El arquitecto y realizador Marcelo Burd viajó muchas veces al norte argentino por placer. Hace unos años, estaba interesado en realizar un documental en la región de la Puna salteña. Después de recorrer distintos lugares de la zona, llegó a Olacapato, del que sólo tenía la referencia que que es el pueblo más alto de la Argentina y que está cerca de la frontera con Chile. Se trata de un lugar bastante aislado, donde pueden verse casas de barro, muchas de ellas vacías que apenas se vislumbran cuando el viento sopla y las cubre de polvo. Lo primero que se le ocurrió a Burd fue ir a la escuela del pueblo. “Ahí me encontré con el director y maestro Salomón Ordoñez, le comenté que tenía la intención de hacer una película. Me invitó a recorrer el predio”, cuenta el realizador en la entrevista con PáginaI12. La primera sorpresa que tuvo fue ver una sala acondicionada como un estudio de radio, donde los chicos de 4º y 5º grado estaban haciendo un programa de radio sobre literatura mientras leían a Tom Sawyer, transmitían a los pobladores locales y los propios chicos manejaban la consola. Luego vio que los alumnos de 6º y 7º grado estaban editando con un programa semiprofesional un video que había sido registrado por ellos mismos. Después, el director le mostró una sala donde hay una serie de telescopios profesionales. “Hay que tener en cuenta que la escuela de Olacapato es una de las pocas del país que tiene una currícula orientada en Astronomía”, cuenta Burd. Todo esto lo reprodujo en Los sentidos, documental que se estrena este jueves en el Gaumont y, a partir del próximo, en el Malba.  

–¿Cree que esta escuela es una excepción en Argentina?

–Puedo hablar en relación con lo que conozco. Creo que, en parte, es una excepción porque ese proyecto educativo tiene mucho que ver con el trabajo de su director y también de su esposa, que es maestra. Si bien hay una currícula establecida, él introdujo también una serie de innovaciones en términos de cómo los chicos se pueden vincular con lo que es la educación formal. 

–Viajó varias veces al Norte argentino por placer. ¿Este tenía otro objetivo, tal vez más definido en los profesional?

–Fui con el deseo de encontrar un proyecto documental. Lo que ocurre es que fui sin una idea previa. Yo quería trabajar en la zona. No era cuestión paisajística. Había algo abismal con ese lugar, algo que tenía que ver con el espacio y el tiempo, con las culturas que persisten dispersas y muy diversas también. Así fue que tomé la decisión preguntarme si había un documental de la Puna salteña. Un poco por este deseo, pero también por azar, llegué a Olacapato y su escuela. 

–¿Qué fue lo que más le impresionó de la escuela?

–La primera idea que surge, una vez recorrida la escuela y también después de conocer el pueblo, es que algunos estereotipos que nosotros tenemos en relación con las culturas de la Puna se disolvían o entraban en contradicción. Uno carga con un imaginario que, por supuesto, en parte está, pero también me parece que haber observado y escuchado a las personas del lugar te disuelve algunos estereotipos y prejuicios. Ese punto de tensión entre lo que uno espera y lo que le devuelve el lugar fue lo que me pareció interesante para poder trabajar un documental. Cuando uno trabaja un documental no es que va a confirmar una idea que ya tiene o que simplemente va a exponer un problema preestablecido y que el documental se transforma en una ilustración de un pensamiento o emociones que uno lleva. Lo más interesante que surge es la posibilidad de establecer una suerte de dialéctica entre lo que ocurre y entre lo que uno carga y ahí surge una nueva idea. 

–¿Es una educación integral que incluye el cuidado de la salud de los alumnos de la escuela?

–En parte, sí. Por lo menos, es una preocupación que tienen el maestro y su pareja. No es que la escuela en sí se ocupa de la salud. Está en él este vínculo que establece con ellos, casi como un lugar de padre y, a veces, de amigos. 

–¿Qué fue lo que impulsó a esta pareja a educar y alimentar a cuarenta y cinco chicos?

–Es una vocación que tienen, de poder dedicarse a pleno a la educación y sobre todo es poderosa esta elección que hicieron ellos de ir a un lugar muy apartado, a punto tal que a sus propios hijos no los ven con la frecuencia que ellos quieren. 

–¿El problema es cuando los jóvenes egresan de la escuela?

–Es muy complejo. En parte, sí. Terminan la escuela y aparece una serie de decisiones. Las decisiones de los jóvenes tienen que ver con seguir estudiando en un colegio secundario (que, de hecho, cuando yo llegué comenzaba a consolidarse), algunos otros deciden irse a la ciudad de Salta, donde tienen parientes para acceder a una educación secundaria, pero con una impronta más urbana. Y otros simplemente terminan el primario y deciden ir a trabajar y ayudar a los padres. 

–¿Cómo fue el trabajo de filmación? ¿Lo definiría como un documental de observación?

–No me gusta mucho la palabra “observación”. Me suena a que, por un lado, hay un sujeto que está observando a un “otro”. Hay algunas visiones de las ciencias sociales que establecen un sujeto y un objeto a registrar. Trato de pensarlo como un documental de acompañamiento y de registro de situaciones. Más que “uno” y “otro” quiero creer que en la instancia del rodaje hay un “nosotros”. Y que, en vez de un sujeto y un objeto, hay un “vos y yo” cuando filmamos. 

–Podría haber sido un documental de denuncia como, por ejemplo, sobre el sistema educativo y la falta de las políticas públicas en zonas alejadas ¿Por qué no lo pensó así?

–No me interesan demasiado los relatos cerrados ni unidireccionales. Creo más en narraciones que puedan abrirse o invitar al espectador a una serie de recorridos. Por supuesto que la película tiene una toma de posición estética, política y social. De hecho, hay una serie de núcleos que la película los trabaja, los aborda, pero también pienso que cada persona que pueda ver el documental haga su propio itinerario uniendo diferentes elementos y que se apropie de la película en términos reflexivos, pero también emocionales.