En el truco hay un punto sin retorno: cuando se canta el “vale cuatro”, la apuesta alcanza su límite. Da igual si en ese instante se tiene una jugada imbatible o solo un par de cartas inservibles. Lo que cuenta es la convicción con la que se sostiene el bluff, la firmeza en la mirada, la decisión de ir a fondo aun cuando se tiene poco o no se tiene nada. En ese gesto audaz, temerario y profundamente humano se condensa el núcleo simbólico de la nueva novela de Marcelo Figueras.

Valecuatro reflexiona sobre lo que implica jugarse la vida con las cartas que a uno le tocaron, como sintetiza un pasaje clave: “en el truco -otra vez: como en la vida-, lo crucial es lo que se logra hacer con la mano que nos tocó en suerte”. Incluso cuando lo que se reparte en esa mano es adverso, insuficiente o profundamente injusto. Desde esa perspectiva, la historia de un adolescente en pleno tránsito escolar durante los años setenta no se limita a ser una crónica de formación: es una apuesta vital, una lección narrada con humor y lucidez. Figueras construye un Bildungsroman rioplatense en estado de gracia: feroz pero tierno a la vez, tan político como íntimo, frágil y valiente.
Valecuatro se inscribe en la tradición de las novelas de iniciación en la literatura argentina. Desde Juvenilia de Miguel Cané, pasando por Don Segundo Sombra o El juguete rabioso de Roberto Arlt -novelas simultáneas y en un punto antagónicas- hasta La traición de Rita Hayworth de Manuel Puig y Señorita de Hebe Uhart, la narrativa argentina ha abordado el tránsito formativo como un campo de tensiones donde chocan, sin tregua, la imposición de normas y las ansias de libertad. La novela de Figueras sitúa la peripecia vital de su protagonista en el clima opresivo de los años setenta, y convierte al truco y a la astucia en potentes alegorías de la resistencia y de la (re) construcción de la subjetividad bajo un régimen autoritario. Desde el inicio de la novela, la educación se presenta no como un medio de transmisión de saberes, sino como un proceso sistemático de domesticación. El colegio de la Buena Nueva -con su imponente estructura azul y gris, ubicada sobre la avenida Rivadavia- funciona como una maquinaria destinada a imponer un único comportamiento. El conocimiento se reduce a la repetición; el error se sanciona y la duda se silencia. En este contexto, formarse significa, en primera instancia, captar las postas para la supervivencia.

Ese régimen escolar no constituye una anomalía aislada, sino que encarna un clima de época. No es casual que la novela esté atravesada por imágenes de militarización, vigilancia, castigo y delación, que, aunque no se nombren como dictadura, resuenan persistentemente en el trasfondo de toda escena. La adolescencia más que una etapa del crecimiento es un territorio ocupado. La necesidad de experimentar es así una amenaza al orden. De allí que el cuerpo adolescente sea el principal blanco del control: debe permanecer uniforme y silente. Por eso los capítulos más incisivos de la novela son aquellos donde el cuerpo irrumpe: el vómito colectivo en un campamento, el llanto en clase, el striptease de un compañero, la repugnancia frente a la comida, la serie indefinida de ascos. Figueras narra esos momentos con precisión fisiológica, como si cada síntoma corporal fuera una grieta en el sistema.

Uno de los aprendizajes fundacionales del protagonista es que no siempre gana quien tiene mejores cartas, sino quien miente con mayor destreza. Aprender a jugar al truco, tal como se lo enseña un compañero más astuto, no es solo un pasatiempo de recreo: es una lección sobre el lenguaje y sobre la vida misma. El truco no premia la verdad, sino la convicción con que se sostiene una falsedad. Saber decir “quiero vale cuatro” con un seis y un cinco en la mano -lo que significa, entonces, saberse vulnerable y aun así redoblar la apuesta- es el verdadero aprendizaje de la novela.

PLAN DE EVASIÓN

Este aprendizaje no se limita al juego: atraviesa todo el recorrido del protagonista dentro del colegio. Allí también se juega al truco, pero con otras reglas: el maestro miente su vocación, el cura falsea el deseo, los compañeros adulteran su fe.

Alrededor del protagonista desfilan figuras de la escuela: docentes patéticos o autoritarios, curas que enseñan castidad con torpeza bíblica, compañeros crueles, cómplices o brillantes, todos retratados con una mezcla de sarcasmo y ternura. En esa galería, hay dos figuras que sobresalen: Palito, el tutor joven que fracasa en su intento de acercamiento progresista, y Froilán Aramayo Chalar –Froi-, el amigo culto. Este personaje es lector de mitología, desencantado, y se presenta como espejo posible: una inteligencia que elige el abismo antes que la domesticación.

Froi es, además, el corazón trágico de la novela. Su historia no sigue la curva de iniciación escolar, sino el desvío hacia lo irrecuperable. Primero es un chico raro, lector de ciencia ficción, marginal y magnético, que observa el mundo con lucidez precoz y desencanto radical. Pero a medida que la novela avanza, su figura se oscurece: deja de ir al colegio, se enferma, reaparece brevemente, y desaparece del todo. No hay una escena explícita sobre su destino, pero el narrador -ya adulto- dice que Froi eligió no participar en un sistema regido por la obediencia, el miedo y la impostura. 

La progresión de la voz narrativa a lo largo de los cuarenta y ocho capítulos, que sostiene su timbre a pesar del paso del tiempo, es uno de los mayores logros del libro. Esta voz no busca brillar ni se aferra a la épica o la solemnidad, pero posee una inteligencia emocional capaz de saltar del sarcasmo a la ternura en una sola frase.

Hay algo de crónica generacional, algo de ensayo íntimo, algo de teatro del recuerdo, pero lo que predomina es una lucidez sin cinismo, una ética de la mirada que evita la nostalgia y la crueldad.

En esa mirada se condensa el punto máximo de Valecuatro: el humor, que funciona más como táctica de resistencia que como adorno o siendo parte de un plan de evasión. La risa del protagonista -y la del narrador adulto que lo rememora- no anula el dolor, sino que lo revela. No lo oculta, le confiere nuevas condiciones de legibilidad. La escritura desempeña un papel sustancial en todo el proceso narrativo, porque no es tan sólo un medio expresivo, sino que se planta como vector de conservación de la experiencia vivida. El narrador recuerda una temprana vocación literaria estimulada por las composiciones escolares, que lo lleva luego a escribir cuentos de ciencia ficción y a encontrar ahí mismo una vía de escape.

En esta novela, la política argentina no es doctrina o discurso, sino un campo minado de silencios. El narrador recuerda el modo en que los temas políticos estaban ausentes tanto en la escuela como en las casas y cómo la política no integraba la discusión pública​. El mandato era callar, no preguntar y por ende no saber. Y si el colegio ya era un espacio de domesticación emocional, el entorno social amplificaba ese adiestramiento con una pedagogía del terror. La novela no es un fresco político tradicional y lo decisivo sucede en un fuera de campo. La represión, la proscripción del peronismo, el retorno de Perón, la Triple A y el golpe del 76 son objeto de rumores, de titulares que se pierden en la prensa periódica y signos difusos de una violencia latente. “Ya se hablaba de un golpe, era un secreto a voces”, recuerda el narrador, que a sus catorce años creía que las dictaduras eran “lo más normal del mundo”.

Si Valecuatro narra un proceso de formación, lo hace también a través de una cuidadosa reconstrucción de las costumbres que marcaron la adolescencia en la Buenos Aires de los 70. No se trata solo de referencias ambientales o guiños nostálgicos, sino de una verdadera cartografía afectiva, donde cada práctica adquiere un peso narrativo. Las formas de reunión, los modos del deseo, los códigos de la amistad, las cosas del querer, todo eso aparece filtrado por la mirada adulta que vuelve sobre los gestos fundacionales de su generación. Entre los ritos iniciáticos más significativos, los “asaltos” ocupan un lugar central: esas reuniones informales en casas de compañeros, donde se bailaba, se compartía comida y discos, y se jugaba a ensayar la entrada al mundo adulto desde los bordes de lo permitido. Figueras, además, anota con delicadeza algunas marcas de época: los casetes de Sui Generis como puerta de entrada al malestar social; las excursiones a quintas que combinaban pileta, truco y descubrimientos musicales; el uso restringido del teléfono fijo como territorio amoroso; la circulación de revistas, códigos de vestimenta y cortes de pelo.

Al término de esta aventura de aprendizajes, no hay moralejas ni revanchas. Lo que queda es una jugada maestra: la decisión de seguir apostando, incluso cuando el mazo parece estar en nuestra contra. Como el protagonista, que aprende a mentir para sobrevivir en el truco de la vida, el narrador de Valecuatro sabe que crecer no es ganar, sino repartir de nuevo, jugar de otra manera. Y escribir, al fin y al cabo, se le parece mucho: es un acto de invención que va de la mano de la astucia y la belleza, del riesgo y la ternura, de la mentira y la revelación. “Quiero vale cuatro” está más allá de ser una fórmula del juego porque es una ética de vida, una declaración de principios: aunque no tenga las mejores cartas, aunque me tiemble el pulso y se me corte la voz, sepan todos que yo voy a ir hasta el final.