Sabía que lo encontraría allí, que no podría postergar más el encuentro. Debía hablar con él. Se ajustó la boina de lana gris sobre las orejas heladas y entró. El aire tibio del salón, aún concurrido, la envolvió. Algunas risas fuertes se destacaban del murmullo de fondo, entre tintineos azarosos de cucharitas golpeando las tazas, todo envuelto en un estimulante perfume de café. 

Relajada, dejó afuera la noche desapacible y, por unos segundos, olvidó por qué había llegado hasta allí. Escaneó una a una las mesas mientras se acercaba a la única desocupada. Se quitó la bufanda y el abrigo y se sentó frente al gran espejo. 

Desfilaron reflejados unos rostros ignotos y los cuadros de las paredes. Las imágenes le recordaban películas inolvidables y viejas publicidades. 

Antes de sentarse, se acomodó la falda para darse tiempo de mirar hacia el otro lado: en el banco azul, ese mismo azul intenso de las mayólicas del borde de la barra, una pareja compartía una copa. Sintió celos. Tremendos celos de compañía, de ternura, de todo lo que ya no tendría de él, con él. 

Giró para sentarse y entonces lo vio en uno de los rincones, vestido de negro sobre el asiento rojo. Estaba solo, acodado sobre la mesita redonda, frente a un vaso de caña vacía y otra aún intacta. No alcanzaba a ver su rostro, cubierto por el pelo entrecano que se desgajaba rebelde sobre su perfil izquierdo. 

Ahora surcará el mechón lacio con sus dedos y lo acomodará tras su oreja izquierda, pensó. Deseó hacerlo ella, como tantas veces antes. Un camarero que no había visto antes se acercó, la saludó y repasó con alcohol la mesa, mientras le preguntaba qué le apetecía. Reconoció el tono cadencioso del colombiano que le regalaba una sonrisa. Recordó sus primeros años trabajando en bares de la ciudad, donde había llegado invirtiendo la historia de su bisabuelo andaluz que se animó a cruzar el mar para hacer la américa en Argentina.

Ordenó un cortado y un mollete de manteca colorá, no había nada parecido al cortado del Levante, como llamaban al lugar cuando acordaban encontrarse en su café favorito: “nos vemos en el Levante”; tuvo que explicarle entonces que, en su país, levante tenía otro significado que aplicaba a ese primer encuentro después de tres semanas de conversaciones 2D en pantallas minúsculas. Pero ya no sería “su lugar”. No más el rincón de charlas íntimas sostenidas hasta la madrugada, entre chupitos y cañas, entre miradas de deseo mutuo y sonrisas cómplices, la previa de una noche de amor desbordado.

Tendría que acercarse ella, o esperar que él la viera, disimulando no haberlo visto antes. Esperar. Siempre esperaba. Esperó.

El camarero le sirvió su cortado y el mollete tibio apenas tostado. Abrió el sobrecito de azúcar por el borde inferior para no romper la imagen del marinero. Era un gesto automático que repetía desde aquel primer encuentro en el que había guardado la imagen como recuerdo. Los cristalitos flotaron sobre el círculo perfecto de espuma blanca. Lo atravesó con la cucharita como las mentiras la habían perforado. Revolvió con fruición su café y derramó, sin querer, parte del líquido sobre el platito blanco. Puso una de las servilletas entre el pocillo y el plato y observó cómo la mancha ocre se agrandaba hasta alcanzar las puntas del papel.

A medida que los parroquianos iban dejando el café, el murmullo de fondo se hacía más blando.

Ella se acomodó en su silla, paladeó el primer sorbo, mirando con disimulo al hombre del mechón cano, justo cuando él terminaba su segunda caña, se acomodaba el pelo y volteaba para llamar al camarero. Y la vio: los ojos oscuros mirándolo, la boina cubriendo sus rulos rojos, sus dedos finos sosteniendo delicadamente el pocillo. Recordó cómo sabían esos labios húmedos de café dulce. Le sonrió. Ella solo sostuvo el borde del pocillo entre sus labios en un gesto congelado de café caliente. Él se incorporó y se acercó a su mesa. Sin decir una palabra se sentó en la silla vacía, rozando adrede la rodilla de ella con la suya.

Ella apoyó el pocillo sobre la servilleta mojada y esperó. Siempre esperaba. También ahora esperó que hablara él. Sintió sus palabras lejanas, extrañas. Su voz le sonó desconocida: “Hola muñeca”. Aborrecía que le dijera muñeca. “Sabías que estaba acá, pero no me llamaste”. No podía negarlo, sabía de buena tinta de sus pasos por el Levante pasada la medianoche. “¿Ibas a irte sin hablarme?”.

“Vine para hablarte”, se escuchó decir, cuando el camarero le preguntó a ese hombre que había amado tanto, que aún le robaba el sueño, las ilusiones, la vida, si iba por otra caña. 

Aprovechó esos segundos para pensar la respuesta. “Otra caña”, dijo él y antes de que pudiera decir más, la escuchó: “No quiero esperarte más. No voy a esperar que me quieras como yo te quiero. Solo tengo que alejarte de mí. Alejarme de tu desamor, de tu indiferencia, de tus engaños. Esto vine a decirte. Y quise hacerlo en este lugar, nuestro lugar, en realidad el que fue nuestro lugar, para cerrar esta etapa”. 

Había sostenido la mirada de él hasta pronunciar esa última palabra: etapa, eso había sido él para ella: una etapa que ahora terminaba. Soltó las palabras que la habían amordazado antes. Expulsó los demonios que la atormentaban. Se sintió liviana. No le importaba lo que él respondiera. 

Bebió el resto del cortado y le supo más dulce que nunca. Tomó una servilleta y se secó, con parsimonia, los labios. Entonces levantó nuevamente la vista y vio el rostro desencajado. 

Buscó en su bolso un billete de cinco euros y se levantó. Se puso la bufanda al cuello, colgó el abrigo de su brazo derecho y marchó al encuentro del camarero. Le entregó el billete y le dijo: “Esto es para ti. El cortado lo pagará el señor”.

 

[email protected]