“Estimado espectador criterioso: estamos encantados y honrados de presentarle El simpatizante, una miniserie basada en la novela del mismo nombre. La historia transcurre en un mundo post Guerra de Vietnam, un mundo dividido por la raza, la ideología y la cultura. De hecho, el Capitán, nuestro protagonista, es él mismo bipartito, un ‘hombre de dos rostros’, un doble agente. Robert Downey Jr., por otro lado, está dividido en trozos. Interpreta a cuatro figuras patriarcales diferentes en el camino de nuestro héroe. Queríamos ilustrar como las divisiones del establishment estadounidense están entrelazadas y en connivencia, pero el concepto también tiene una resonancia psicológica, como podrá apreciarse al llegar al final. En definitiva, es un mundo loco, satírico y trágico, pero un mundo que amamos explorar. Esperamos que lo disfruten, por partida doble. Sinceramente, Park Chan-wook y Don McKellar”.

El texto precedente, redactado en forma de misiva, fue enviado a la prensa especializada un par de semanas antes del estreno de El simpatizante, la serie limitada de siete capítulos basada en la novela homónima del escritor vietnamita-estadounidense Viet Thanh Nguyen, publicada con enorme éxito de crítica y ventas en 2015. El relato de un doble agente cuyas actividades en Saigón como infiltrado del Frente Nacional de Liberación de Vietnam (más conocido como el Viet Cong) lo llevan a los Estados Unidos luego de la caída de la capital survietnamita, viviendo a la sombra de un militar de alto rango exiliado en el continente americano. La más extraña e inesperada dupla, el célebre realizador surcoreano Park Chan-wook (Oldboy, La decisión de partir) y el actor y director canadiense Don McKellar (Última noche, Childstar) unieron esfuerzos para llevar a la pantalla la historia del topo vietnamita de gracia anónima, el Capitán, cuya confesión luego de ser detenido por el reluciente gobierno comunista de Vietnam se desarrolla como un extenso flashback que atraviesa los últimos meses de la guerra, el viaje a “América” y el regreso sin demasiado triunfo al terruño. El simpatizante, que estrena su primer capítulo esta noche en horario central en la señal HBO y también se encontrará disponible en la plataforma Max, se presenta como un tapiz multicultural, multi lingüístico, multicolor y abigarrado, un universo demencial habitado por personajes extraños y contrariados, sacudidos y golpeados por conceptos como la identidad, la ideología, la amistad, la traición y los deseos personales y políticos, en más de una ocasión enfrentados fatalmente.

“Por fin sucedió lo que debía haber sucedido hace mucho tiempo pero más vale tarde que nunca: aquí viene la Gran Novela Americana sobre Vietnam escrita por un vietnamita de nacimiento y que, luego de ser rechazada por trece editoriales, ganó en 2016 uno de los más grandes galardones de la literatura de los Estados Unidos: el Pulitzer”, escribió hace siete años en Radar Rodrigo Fresán en una elogiosa reseña, antes de destacar que la novela de Viet Thanh Nguyen no es “una furiosa diatriba antibélica o un retrospectivo ajuste de cuentas. Ni siquiera una prolija contra-versión de la más desprolija de las historias. No: El simpatizante es algo mucho menos obvio y tanto más inesperado: un entretenimiento de primer orden y uno de los mejores thrillers ‘exóticos’ de los últimos tiempos”.

McKellar y Park Chan-wook, quien además dirigió tres de los siete episodios, intentan transmitir exactamente la misma sensación: la de un thriller entretenido que aporta un punto de vista original sobre un tema abordado en infinitas ocasiones por el cine y la televisión estadounidense. No casualmente, el primer capítulo comienza con una frase rotunda: “En EE.UU. se la llamó la Guerra de Vietnam. En Vietnam se la conoce como la Guerra Americana”.

Encerrado en una celda de aislamiento con la única compañía del papel y la lapicera, el Capitán (el actor australiano de origen vietnamita Hoa Xuande) comienza a desgranar recuerdos. Los lentes de contacto azulados utilizados por el actor reflejan el origen birracial del personaje: hijo de madre vietnamita y padre francés. Esa condición de mestizo, origen del bullying durante la infancia y de miradas de sospecha o frontalmente despreciativas en la adultez, se refleja asimismo en su condición de doble agente: un infiltrado del Viet Cong que aparenta desarrollar actividades de inteligencia para el ejército de la República de Vietnam, aliada de los Estados Unidos. El racconto, que llegará a tener cientos de páginas (como el libro de Viet Thanh Nguyen), describe sin dilaciones la duplicidad profesional del protagonista, amén de los contactos cotidianos con tres personas cercanas: su jefe en Saigón, el General; Man, su compañero desde la infancia y línea directa con el ejército revolucionario; y, finalmente, Claude, el “amigo americano”, un empleado de la CIA que hace las veces de mentor y consejero del Capitán. Un hombre cuyas pupilas tienen tonalidades casi idénticas a las del protagonista, interpretado por Robert Downey Jr. Uno de los cuatro (¿o cinco?) papeles que tiene a su cargo el actor neoyorquino en esta etapa post Iron Man, y que además formó parte del equipo de producción de la serie.

REESCRIBIENDO MÁSCARAS

El simpatizante utiliza de forma constante procedimientos meta narrativos, potenciando el concepto de historia que va hilvanándose como si se tratara de una corriente de recuerdos y pensamientos, con la posibilidad de retroceder y volver a comenzar, alterando detalles o hechos puntuales. Reescribiendo la propia historia mientras esta es relatada. El interrogador mete la llaga en el hecho de que ciertas remembranzas son demasiado hollywoodenses o bien abusan de las florituras, punto de partida de la reelaboración textual. Mientras el Capitán escribe con todo el tiempo del mundo y un acuciante dolor de panza provocado por el hambre, el recuerdo traumático de una sesión de tortura es visitado en varias ocasiones. La primera de ellas, al comienzo del primer capítulo. En un cine de Saigón el cartel de Emmanuelle, el célebre film erótico con Sylvia Kristel, es reemplazado por el de El vengador anónimo, cuyo título original, Death Wish, le sirve al agente de la CIA para darle una pequeña lección retórica a su protegido. Dentro de la sala, cerrada al público por unas horas, sobre el pequeño escenario debajo de la pantalla, una agente norvietnamita es interrogada por las huestes del General. Sentados en una fila cómoda, los hombres observan el reflejo blanco del proyector sobre la joven comunista mientras las preguntas siguen sin obtener respuestas. ¿Quién le proveyó la lista de agentes en forma de microfilm que acaba de tragarse? ¿Quién es su contacto? El Capitán observa y, en su interior, laten el temor y el odio, sabedor de que cualquier actitud emocional podría delatarlo y hacer estallar la fachada.

El hombre de dos rostros se muestra por primera vez, y es un hombre tan atormentado, tan acomplejado como todos aquellos espías infiltrados que debieron hacerse pasar por su enemigo a lo largo de la historia (la de la humanidad, la de la literatura, la del cine). Más tarde, cuando se reúna con sus dos grandes amigos desde la más tierna infancia a beber unas cervezas (“Los tres mosqueteros” se hacen llamar cuando están juntos), aflora el recuerdo de su paso previo por los Estados Unidos, donde aprendió sobre el american way of life, su cultura y su idioma, que maneja a la perfección. “Amaba y sentía repulsión por los EE.UU.”, les dice a sus compinches. “Eso es amar América. Además, nuestro país está sobrevalorado”, le responde Man, el que se queda en Vietnam luego del fin de la guerra, el que responde secretamente a las órdenes del Viet Cong. El otro, Bon, ha sufrido la muerte de familiares a manos del ejército revolucionario, y desconoce por completo el verdadero rostro ideológico de sus amigos. Nada es fácil en un país escindido y enfrentado en dos partes enemistadas a muerte.

“Es furiosa y satírica y muy inteligente, y no tiene miedo de abordar grandes temas, pero al mismo tiempo es juguetona y, en cierto sentido, sorprendente para las cuestiones densas que trata”. Don McKellar, uno de los creadores de la serie, reflexionó así sobre la novela y la adaptación en una entrevista con Vanity Fair. “Nuestra estrategia central fue replicar esa voz cinemáticamente al traer al proyecto a Park Chan-wook, ya que él comparte profundamente esa sensibilidad, como lo demuestra su obra previa. Puede ser satírico, puede ser devastador, pero siempre con un aire juguetón e ingenioso”. Respecto de una de las decisiones creativas más rimbombantes de la serie, el hecho de que Downey Jr. interprete varios personajes con una pesada ancla en los departamentos de maquillaje y peinados, a la manera del Peter Sellers de ¡Rugido de ratón! y Doctor Insólito, el canadiense recuerda que fue una propuesta de su colega coreano. “La idea de Park era que los diversos rostros del imperialismo compartieran un único cuerpo”. Así, el actor que supo interpretar con una mímesis perfecta a Charles Chaplin en el film de 1992 dirigido por Richard Attenborough, se pone no sólo en la piel del agente de la CIA sino también en la de un profesor universitario especializado en “estudios asiáticos”, un director de cine megalomaníaco y un congresista en plena campaña electoral (hay un quinto personaje, de aparición fugaz, diseñado para la sorpresa). Idea potente y sugestiva que en más de una ocasión amenaza con desequilibrar otros aspectos de la historia y la puesta en escena, aunque el chiste de invertir la carga del prejuicio de que “todos los asiáticos son iguales” no deja de tener su gracia.

La procesión camina despacio y con gravedad por los pasillos interiores de la mente del Capitán, quien luego de la caída de Saigón debe expatriarse y regresar a los Estados Unidos, esta vez acompañado por el General, su familia y una comitiva de militares que, a partir de ese momento, deben forzosamente aprender a hacerse la América. Rodeados de comida chatarra y botellas de Coca Cola, comenzarán a extrañar las comidas de la madre patria, el sabroso pero apestoso durián, y tantos otros platos típicos. La comida es también fuente de recuerdos para el protagonista: el de un interrogatorio interrumpido por el consumo de huevos duros y el aún más lejano sobre un trozo de calamar convertido en el más extraño partenaire sexual.

HACERSE LA AMÉRICA

Hay humor crudo y directo en El simpatizante, aunque lo que triunfa es el rumbeo satírico, incluso en situaciones extremadamente dramáticas. La comediante Sandra Oh es la señorita Sofia Mori, hija de japoneses americanizada al infinito y más allá, y el primer contacto sexual cercano del Capitán en quien sabe cuánto tiempo. Mientras el General comienza a adaptarse a la nueva vida instalando un liquor store (su esposa hace lo propio con un restaurante de platos vietnamitas), el protagonista ¿disfruta? del reencuentro con todo lo “americano” mientras envía cartas en código a su contacto en la lejana Vietnam, ya reunificada y convertida en un estado comunista. El año es 1975 o 1976, y en el local del general algún enemigo anónimo le dibuja con esténcil una reproducción de la famosa foto del general Nguyen Ngoc Loan a punto de dispararle en la cabeza a su conciudadano y tocayo Nguyen Van Lém. De pronto, una reunión reúne al Capitán con el viejo profesor y con su mentor en el espionaje, y es también la carta de presentación de un nuevo personaje, un cineasta de primer nivel llamado Nikos (Downey Jr., desde luego) que, más allá de su apariencia disímil, no hace más que recordar a Francis Ford Coppola en su momento de mayor prestigio.

Nikos está a punto de comenzar la producción de un film sobre la Guerra de Vietnam, y allí estará el Capitán para hacer las veces de consultor cultural. El cuarto capítulo de El simpatizante, dirigido por el brasileño Fernando Meirelles (Ciudad de Dios, Los dos papas) funciona como ente autónomo, una cápsula narrativa dentro del relato general. Allí, en un set al aire libre construido en California (una gran diferencia con el infernal rodaje en locaciones reales de Apocalypse Now, sin duda), la saga bélica es registrada por las cámaras, con varios excesos y tentaciones, un gag recurrente que tracciona el humor a partir de las líneas de diálogos de los extras –ocasión que le permite al Capitán contrabandear consignas comunistas en el film dentro del film– y la inesperada presencia de la hija del General como actriz secundaria y, quien sabe, futura estrella del cine. Es uno de los mejores episodios de la serie, de un ritmo frenético y preciso equilibrio de tonos, coronado en la pista de sonido por “Live it Up”, de Isley Brothers, banda cuya constante reaparición en la serie -como fondo musical pero, sobre todo, como ancla dramática de al menos dos personajes–-es otro notable elemento creativo del guion.

Mientras sigue escribiéndole cartas a su “tía de París”, el Capitán sufre y sus ojos constantemente parecen a punto de desbordarse de lágrimas, antes y después de recibir varios miles de dólares en compensación por un accidente que lo ha dejado algo desmemoriado (situación ideal para un doble agente, o tal vez su peor pesadilla). Hay crímenes cometidos en nombre de uno de los jugadores en conflicto y, tal vez, en nombre de ambos a la vez. Hay también un periodista de familia vietnamita cuya aprobación del Viet Cong quizá no sea otra cosa que un berretín progresista y un cantante afroamericano que está dando sus primeros pasos en el cine. Y, finalmente, hay una imposible, ridícula, estrafalaria operación militar que el General está dispuesto a financiar y que hace que el Capitán logre el sueño de volver a Vietnam, aunque la situación que allí le espera será muy diferente a la imaginada. La reeducación es el futuro y allí, de nuevo en la celda de aislamiento, como en el comienzo, habrá que poner manos a la obra y recomenzar el relato. De nuevo. Otra vez. Y una vez más. “¿Qué es más valioso que la independencia y la libertad?”, se pregunta y le pregunta al Capitán una placa de madera colgada en la pared, máxima implacable que debe repetirse y responderse como parte del proceso de autocrítica y reeducación. “El final del dolor llegó por fin cuando pronuncié aquella única palabra”, escribe Viet Thanh Nguyen en la novela, mientras en la pantalla el héroe, magullado física, mental y espiritualmente, pasa por un trance similar, antes de comenzar una nueva aventura.

> Un fragmento del primer capítulo de El simpatizante

EL INOCENTE

Por Viet Thanh Nguyen

Soy un espía, un agente infiltrado, un topo, un hombre con dos caras. Previsiblemente, quizá, también tengo dos mentes. No digo que sea ningún mutante incomprendido salido de un cómic ni de una película de terror, aunque hay quien me ha tratado como si lo fuera. Simplemente soy capaz de ver cualquier cuestión desde ambos lados. A veces me digo en tono elogioso que esto es un don, y aunque es cierto que se trata de un don menor, también es quizá el único que poseo. En otras ocasiones, cuando reflexiono sobre el hecho de que no puedo evitar observar el mundo de esa forma, me pregunto si acaso esto que tengo debería llamarse don. A fin de cuentas, un don es algo que usas, no algo que te usa a ti. El don que no puedes dejar de usar, el que simplemente te posee, en realidad es un peligro, debo confesarlo. Pero durante el mes en que sitúo el inicio de esta confesión, mi forma de ver el mundo todavía parecía más una virtud que un peligro, que es lo que parecen de entrada todas las virtudes (…)

Claude era nuestro amigo americano de más confianza, una amistad tan íntima que una vez me reveló que tenía una dieciseisava parte de negro. Ah, le dije yo, igualmente beodo de whisky de Tennessee, eso explica por qué tienes el pelo negro, y por qué te bronceas tanto, y por qué sabes bailar el chachachá como si fueras uno de nosotros. Beethoven, me contó él, también tenía la misma mezcla hexadecimal de sangre. En ese caso, le dije yo, también se explica que seas capaz de entonar el Cumpleaños feliz como nadie. Hacía más de dos décadas que nos conocíamos, desde que él me había visto en una barcaza de refugiados en el 54 y había reconocido mi talento. Yo era un niño precoz de nueve años que ya había adquirido un nivel decente de inglés, gracias a las enseñanzas de uno de los primeros misioneros americanos de la región. Por entonces Claude se dedicaba supuestamente a la ayuda a los refugiados. Ahora tenía su despacho en la embajada americana y su misión era, en teoría, el desarrollo del turismo en nuestro país asolado por la guerra. Esto, como pueden imaginar ustedes, requería hasta la última gota que él pudiera exprimir de un pañuelo empapado de sudor del espíritu posibilista americano. En realidad, Claude era un agente de la CIA cuya presencia en este país se remontaba a la época en que los franceses todavía gobernaban un imperio. En aquella época, cuando la CIA era el OSS, Ho Chi Minh había acudido a ellos en busca de ayuda para combatir a los franceses. Incluso había citado a los Padres Fundadores de América en su declaración de la independencia de nuestro país. Los enemigos del Tío Ho decían que hablaba con los dos lados de la boca al mismo tiempo. Yo llamé a Claude desde mi despacho, situado al final del mismo pasillo donde estaba el estudio del General, y le informé de que el General había perdido toda esperanza. Claude hablaba vietnamita mal y francés aún peor, pero su inglés era excelente. Señalo este detalle únicamente porque no se podía decir lo mismo de todos sus compatriotas.

 

El presidente dimitió aquel mismo día. Yo pensaba que habría abandonado el país semanas antes, al estilo de los dictadores, de forma que apenas me detuve a pensar en él mientras trabajaba en la lista de evacuados. El General era un hombre meticuloso y detallista, habituado a tomar decisiones rápidas y difíciles, y sin embargo aquella tarea me la delegó a mí. A él lo tenían ocupado los asuntos de su oficina: leer los informes matinales de los interrogatorios, asistir a las reuniones en el complejo del Mando Militar Conjunto, telefonear a su gente de confianza para discutir cómo conservar la ciudad y al mismo tiempo estar preparados para abandonarla, una maniobra igual de complicada que jugar a las sillas musicales al son de tu canción favorita. Yo tenía la música muy presente porque mientras trabajaba en mi lista, en horario nocturno, me dedicaba a escuchar el American Radio Service en un aparato Sony que tenía en mi habitación de la mansión. Normalmente, las canciones de The Temptations, Janis Joplin y Marvin Gaye hacían más soportables las cosas malas y convertían las buenas en maravillosas, pero no en ocasiones como la presente. Cada vez que tachaba un nombre me daba la sensación de estar firmando una sentencia de muerte. Todos nuestros nombres, desde el del oficial de rango más bajo hasta el del General, habían sido encontrados hacía tres años en una lista que su propietaria tenía en la boca cuando tiramos su puerta abajo. La advertencia que yo le había mandado a Man no le había llegado a tiempo a la mujer. Mientras la policía inmovilizaba a aquella agente comunista contra el suelo, a mí no me quedó más remedio que meterle la mano en la boca y sacarle aquella lista pringada de saliva. El hecho de que existiera aquel pedazo de papel maché demostraba que los miembros de la Sección Especial, acostumbrados a vigilar, también estaban siendo vigilados. Aunque hubiera tenido un momento a solas con ella, no podría haberle dicho que era de los suyos sin poner en peligro mi posición. Yo sabía qué destino le esperaba. En las celdas de la Sección Especial todo el mundo hablaba, y ella habría contado mi secreto a su pesar. Era más joven que yo, pero lo bastante lista como para saber también lo que le esperaba. Durante un momento vi la verdad en sus ojos, y la verdad era que me odiaba por lo que ella pensaba que yo era, el agente de un régimen opresor. Luego, igual que yo, se acordó del papel que tenía que interpretar. ¡Por favor, señores!, gritó. ¡Soy inocente!