Caminar hasta la facu. El cana en la puerta. Mostrar la libreta, los documentos. Ir a clase. Quizás (quizás) alguna pregunta. Ambiente oscuro. Paredes pintadas de blanco. Un cura del Opus Dei como decano. Ningún cartel. Ninguna convocatoria. Ninguna reunión. Prohibido aquí. Prohibido allá. Años 70'. Las personas no podían juntarse (tal como ahora marca el DNU vigente de Bullrich). A la facultad se iba para estudiar, decían.
Bien, resulta que uno de aquellos días llego a la puerta. El cana ocupado con no sé qué cosa. Apurado, sigo de largo. Y entonces. El grito. La orden. El atropello. ¡Señor! ¡Venga para acá! Y el tipo que me dice de todo --mal, muy mal-- porque osé ingresar a mi clase sin mostrar los documentos. Puerta cerrada. Terror. La violencia contenida en aquel hecho me estremece aún hoy. Y sin embargo, por más extraño que se lea o escuche, tal registro es un logro. Me llevó años abrir la puerta del trauma. Es que la naturalización del maltrato era tan enorme que costaba tomar real dimensión de la misma. Lo cual, desde ya, no quiere decir que no produjera efectos. De hecho, solo pude volver a la Universidad con el retorno de la democracia. Alguien podría decir: lo que estás contando es insignificante respecto al terrorismo de estado que desapareció a treinta mil personas y sustrajo la identidad de cientos de niños y niñas. Pero sería un error. Porque no es una sin la otra. La violencia explícita de las fuerzas de seguridad (desde exigir documentos en una universidad hasta la represión en las calles) anuncia, desenmascara o prueba las prácticas ilegales y los crímenes de lesa humanidad en ciernes o ya cometidos en la clandestinidad.
Este es el tránsito que hoy están recorriendo los sucesos en nuestro país. El ataque a la cultura y a las instituciones que la alimentan y sostienen, tal como es el caso de la Universidad, así lo prueba. Se hace imprescindible para el proyecto empobrecedor, desquiciante y autoritario que hoy habita la Casa Rosada minar el marco simbólico que sostiene a nuestro país en tanto nación soberana. Cerrar la puerta. Naturalizar lo aberrante es el paso sustancial de toda tiranía. Desde este punto de vista, bien podríamos decir que, en la cultura, el arte y la educación se refugia la sensibilidad por la cual una comunidad pone una barrera a la barbarie. Ya desde hace meses, muchos somos los que nos preguntamos qué hacer ante una empresa desquiciada dispuesta a borrar los límites con que un estado de derecho garantiza la convivencia civilizada. Hay respuestas. Por empezar: hablar. Si el tirano instila el miedo y el terror, se hace imprescindible: hablar. La palabra tiene efectos inesperados cuando quien la enuncia hace diferencia respecto del estereotipado rumiar de la comodidad y la cobardía. Si , tal como dice Lacan: “La puerta es un verdadero símbolo, el símbolo por excelencia”[1], es necesario hablar.
“No le voy a permitir”
Hace pocas horas me tocó actuar como Jurado en un concurso por oposición para un cargo docente en la Universidad Nacional del Comahue. Una experiencia muy fuerte, muy intensa. Un acto público. Postulantes con excelentes antecedentes. Años de experiencia. Mucho compromiso en la enseñanza. Proyectos de investigación. Amplia participación en programas de extensión comunitaria. Tuve suerte. En la conformación del jurado me tocaron colegas brillantes y muy comprometidas que ayudaron a sobrellevar el inexplicable peso y agobio que hasta determinado momento experimenté en la tarea. Quiero decir: despertarme a las cuatro de la mañana para leer por quinta vez el curriculum (¡un documento!) de un docente no es algo tan común. ¿Por qué? ¿Qué estaba operando para que semejante energía estuviese presente en el desempeño de esta función? Como bien suele suceder, cuanto más intensa es la pasión y el dolor que nos atraviesa más remisa se muestra la causa para hacerse notar. Lo cierto es que no fue hasta pocos minutos antes del inicio del concurso que apareció el clic: la articulación que hacía visible el trauma por el cual un acto más de la vida universitaria cobraba para quien firma una trascendencia y valor tan particulares.
Para decirlo de una vez: en estas horas la Universidad Nacional del Comahue no es una más. Es la casa de altos estudios cuya rectora ubicó en palabras lo que tantos y tantas estamos experimentando desde que el engendro libertario que nos gobierna puso en marcha su plan de exterminio a la Universidad pública, a la cultura, a la palabra y a todo saber que los cuerpos generan en la dura experiencia de responder a las exigencias que la existencia impone. Quienquiera puede ver el video en el cual, durante un cónclave interuniversitario en la Unsam, la Rectora Beatriz Gentile le responde al burócrata de turno su bravata de desprecio al ámbito académico. Pero fue solo a pocos minutos de iniciarse el concurso que sus palabras resonaron con claridad en mi recuerdo para, de esta manera, hacer vívida toda aquella experiencia de terror y humillación en la puerta de la Universidad.
“No le puedo permitir, señor subsecretario”, dijo Beatriz Gentile al subsecretario de Políticas Universitarias de la Nación cuando este intentó, precisamente, defender la práctica de pedir documentos en organismos oficiales. Por otra parte, en su lamentable y violenta intervención, el funcionario había trazado un escenario decadente de la universidad argentina, además de insinuar que los rectores de las universidades usurpaban sus cargos. Lo cierto es que, entre otras varias cuestiones, y tras recordarle que su condición de Rectora surgía de una elección en tanto que el subsecretario ostentaba un cargo por decisión de la gestión (léase a dedo), Beatriz Gentile brindó quizás algo similar a una clase pública. “Ejercicio histórico mediante”, le hizo saber al burócrata que la Universidad solo puede crecer si hay una sociedad que se expande. Para ello le bastó consignar las cifras del crecimiento de la matrícula universitaria durante los gobiernos que privilegiaron el bienestar de la población en contraste con las administraciones que hicieron del “pretorianismo” su modo de gobierno. La Rectora fue universitaria, abierta, articuló la academia con la calle; el saber con el discurso; la palabra con los cuerpos.
El próximo 23 de abril la Universidad Habla. Abre las puertas. Vuelve a las calles para dar cátedra, para impedir la naturalización de la barbarie, y hacerle saber al oscurantismo gobernante que hay una comunidad dispuesta a enfrentar el infame proyecto de exterminar la cultura argentina. “No se lo vamos a permitir”.
Sergio Zabalza es psicoanalista. Doctor en Psicología por la Universidad de Buenos Aires. Magíster en Clínica Psicoanalítica (UNSAM), Licenciado en Psicología (UBA). Profesor Titular en la Universidad Nacional del Chaco Austral (UNCAUS).
[1] Jacques Lacan, (1954-1955) El Seminario: Libro 2 “El Yo en la Teoría de Freud y en la Técnica Psicoanalítica”, Buenos Aires, Paidós, 1998, p. 446.