En una sobremesa con amigos, a la hora del divague, pregunté a uno de ellos cuál es el gran cambio tecnológico que viene. Después de todo, este amigo es el más “tecnológico” de todos, y ya a fines de los años 80 nos anticipó algo increíble: que en un futuro cercano cada uno dispondría de un teléfono personal y portable del tamaño de una tarjeta.

En este diciembre de 2017 dijo: “Se viene un cambio de la vida. Las tecnologías digitales y la robótica ya están reemplazando el trabajo humano y pronto habrá millones de trabajadores que sobran”.

Otra amiga, muy macrista, terció: “Hay que convivir con ese cambio que no se puede parar. Intentar frenarlo es como querer impedir la lluvia”.

La idea del reemplazo de los seres humanos por las máquinas se instaló en la mesa, y confieso que la cena se me volvió menos digerible.

Un mundo con millones de seres humanos sobrantes es la peor de las pesadillas.

Recordé que yo había provocado el tema, esperando que el amigo “tecnológico” fuera nuestro oráculo. Pero dije que suponer que la capacidad tecnológica por sí sola transforme el mundo es subestimar el hecho de que la tecnología actúa en un contexto determinado, y su evolución y su impacto en el mundo social se ve afectado, impulsado y limitado por factores económicos, culturales, gremiales, políticos, sociales, etc.

A la mesa de amigos lo mío le sonaba a demasiada teoría. En cambio, la imagen pesadillesca de un mundo en que nadie requiera tu trabajo y hordas de menesterosos concurran a esperar el subsidio por inutilidad es más cinematográfica, tiene mucho más impacto.

Recordé otra cosa que me fastidia: el lugar común de que una imagen vale por mil palabras. Pero en este caso vale.

Quedaba consagrado en la sobremesa el mito del fin del trabajo. 

Desde luego que todo mito tiene alguna base real. Los arbolitos telefónicos reemplazan a las recepcionistas; los cajeros automáticos sustituyen trabajo de empleados bancarios; los trámites online reemplazan horas-hombre/mujer de oficinas públicas y grandes empresas. 

Hace más de 20 años lo anticipó el economista Jeremy Rifkin en su libro El fin del trabajo, y caminó por la misma senda Robert Reich, el ex secretario de trabajo de Bill Clinton. Pero hizo falta una publicista mucho menos académica y más eficaz para que el nuevo Apocalipsis quedara instalado en las ideas de la gente común: la novelista francesa Vivianne Forrester vendió millones de ejemplares de su libro L’horreur economique, donde, sin genuinos fundamentos, anticipa lo peor: sostiene que estamos entrando en un tipo de sociedad en que millones de trabajadores se vuelven innecesarios y, consecuentemente, están amenazados por un nuevo Auschwitz, es decir por el exterminio físico.

Ahora bien: ¿avalan los hechos este escenario de futuro instalado mucho más allá de aquella sobremesa?

Acudí a la visión internacional de dos progres: el periodista Vicenc Navarro, una de las voces muy críticas contra la derecha que gobierna España y sus medios amigos, como El País, y el economista Dean Baker, hombre situado a la izquierda del Partido Demócrata de EE.UU. Baker es codirector del conocido Center for Economic and Policy Research (CEPR) de Washington D.C., y ha cuestionado que la revolución digital –si es que existe– haya sido una gran causa de la destrucción de empleo en EE.UU.

Primero, que ha habido un aumento y no destrucción del empleo. Por otro lado, si hubiera ocurrido la pérdida, tendríamos que haber visto también un crecimiento muy notable de la productividad en ese país, cosa que no sucedió.

Baker afirma que en los últimos diez años el crecimiento de la productividad en EEUU fue muy bajo (solo un 1,4% al año), comparado con un 3% en el periodo de la posguerra, 1947-1973 (“la época dorada del capitalismo”). Y aquel gran crecimiento de la productividad estuvo asociado con un desempleo muy bajo y unos salarios muy altos.

Se pregunta Navarro: ¿por qué el gran crecimiento de la productividad en aquel periodo generó altos salarios y gran número de puestos de trabajo, y en cambio ahora un aumento de la productividad (que es mucho menor que entonces) estaría destruyendo muchos puestos de trabajo y produciendo salarios mucho más bajos?

Más aún, contra el mito, desde el año 2000 la demanda de trabajadores poco calificados y con salarios bajos ha sido mucho mayor que la demanda de trabajadores especializados y con salarios altos.

Cuanto apuntás a los hechos reales, no se confirma que los robots, la inteligencia artificial y la revolución digital sean responsables del enorme aumento de la precarización de la clase trabajadora.

Pero, dice Baker, son una buena excusa para desviar la atención de las verdaderas causas de la precarización de trabajadores: esas causas no son tecnológicas, sino políticas. Y surgen de las intervenciones públicas que realiza el Estado (muy influenciado por el gran empresariado).

Ejemplos contundentes son las políticas públicas dirigidas a debilitar a los sindicatos, medidas aplicadas desde los años ochenta que han afectado muy negativamente la calidad del mercado de trabajo, su estabilidad y sus salarios (Dean Baker, “The job-killing-robot myth”, 06.05.15).

En pocas palabras, lo que está causando la destrucción de puestos de trabajo y la precariedad del trabajo no es la revolución digital, sino la contrarrevolución neoliberal.

Mi amiga macrista de la inexorabilidad de la lluvia tal vez ignore que tiene la misma visión sobre la futilidad de los trabajadores que Cristiano Rattazzi, que en los años 90 de Menem desmanteló sin culpa miles de puestos de trabajo de la FIAT local para trasladarlos a Brasil. 

Pero la idea de trabajadores que sobran disciplina más que cualquier otra. Busca convencer de que el trabajo, lejos de ser la fuente de creación de riqueza de la que se apropia el capital, es una gracia que conceden los patrones, sometidos ahora a una competencia feroz que los obligará a dejar en el camino a muchos trabajadores para que la revolución que no se puede parar no los obligue a cerrar sus negocios.

No es azaroso que en una sobremesa porteña de este diciembre de reformas laborales, previsionales y tributarias haya irrumpido la “inevitabilidad” del Apocalipsis del trabajo.

El peligro de comprar los finales de ciclo.