La primera muerte del dibujante de historietas Pablo Fayó debió ocurrir cuando tenía unos 18 años, el día que atravesó caminando a paso cansino una puerta de vidrio de doble hoja, destruyéndola completamente y siendo horadado por cientos de esquirlas afiladas. Pablo  no sólo sobrevivió al asunto sino que su nariz, hasta entonces de relieve redondeado y algo infantil, adquirió a raíz del impacto el aguileño y dramático perfil que lo caracterizaría el resto de su vida. Podría decirse que Fayó posee un rostro esculpido a vidriazos, aunque el resultado es menos terrorífico de lo que suena.

   La segunda vez debió ocurrir un par de años más tarde. Iba en auto junto a unos amigos por una bajada de su Vicente López natal cuando un colectivo lo embistió de costado. Pablo dio una especie de salto mortal a través del parabrisas y cayó sobre sus pies, absolutamente intacto. El resto de sus compañeros recibieron heridas y fracturas varias. Lo que pasó es que en esa época Fayó cargaba consigo el Escudo de Ark, un talismán que junto con otro amigo habíamos comprado vía cupón de la revista Semanario, y que aseguraba la salud, el amor y la fortuna; así que, todavía aturdido, agradeció a todos los Espíritus el estar bajo la protección del artefacto.    

   Sin embargo, al llegar a su casa descubrió que había dejado el Escudo colgado del picaporte, llegando a la conclusión de que lo que lo había salvado era precisamente no tenerlo encima. El Escudo de Ark fue directamente al tacho de basura esa misma noche, por las dudas.

   La tercera vez no salió tan bien, cuando cayó de un precipicio en el sur argentino, a consecuencia de buscar un camino alternativo, por fuera de las convenciones sociales del montañismo (y parece toda una metáfora, pero no lo es). En proporción la sacó barata, excepto por unos brazos horriblemente despellejados al intentar detener la caída y una fractura del astrágalo, que a pesar de su sonoridad obscena es apenas un hueso del pie. Fayó pudo morir devorado por los lobos o más probablemente el frío, pero fue rescatado por nuestro amigo Rafa junto a un equipo de guías (a quienes les debemos que durara lo suficiente para que pudiera dibujar Agapito, una de sus últimas obras). El astrágalo se curó con el yeso de rigor y una dieta a base de palta, brotes de soja y espinazo (dato verídico).

   Y no cuento entre sus experiencias casi fatales las múltiples veces en que –siendo un hombre de la nocturnidad– fue víctima de asaltos diversos (Fayó es la persona que más asaltos ha sufrido en el planeta, a excepción de esos kiosqueros del conurbano que salen a lamentar sus “récords de asalto” en Crónica TV), adquiriendo una experiencia de vida que le permite captar a vuelo de pájaro si el delincuente es un asaltante serio o un oportunista con armas imaginarias.

   Imagino que el saberse indestructible debe ser una de esas cosas que te hace sopesar el valor de los las convenciones sociales. Tal vez por eso Pablo es dueño de ese desinterés absoluto por el éxito, el prestigio o la acumulación de bienes, desinterés que -lamentablemente- lo libera de cumplir con los reclamos de producción artística que recibe de colegas y admiradores. Pero también lo libera del stress, la hipertensión y la furia. 

   Aunque podríamos pensar a la inversa: En realidad el dibujante de historietas Pablo Fayó, que dejó de dibujar historietas sencillamente cuando ya no le resultó placentero, siempre tuvo el mismo carácter. Y tal vez sí existe algún tipo de fuerza, karma o angelitos del cielo que premian a quienes intentan vivir según la máxima castanediana de “tocar lo menos posible el mundo”, afectar o influir en nuestro entorno lo mínimo posible, influencia que suele terminar en catástrofe total sean cuales sean nuestras intenciones: Uno de los orgullos de Pablo es que no genera más de una bolsita de basura a la semana.

   Vamos a ver si podemos probar esta teoría: Hace no más de un año se acercó a mi casa y dejó atada la bicicleta en la puerta. Yo le tenía que dar una guita que había cobrado a su nombre, así que se quedó una media hora y al bajar -ay ay ay cuál será el sorprendente desenlace- la bicicleta ya no estaba. 

   Me quedé totalmente perplejo y lleno de culpa por no haberle insistido en que entrara la bicicleta a casa –básicamente de vago– y además haciendo el rápido cálculo de que la guita que había venido a buscar ni siquiera cubría una nueva bicicleta. Reaccioné como cualquier otra persona en mi lugar: lanzando imprecaciones contra los ladrones, deshaciéndome en disculpas y volviendo a lanzar imprecaciones peores que las anteriores. La reacción de Pablo fue muy propia de él, actuando con una serenidad Zen y para nada impostada y diciéndome que calma, calma, que me tranquilice, que no tenía que estar tan “apegado”. Básicamente, la teoría de Pablo era que yo estaba apegado, apegado a la bicicleta de él (una calumnia, ya que no me subo a una bicicleta desde hace veinte años). No tuve fuerzas ni para discutírselo. En fin, se despidió lo más campante mientras yo me quedaba en mi casa bastante trastornado.

   Un rato después, Pablo preguntó en Facebook si alguien tenía una bicicleta para prestarle. En el acto, decenas de personas empezaron a buscar la forma de ayudarlo. Dos horas después, el dibujante Emiliano Migliardo le dijo que podía pasar a buscar la suya ya que él estaba emigrando. 

   Al día siguiente conté la historia en mi trabajo. El comentario de mi compañero, sin conocerlo ni nada, fue bastante escueto: “Debe ser buen pibe tu amigo, ¿no?” Me quedé en silencio, porque aunque lo conozco hace treinta años (en realidad, exactamente por eso) nunca se me ocurrió definirlo de esa manera ni de ninguna otra, pero efectivamente pensé, casi como sintiendo una revelación, “Y, sí, es buen pibe”.u