es lo que duran, por ejemplo, sus versiones de “Send In the Clowns”, la triste balada de Stephen Sondheim que inmortalizó primero junto a la orquesta de Count Basie, pero de la que han quedado también varios registros en vivo, que dan cuenta de que lo suyo iba más allá de un tour de force. Como la gran cantante de jazz que fue –una de las mejores de la historia del género- era una improvisadora genial y nunca se sabía hacia a dónde la llevaría su vuelo poético.

El miércoles pasado Sarah Vaughan hubiera cumplido cien años, pero murió en 1990, a los 66 apenas, de cáncer de pulmón. Ella nada menos, que tenía ese inmenso caudal de voz, que nunca perdió, a pesar del cigarrillo y el alcohol, dos compañeros de ruta de los que aparentemente no abusó, pero tampoco nunca se desprendió. En el mundo del jazz, tan afecto a los apodos y que tuvo –entre los más famosos- a su duque, su conde, su reina y a su presidente, ella era “la divina”, seguramente por esa omnipotencia celestial que imponía desde un micrófono que muchas veces ni siquiera parecía necesitar. Pero antes de ser “The Divine”, un sobrenombre que correspondía mejor a sus años de madurez, Sarah de joven fue “Sassy”, que quiere decir descarada, atrevida, insolente.

Según cuenta la leyenda (y en el jazz casi siempre se olvidan los hechos y se imprime la leyenda), el apodo se lo puso el pianista John Malachi, allá por 1944, cuando Sarah tenía apenas 20 años y era la cantante de la orquesta de Billy Eckstine, una agrupación que prefiguró la revolución del bebop y con la que grabó su primer éxito, “I'll Wait and Pray”, junto a Dizzy Gillespie, Dexter Gordon y Art Blakey, que eran tan jóvenes como ella y que también estaban a punto de cambiar el curso del jazz.

Como sus pares Ella Fitzgerald y Billie Holiday, que le llevaban casi diez años de ventaja, Vaughan también tuvo su primera oportunidad en las famosas “Amateur Nights” del Apollo Theater de Harlem, donde ella -como sus ilustres predecesoras- se ganó sus primeros diez dólares y la oportunidad de darse a conocer con tan solo 18 años. Fue a partir de allí que la contrató el pianista Earl Hines, quien con Gillespie como arreglador también estaba probando cambios melódicos, rítmicos y armónicos que se alejaban de lo que hasta entonces se conocía como la “era del swing”. La grabación de Sassy de “Lover Man” con un quinteto integrado nada menos que por Gillespie y Charlie Parker estaba a la vuelta de la esquina. Una nueva generación estaba tomando al jazz por asalto.

La segunda mitad de la década del 40 encontró a Sassy ganando fama y encuestas, como las de las revistas Esquire, Down Beat y Metronome. Los hits discográficos tampoco le eran ajenos, como “Tenderly”, el clásico jazz standard que ella fue la primera en cantar y que la acompañó luego durante toda su carrera musical, un tema que no podía faltar en su repertorio en vivo, cualquiera fuera el auditorio. Su matrimonio con el compositor y productor musical George Treadwill inclinó su repertorio hacia un público más amplio que el de los clubes de jazz, llevándola a rivalizar nada menos que con Nat King Cole y Frank Sinatra. En 1948, los tres grabaron, cada uno por su cuenta, “Nature Boy” –un tema que seguirían cantando décadas después David Bowie y Caetano Veloso- y la versión de Vaughan es la mejor, la más introspectiva y sentida, incluso a pesar de que a raíz de la huelga de músicos que paralizaba por entonces los estudios y la emisiones radiales en vivo en los Estados Unidos ella (como también Sinatra) tuvo que grabar acompañada únicamente por un coro.

Después de un paso fugaz por la Columbia, donde consiguieron otros éxitos discográficos, como el blues “Black Coffee” (su “humming” o tarareo allí es antológico), ya en la década del 50, Vaughan & Treadwill llegaron a un acuerdo que benefició a todas las partes y a todos los públicos. Firmaron un contrato con Mercury Records, donde el material  popular y romántico se editaba en el sello principal, mientras que las sesiones puramente jazzísticas salían a través de la subsidiaria EmArcy. Como el LP Sarah Vaughan (with Clifford Brown), de 1954, por ejemplo, que es uno de los puntos más altos de su carrera, un disco que se puede escuchar una y otra vez y encontrar siempre algo nuevo en la increíble alquimia entre la cantante y el gran trompetista, los dos de un lirismo fuera de lo común.

A partir de allí se hace difícil contabilizar la cantidad de grabaciones de Sassy, que ya empezaba a ser cada vez más la Divina. Las discografías más exhaustivas dan cuenta de unos 48 discos de estudio más una docena grabados en vivo, entre ellos una joya titulada After Hours (1961), con Vaughan casi “desnuda”, acompañada –a diferencia de muchos de sus registros, a veces saturados de vientos y cuerdas- apenas por una guitarra y un contrabajo.

Desde Count Basie hasta Duke Ellington, pasando por Benny Carter, Michel Legrand y Henri Mancini, Sassy no se privó de grabar con ninguno de los grandes nombres del jazz y de la música popular. Su virtuosismo hizo que poco a poco le importara cada vez menos respetar las letras del llamado “American Songbook”: las daba por sabidas y –en particular cuando las cantaba en vivo- se entregaba a improvisar acudiendo a todo tipo de arabescos vocales, que las hacían ininteligibles, pero le servían de trampolín hacia lo desconocido. “Su vibrato fue suntuoso y sus intervalos, ascendentes y descendentes, fueron abismales”, escribió en la revista The New Yorker el crítico Whitney Balliett –un personaje difícil de complacer- en su crónica de un festival de Newport que tuvo a Vaughan como estrella de apertura.

En sus últimos años, hizo también repertorio de The Beatles y de la música popular brasileña. Pero aún en los contextos menos afines siempre fue, esencialmente, una extraordinaria cantante de jazz. Lo demostró –por si hacía falta- una vez más en su cuarta y última visita a Buenos Aires, en octubre de 1977, acompañada por Carl Schroeder en piano, Walter Booker en contrabajo y su baterista preferido (también lo había sido en su momento de Miles Davis), Jimmy Cobb. Regía la dictadura militar y la ciudad parecía más gris que nunca, como si el invierno no se fuera a ir jamás. Pero en aquella aparición en el Teatro Coliseo, Sarah Vaughan iluminó, por un par de horas, la noche más oscura.