Jorge Luis Borges abre Otras inquisiciones con "La muralla y los libros", el ensayo en el que indaga sobre Shih Huang Ti, el emperador chino que al mismo tiempo que construyó la Gran Muralla ordenó qumara todos los libros anteriores a su reinado. Javier Milei, que se considera avalado por catorce millones de votos como "el presidente más votado de la historia argentina" (obviando que su triunfo fue en un ballotage, es decir, entre apenas dos opciones), opera de manera similar. El primer gobierno ultraderechista de la Argentina constitucional no encara algo como la Gran Muralla porque clausuró la obra pública, pero sí persigue "la rigurosa abolición de la historia, es decir del pasado", al decir de Borges, cuyo nombre se barajó para el decapitado Centro Cultural Kirchner aunque ya haya otro centro cultural que se llama como el autor de Ficciones.  Sin embargo, la repetición no parece ser un problema para el Gobierno nacional. En las últimas horas, el Salón de los Pueblos Originarios fue rebautizado como Salón Héroes de Malvinas, cuando a pocos metros hay un patio interno de la Casa de Gobierno que honra a los caídos en la guerra de 1982. El mismo día, Milei hizo la apología de Julio Argentino Roca, responsable de la Conquista del Desierto.

En algo más de cien días de gobierno, Milei se propuso reescribir la historia argentina. Niega el terrorismo de Estado y avaló como presidente el video del pasado 24 de marzo que no dedicó una línea a las atrocidades de la última dictadura y puso en duda la cifra de desaparecidos (cosa que ya había hecho en campaña y en el discurso de apertura de sesiones del Congreso). Insiste con el país del Centenario tenía una tasa de crecimiento tal que debería ser una potencia, cuando la Argentina previa a Yrigoyen no era ese país idílico. Acuñó el concepto de "hiperinflación plantada" y que era de un potencial 15 mil por ciento, para así justificar su brutal ajuste. Y rebautiza salones.

El Salón de las Mujeres Argentinas del Bicentenario pasó a ser el Salón de los Próceres, el pasado 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer. Ese día, entronizó como máximo prócer del siglo XX a Carlos Saúl Menem. Ahora elige invisibilizar a los pueblos originarios.

Fogwill la vio venir

La batalla semántica de Milei entronca con uno de los textos refundacionales de la democracia (el sistema político al que no aclara nunca si adhiere). En abril de 1984, Rodolfo Fogwill publicó “La herencia semántica del Proceso” en la revista Primera Plana. Desde el título, planteó que la dictadura había alterado el significado de las palabras. Así, “democracia” no era en sí “el gobierno del pueblo, cuando apenas se restableció el régimen de consulta electoral y se ampliaron las libertades y las garantías individuales”, lo que permite suponer que Fogwill avizoró el carácter posibilista de la política argentina desde 1983. También cuestionó el uso de “dictadura militar”, por considerarlo un “recurso del léxico que legitima la operación (instaurada por el régimen de 1976) de oscurecer el verdadero carácter del Proceso (banquero, oligárquico, multinacional), poniéndole el nombre de los circunstanciales servidores de su política” (algo que el tiempo morigeró con la utilización de “dictadura cívico-militar”).

Esa herencia semántica se traduce en la noción de represión cultural, que es “la herencia del Proceso”. Y eso lleva a un segundo artículo, para el cual “La herencia semántica del Proceso” puede entenderse como un exordio: “La herencia cultural del Proceso”, que apareció en mayo de 1984 en El Porteño.

Allí, Fogwill se propuso mostrar que la lógica de la dictadura de 1976 a 1983 era previa a ese período: “La metodología represiva que pasa por ser un rasgo característico de esos años de Videla a Bignone, no comenzó en 1976 sino en los primeros años de la década: las desapariciones de Martins, Maestre y tantos más, la matanza, -nunca revista-, de Trelew, los operativos de Ezeiza y las actividades de la AAA tienen el mismo signo y la misma función que los operativos de 1977y 1978”.

Más adelante subraya las diferencias casi imperceptibles entre el gobierno de Alfonsín y lo que hubiera sido un gobierno de Luder por el escaso margen de acción, con las diferencias reducidas a cuestiones de formas: “Probablemente la diferencia entre Luder y Alfonsín se resuelva en que uno parecía más dispuesto a compartir el poder con los que se comen las eses finales, y el otro parece más dispuesto a compartirlo con los que se comieron la riqueza del país”. Volvió a criticar el uso de "dictadura militar" para definir al régimen: “Hasta hay inteligentes que piensan en la dictadura oligárquico-financiera multinacional que comenzó a montarse en 1974 y para nombrarla usan la expresión ‘dictadura militar’, dándole el nombre de una de las instituciones que sirvieron a su política y creando un plano de diálogo en el que la verdad del Proceso se escapa”.

El cierre es impiadoso: “¿Cómo se zafa de esta herencia cultural? Creo que el mejor camino es pensar lo que ella y sus administradores decretaron como impensable, y pensarlo con los modelos intelectuales que exorcizaron como intolerables. Algo que tal vez los radicales no puedan pensar, ni tolerar, pero que deberán pensar y tolerar si quieren tener una política propia y dejar de administrar las políticas del régimen anterior”. Una crítica por izquierda que advertía sobre los riesgos de limitarse a seguir el esquema del viejo orden dictatorial sin alterarlo. Algo que conllevaba, entre otros riesgos, tener que convivir con discursos negacionistas.

Dicho de otra manera: el autor de Los Pichiciegos anticipó que el orden político del alfonsinismo y sus sucesores iba a gerenciar el país en crisis económica permanente de la dictadura, en sucesivos ciclos de acumulación de capital para pagar deuda externa. Y que el no tener "política propia" podía llevar a que admiradores del "régimen anterior" llegaran a posiciones de poder.

La batalla por el nombre

Desde que Juan Domingo Perón le puso su nombre a la provincia del Chaco y el de su esposa a La Pampa, la Argentina enfrentó disputas políticas en el campo de la toponimia. La Revolución Libertadora no se conformó con restituir los antiguos nombres a ambas provincias, sino que directamente prohibió la sola mención de Perón y Evita a través del Decreto Ley 4161 en marzo de 1961. La historia como tragedia resurgió como farsa (y como último reducto del gorilismo) en el nombre de la calle que sigue a Sarmiento y antecede a Bartolomé Mitre en el centro porteño: Teniente Juan Domingo Perón es su nombre oficial, aunque los irredentos insisten con Cangallo.

La versión actualizada de la disputa por el nombre en la esfera pública, por lo que significa, está presente en la sociedad argentina desde 2015 con la inauguración del Centro Cultural Kirchner en el antiguo edificio del Correo. A los pocos meses asumió Mauricio Macri y se impulsó el cambio de nombre. Como no se consiguió a través del Congreso, el ardid fue reducirlo a una sigla: CCK.

En medio de la crisis económica que Milei profundizó con la megadevaluación de diciembre, una estrategia para desviar la atención fue anunciar el cambio de nombre del Centro Cultural Kirchner. Y que podría ser posible por el DNU 70/2023, más allá de debates jurídicos.

Ante la posibilidad cierta de modificar su denominación surgieron opciones. Del quinteto propuesto por tuiteros a los que Milei se suele dar like (José de San Martín, Carlos Gardel, Carlitos Balá, José -sic- Luis Borges y René Favaloro) se desprende que dos los mencionados ya tienen centros culturales con sus nombres: San Martín y Borges. Gardel, en aras del nacionalismo argentino, no nació en territorio nacional, así que alguno lo descartaría; Favaloro era médico y la medicina no tendría vinculación con el arte y la cultura; y Carlitos Balá es una opción que suprime a Luis Sandrini o Pepe Arias. 

Negacionismo oficializado

La bibliografía negacionista fue de consumo acotado hasta que ese nicho creció después de 2003, ante el desafío de que el Estado retomara los juicios por los crímenes de la dictadura. Juan Bautista Yofre fue uno de sus principales exponentes. El video que sirve como visión oficial del Estado argentino sobre el drama de los 70 es como las antorchas que quemaron los libros anteriores al emperador chino. Por cierto: el régimen de 1976, además de encarnizarse sobre cuerpos humanos, ordenó quemar libros.

Los hechos posteriores al 24 de marzo de 1976 no merecieron una sola palabra y Luis Labraña, exmilitante montonero, apareció con su autoatribución de haber sugerido la cifra de 30 mil desaparecidos en plena dictadura como número simbólico, sin demostración de ser el responsable de eso y sin comprobar que la cifra es aproximada (el Ejército admitió 22 mil asesinatos en 1978, según reveló La Nación en 2006) respecto de una represión clandestina, o sea, sin cifras oficiales.

Esa otra pelea simbólica,  dentro de lo que la derecha extrema llama "batalla cultural", cuyos combatientes son internautas anónimos desde la trinchera de un teclado en las redes sociales se contrapuso con cientos de miles de personas que marcharon ese 24 de marzo, como cada año, en repudio al último golpe militar.

Golpe que instauró una dictadura criminal que el Borges para el que proponen un centro cultural con su nombre cuando ya existe uno, se encargó de repudiar desde 1980 hasta su muerte. Razón, quizás, para que el Gobierno lo saque del listado de alternativas, más que por la existencia del otro centro.