Antonio Zuleta vive en las afueras de la localidad salteña de Cachi, donde impera la majestuosidad del paisaje y el silencio es interrumpido sólo por el viento y el ocasional balido de un grupo de ovejas de paso. Allí tiene una pequeña casa que comparte con sus hijos. A uno de ellos le transmite con particular obsesión sus experiencias de camarógrafo y le enseña a encuadrar y a hacer zoom. Tiene lógica: Antonio anda siempre con su videograbadora analógica lista, tal como ilustran las cajas que atesoran decenas de VHS hogareños. Pero lo que lo mueve a tocar el botoncito “Rec” no es el acto en filmar en sí ni mucho menos una inspiración creativa, sino el peso testimonial de lo filmado: luces parpadeantes en el cielo dibujando trazos imposibles, huellas misteriosas que aparecen sin explicación en los lugares menos pensados, y decenas de testimonios de quienes afirman haber visto en vivo y en directo cómo una de las grandes recurrencias de la ciencia ficción tomó dimensión real ante sus ojos. A Antonio lo apasionan, en fin, la ufología y todo lo relacionado con los ovnis. Los motivos y las implicancias detrás de ese interés son las dos puntas del carretel que el realizador Daniel Rosenfeld desovilla en Al centro de la Tierra, que tendrá su estreno comercial este jueves.

El cuarto largometraje de Rosenfeld –visto en la Competencia Argentina del Bafici 2015– delinea los contornos de ese hombre que ha dedicado sus últimos veinte años al noble objetivo de encontrar presencia extraterrestre. Pero ojo, porque Zuleta es cualquier cosa menos loco: se lo escucha lúcido, coherente y fervientemente convencido aun cuando se define como alguien “sencillo y común, pero con mucha fe, y una conexión particular con Dios y con los seres de otro planeta”. “Unos años atrás estaba haciendo el casting para una película que al final no filmé y vino una nena que me dijo que no podía quedarse mucho tiempo porque tenía que ir a avistar ovnis con su papá a una pista de aterrizaje de aviones abandonada. Su papá era Zuleta, que también vino y me dijo que tenía experiencia actoral porque había participado como extra en una película en los años ‘60. El inicio del proyecto fue ese encuentro fortuito”, recuerda el director de Saluzzi, ensayo para bandoneón y tres hermanos (2000), La quimera de los héroes (2003) y Cornelia frente al espejo (2012).

Filmada a lo largo de distintos periodos durante cinco años, Al centro de la Tierra aplica en sus primeros minutos las herramientas del documental observacional más clásico, presentando la rutina de Zuleta y mostrándolo en plena acción, con su cámara y sus cassettes en medio del desierto salteño. Sucede justo después de que una visita al hospital le recuerde que, a sus casi 70 años, el tiempo es un bien finito. De allí que una buena porción del metraje esté dedicado al vínculo con su hijo de 11 años. Un vínculo con mucho de legado. Otra vez Rosenfeld: “El proceso fue muy intuitivo, pero me di cuenta de que podía funcionar cuando vi que iba más allá de los ovnis, de que tenía que ver con alguien que quería creer, y tenía fe en la curiosidad y que trataba de dejarle algo a su hijo. En ese aprendizaje se revelan cuestiones muy propias de las relaciones entre padres e hijos”. Un viaje a Buenos Aires para encontrarse con Fabio Zerpa –¿quién otro, si no?– empujará a Zuleta a, primero, reinterpretar el sentido de su trabajo previo primero, y después a una aventura que cruza a Don Quijote y Julio Verne.

–La información de prensa habla de “una ficción con personajes reales o un documental de ciencia ficción”. ¿Por cuál se inclina?

–Creo que hoy en día los géneros son indivisibles. Yo lo veo como un documental de ciencia ficción pero con una narrativa de ficción. Lo importante es que uno se meta en la película, en una historia un poco fantástica y, sobre todo, en el clima de extrañamiento y curiosidad que genera toda esa geografía casi marciana. Creo que la película transmite la fragilidad del hombre ante la inmensidad de ese paisaje. Hay algo ahí que te come, que te devora, y me parece que el personaje, como Don Quijote, avanza en medio de todo eso. Trabajamos con un equipo reducido de cinco personas para poder manejarnos y siempre pensando que no era sólo paisaje sino un personaje más dentro de la película.

–Una película sobre el legado, un documental de ciencia ficción y hasta algo de comedia en la última parte... ¿Cómo trabajó la convivencia de todas esas facetas?

–Supongo que fue trabajo de montaje y la idea de nunca estar en una posición de superioridad respecto a ningún personaje. Quizás el periodismo pueda juzgar, pero el cine cuenta historias. Me parecía importante que uno pueda identificarse con ese mundo extrañado, con la pasión, la fe y la curiosidad que mueven a Antonio. Hoy es muy difícil ser curioso. Hay tanto estímulo de tantas cosas que es más sencillo sentarse y esperar que te den todo masticado que ir a buscarlo. Alguien me dijo en una de las proyecciones que la curiosidad de Antonio era ingenua. Yo no creo que sea ingenua, sí genuina.

–¿A Antonio lo mueve la fe, además de la curiosidad?

–La fe en el sentido más amplio de la palabra. La fe atraviesa cosas que no son empíricas. Uno puede tenerla en una relación de pareja, en una amistad, en muchas cosas. Y después hay señales de todo tipo, como imágenes de luces espectaculares en el cielo. Me gustaba esa fe en la curiosidad, la idea de “creer” en el sentido menos banal.

-¿Ya se conocían con Fabio Zerpa? 

–Ya estaban en contacto, pero Fabio no había visto los videos. Ahí aparecen el escepticismo y la ciencia. Me resultaba interesante que la fe se entrelazara con la ciencia, porque la ufología tiene una ambición científica. Y un experto como Zerpa no podía no estar...