Volví a caminar sobre esos rieles que atraviesan el barrio Ludueña, cuando papá se fue para siempre, en mayo de este año. El paso de mis zapatillas sobre esos durmientes me permitieron saber que todo cobra vida nuevamente, como las películas en cada nueva proyección. Detenerme ante la presencia de un tero a metros del cruce de las vías de lo que fue el Belgrano, de norte a sur, y lo que fue el Mitre, de este a oeste, me facilita la posibilidad de realizar un paneo con la vista que va desde aquellos oscuros rieles hasta el cabín número 8, y alcanzar una de las ventanas donde en un fundido encadenado de tiempo y espacio deja aparecer mi rostro de pibe de nueve años pegado al vidrio, contemplando a ese tero salvaje que se pavonea sabiendo que ya no hay tanto peligro porque no habrá tren. Yo iba a visitar con frecuencia a papá, de contrabando, porque no estaba permitido que subiera gente ajena al laburo de señalero, exigente, puesto que desde allí se controlaba el paso de trenes de dos líneas. Allí dentro, había todo un micro mundo inglés de teléfonos sin tiempo, palancas y un gigantesco mapa desplegado en una de las paredes, con las vías extendidas en la zona. Yo me sentaba en un cajón baúl que, según pude ver en un momento distraído de papá, contenía algunas herramientas y algunas revistas D' Artagnan y El Tony.

Pasó mucho tiempo para que yo volviera a ver un cabín por dentro y fue con el advenimiento de internet, en el video oficial de Sheena Easton para su tema "9 to 5 (Morning train)", donde la escocesa de rostro portentoso tira cambios y baja señales con una franela en la mano, como lo hacía papá. Sólo los sábados me estaba permitido subir, en tardes donde la radio emitía algún partido del charrúa o del salaíto, y con la condición de que me agachara cuando pasara el rápido a Buenos Aires, por si viajaba en esa formación algún inspector.

Fueron varios, muchos, los años de papá en el cabín número 8 de Ludueña, con muchas historias que él siempre tuvo para contar. Historias pequeñas que hacen un todo grande: el barra de Central que pasó sobre los techos de los vagones y, después se supo, se enganchó trágicamente en el cableado del trolebús en el cruce de las vías con calle Mendoza; la panadera que le vendía los bizcochos antes de subir a esas ocho horas de concentración ferroviaria, que según él era la hermana de un músico de la trova rosarina; los muchachos que arrojaron bombuchas hacia las ventanas en una noche hacia los corsos de Carcarañá; el soldado que le plantaron ahí arriba para evitar una huelga ferroviaria en tiempos de nuestra Argentina turbulenta.

El paneo de mi vista me devuelve a la realidad de mis zapatillas contra los eternos durmientes. El tero se espantó cuando intuyó que yo seguía camino hacia Carriego. Ahí me detuve, le saqué una foto con el celular al cartel de la que fuera la estación Ludueña y mi vista panea hacia el este, donde pasaban por debajo, en un túnel, los rieles que iban hacia la Terminal de Omnibus y morían en la estación Central Córdoba.

Recuerdo, pidiendo nitidez, cuando, con otros pibes del barrio, nos atrevimos a esos rieles porque queríamos llegar al circo francés que traía a Guy Williams, el Zorro. La carpa, con sus colores entrecruzados, estaba pegada a la Terminal, y un tipo que descansaba en un carromato nos dijo que ese día el Zorro no estaba, pero que podíamos ver a Tornado. Nos llevó hasta el caballo negro que nos miraba con curiosidad. Le acariciamos sus crines bajo la vigilancia del tipo del carromato. Volvimos casi de noche al barrio, donde nos esperaba todo el vecindario. No nos dejaron contar que habíamos tocado a Tornado y papá me amagó con el brazo derecho y me llevó a casa donde ante su mirada severa le dije: justo vos vas a tenerle miedo a los trenes.

El paneo de mi vista me devuelve al cartel de la estación y, luego, a la calle Carriego. Antes de encaminarme hacia el sur, miro a lo lejos el cabín número 8, intento imaginar a papá tirando palancas con la franela en la mano, para meter cambios y bajar señales. El día está soleado. Y aquellos trenes ya no llegarán nunca.

 

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