Desde Ecuador

Imaginar un paisaje despoblado de extractivismo es una tarea difícil para mí. Hago el ejercicio de cerrar los ojos para recrear el trayecto desde la casa de mi abuela cerca del centro de Esmeraldas hasta la antigua casa de mis padres al sur de la ciudad, aparecen los mecheros a lo lejos, toda la infraestructura petrolera hiriendo las imágenes de mi cabeza. Abro los ojos y se notifica otro derrame de crudo, pienso, ¿los ríos pueden volver a vivir?, ¿hay posibilidad de que nazca vida después del paso del petróleo?

Hay conversaciones que resultan reveladoras, estoy en Quito comiendo con Marianeli Torres [Coordinadora de la CCONDEM (Corporación coordinación nacional para la defensa de los manglares)] y otras colegas por motivo de la apertura de la Escuela Rizoma, una iniciativa de trabajo con mujeres pescadoras de estuario y recolectoras de recursos en el manglar, que además son las guardianas vivas de lo que queda de este ecosistema, lo que aún no ha ocupado la industria de las camaroneras y la empresa extractiva de turno. Le comento a Marianeli que me molesta la narrativa que dicta el algoritmo donde incluso algunas personas se refieren a Esmeraldas como un territorio sin suerte, es la ausencia estatal y la extracción masiva de recursos lo que nos destruye.

Ella me mira y me dice que no, que no hay ausencia estatal en la provincia verde, sino todo lo contrario. Hay una presencia perversa del Estado en Esmeraldas, un saqueo de recursos y una intención directa de exterminio. Esto yo también lo había pensado, pero qué decisivo ha sido escucharlo a través de la voz de ella, que, además ha habitado con afecto la isla de Muisne.

Cuenta las estrategias que han tejido los isleños del sur de la provincia para no dejarse desplazar, recrea el proceso de resistencia festiva cuando en el terremoto del 2016 el Estado quería que los muisneños desalojaran su estuario. Un desalojo que, como suele pasar en nuestra provincia, siempre es para los nativos, porque el turismo y las nuevas empresas macabras se instalan como si nada. Siempre hay quien se beneficia de nuestro miedo y del despojo constante de los territorios ancestrales y comunales.

La fiesta es y ha sido un espacio de sostén de la vida, no lo es todo, lo sabemos, pero es parte esencial del ethos esmeraldeño. Es tal vez el germen de libertad donde se cocina un futuro posible, una ruta para la insurgencia insospechada argumenta otra vez Marianeli y algo de ese paisaje, territorio herido que mana sangre negra a través de oleoductos que hieren el mar, el estuario, las quebradas que quedan, el agua que en todas sus formas mantiene la vida no solo humana, acontece en la capital deshaciendo la neblina.

Es tal vez por eso que como esmeraldeños tenemos un vínculo fuerte con el goce y los rituales de cuidado. Ser esmeraldeña, pienso, es saber que no hay revolución sin un cuerpo descansado. La potencia creativa con la que nos hace ser frente a la frontera del no-ser que nos adjudican, a pesar de la ocupación estatal que nos expulsa, nace de la importancia del ocio que reclaman los esmeraldeños.

Más allá de que el video de Dançalo del cantante Jombriel (famoso artista urbano ecuatoriano) sea una puesta en escena ideada por un creativo y con fines comerciales como lo es, en fin, todo género musical urbano, en este video el espectador se enfrenta a una punta de iceberg, una muestra pequeña de la potencia a la que me refiero. En Esmeraldas, en las zonas más alejadas del centro y las nacientes ciudadelas vigiladas, en las barriadas inatendidas reverberan todas las diásporas negras posibles y utilizo la palabra reverberación porque en estos asentamientos humanos no se teoriza sobre ellas. Muchas veces se las desconoce de forma científica e histórica, pero se las escucha a todo volumen: el oído musical del esmeraldeño es su atlas y mapa con el que transforma las sinuosidades del mundo en potencia, nunca en poder.

Nunca va a dejar de sorprenderme que, el Ecuador celebre a los mismos cuerpos que sistemáticamente desea eliminar. Los futbolistas, los artistas del dancehall y otros deportistas, todos afrodescendientes, negros, marrones, morenos, mulatos, barrializados o como sea que ellos se autodenominen, son estandarte patrio siempre y cuando sean exitosos.

El precio de la nacionalidad ecuatoriana, o más bien el reconocimiento por ese estado-nación es la excelencia absoluta, es por ello que, si por motivos propiamente humanos este cuerpo falla, es decir su cuerpo incurre en alguna desterritorialización que le impida alcanzar las metas deseables, cuestión que puede acontecerle a todo cuerpo por humano, inmediatamente recae sobre él toda la deshumanización posible. Pienso en Segundo Castillo (actual entrenador del Club Barcelona de Ecuador) siendo ridiculizado por su vestimenta en la red social X y otros insultos donde, por supuesto, su cuerpo negro es la base de la cosificación y el escarnio público.

Ayer en una reunión de un nuevo proyecto curatorial artístico al que invité a varias compañeras barrializadas e isleñas que tienen al agua de los estuarios o ríos como territorio creativo dije que, si por alguna razón una bala encuentra mi carne por accidente, cosa bastante posible en un país donde el número de asesinatos y las mal llamadas víctimas colaterales suceden a diario y en cantidades alarmantes, estoy segura de que mi integridad sería puesta en duda. No importa si soy investigadora, escritora, si me gané un fondo con un proyecto que escribí y que justamente por eso mi cuerpo estuviera en esa calle, en ese momento cuando la bala o las balas lo alcancen por error, soy ante todo primero un cuerpo negro. Y como cuerpo negro mi integridad, mi humanidad y sobre todo mi honestidad estará puesto en duda.

La autora brasileña Lubi Prates en su poemario Un cuerpo negro lo dice mejor que yo.

Hablo por mí y tomo estas experiencias a las que me expongo con mis sentidos alertas y con el cuerpo negro con el que transito el territorio donde me tocó nacer, pero entiendo y me identifico a veces con esa sensación de apatridia que experimentamos algunos cuerpos afrodiaspóricos después de la desaparición forzosa, asesinato y tortura de los cuatro niños de las Malvinas. Saber que ese momento fue utilizado como imagen aleccionante para nosotros y entender que a partir de ese evento/herida abierta aún que considero un quiebre que pauta un antes y un después del sentido mismo de democracia en este país, genera un sentimiento de desconsuelo, como animal abandonado a su suerte. Un acto así me hace todo el tiempo reflexionar en mi decisión de permanencia en Ecuador, como si intentar construir un proyecto de vida en mi territorio fuese un error que puede costarme la vida.

Pienso una y otra vez en la violencia de tener una nacionalidad que te obliga a irte, a moverte e incluso a no poder ejercer tu profesión con garantías mínimas, como el derecho a vivir. El derecho a que no te arrebaten la vida.

Esta escritura es también un ejercicio de autopreservación, de ir tanteando un lenguaje que oscile el daño de mi paisaje herido a balazos, dañado una y otra vez por la extracción de petróleo, la minería ilegal, el narcotráfico y la trata de niñas.

Ejerzo este lenguaje que intenta moverse sinuoso como una quebrada infecta de metales pesados, para idear una lengua que pueda hallar poesía en medio del desastre. Encontrar belleza en mi paisaje herido es quizás mi tarea de supervivencia, mi proyecto de tejido y la estera que zurzo a diario para insistir y habitar la estética a la que le apuesto insistiendo en el futuro.