El Tribunal Oral Federal 6 (TOF 6) condenó a Luis D’Elía a cuatro años de prisión e inhabilitación para ejercer cargos públicos. Los magistrados, como es regla, amontonaron una parva de cargos para llegar a la sanción. Los fundamentos de la decisión se conocerán el mes que viene.

Otros dos militantes sociales procesados, Lito Borello y Luis Bordón, fueron absueltos por considerarse prescriptos sus presuntos delitos. Sobran motivos. La conocida toma de la comisaría 24, que provocó los hechos sometidos al tribunal, ocurrió en el año 2004.

Para evitar reconocer que prescribieron las acciones contra D’Elía, “la Justicia” acumuló a las acusaciones otro incidente: un despropósito urdido solo para sostener la vindicta.

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La ocupación de la comisaría fue decisión colectiva de vecinos de la Boca, indignados por el asesinato del activo y querible luchador popular Martín Cisneros, “el Oso”. Todos sabían que lo mató Juan Carlos Duarte, un narco y buchón de la policía. La omertá de los uniformados lo protegía: se negaban a buscarlo y arrestarlo.

D’Elía, entre otros, intervino en la acción directa, ejercicio de defensa propia que cesó ni bien la Policía cumplió con su deber, a regañadientes y a contragusto. Su rol consistió en contener la furia y encauzarla.

Duarte fue sometido a un juicio regular y condenado por homicidio calificado. “La turba” tenía razón y derecho.

D’Elía se transformó en presa codiciada por la derecha y los medios dominantes. Se fantasearon daños jamás corroborados, se magnificó la ocupación, se la aisló de su legítima causa.

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La sentencia será recurrida, no está firme. El abogado y dirigente social Juan Grabois, defensor de Borello, pronunció un alegato final formidable que puede (casi decimos “debe”) ser escuchado en <http://www.resumenlatinoamericano.org/2017/10/31/audio-imperdible>.

Dura poco más de diez minutos, acumula argumentos sobre la represión a la protesta social, buena técnica legal y una pintura imborrable del trío de jueces del TOF 6 y de la fiscal Gabriela Baigún.

Grabois acusó a los magistrados de haber prejuzgado o, siendo muy tolerante, de haber actuado en función de prejuicios de clase.

Clavó la mirada en el lenguaje corporal de los sentenciantes. Al doctor José Valentín Martínez Sobrino le enrostró hacer gestos despectivos cuando hablaban los testigos de la defensa, deferir un trato sideralmente opuesto a los policías que reivindicaban su encubrimiento y se quejaban de haber sido atacados en “su casa”.

Cuestionó que Sus Señorías usaran ese mote y que obligaran a la concurrencia y partes a ponerse de pie cuando llegaban. Una rémora nobiliaria que retrata al menos democrático de los tres poderes del Estado. Una “casta privilegiada” que no paga impuestos, reprochó Grabois.

Los otros jueces que convalidaron el obrar ilegal de los policías se llaman Julio Panelo y Fernando Canero. El apellido de éste es, considerando las circunstancias, una confesión involuntaria o un exceso de textualidad.

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Abundan en la historia recientes reacciones indignadas de ciudadanos o vecinos. Quemas de comisarías o de móviles policiales, se cuentan por decenas. Entre tantas, evoquemos una en El Jagüel, hace quince años. Mucho más reciente fue la ocupación en un el barrio porteño de Flores, con rotura de instalaciones y avances sobre policías.

La crónica recoge también ataques con agresiones físicas a arrebatadores o ladrones sorprendidos en flagrancia por otras personas del común. La lista es también extensa si reservamos la designación “linchamiento” a los casos en que se hiere o mata a los “delincuentes”. Las sanciones en el Foro suelen ser más leves, el tratamiento mediático más comprensivo, cuando no elogioso.

Lo que diferencia o “agrava” el caso que vertebra esta nota es el ingrediente de la protesta social. Lo imperdonable, lo no perdonado, lo criminalizado contra toda mesura e idea de justicia va más allá de D’Elía aunque recaiga sobre su cuerpo.