Agitar la memoria para que algo adormecido en sus ramas salga volando, como sugiere la poeta polaca Wislawa Zymborska, es el primer movimiento para aspirar a recobrar, a través de minúsculos fragmentos o imágenes, ciertas escenas o momentos de la infancia en una localidad del oeste del conurbano bonaerense lindante con Campo de Mayo, en los años 70. En la novela Bella Vista (Planeta), la psicoanalista y escritora Damasia Amadeo reconstruye la vida en la casa familiar de una sola planta, que se levantaba “discreta y rectangular” en una esquina, entre una calle de asfalto y otra de tierra, donde vivió durante catorce años. La materialidad íntima de esa voz recrea ese mundo como si fuera el marco tallado de un autorretrato colectivo. La primera persona, desde la distancia temporal de la adulta que intenta darle nitidez a vagos recuerdos infantiles, recupera las experiencias vitales a través de la hondura narrativa que surge de las aguas indómitas de la ficción.

La narradora maneja con soltura los hilos de una narración que requiere un “encuadre” contextual cuando, por ejemplo, menciona que dos temas podían resultar problemáticos para los habitantes del Gran Buenos Aires en los años 70: el agua (que escaseaba) y el teléfono (resultaba casi imposible conseguir una línea en las casas). La tensión entre madre e hija se revela por dos versiones sobre las minucias higiénicas del pasado: la hija afirma que se bañaban solo los domingos a la noche; según la madre, todos los días. “¿Los recuerdos tienen dueños, propietarios, habría que pensar el recuerdo como una escena teatral y dividirlo entre protagonistas y personajes secundarios? Porque mi madre habrá acumulado otros recuerdos de aquella casa y de nuestros hábitos, en tanto en el del baño yo era protagonista. O quizá ella no quería admitir un solo baño semanal. ¿Aceptarlo le habría parecido una falla en su rol de madre, una insuficiencia higiénica insalvable? Yo no veía nada malo en que el baño fuera los domingos -reconoce la narradora-. Es más, tiene su lógica: al día siguiente empezaba una nueva semana y los niños debíamos recibirla limpios e ir a la escuela como corresponde”.

Amadeo integra la Escuela de la Orientación Lacaniana y la Asociación Mundial de Psicoanálisis; es directora de la colección de psicoanálisis Tyché, de la Editorial UNSAM-Edita, y de la editorial Pasaje 865. Publicó El adolescente actual: nociones clínicas; Bullying, ni-ni y cutting en los adolescentes. Trayectos del padre a la nominación; De lo escrito a la escritura. Mi fin de análisis y el pase; y Diario desde el balcón, su primer libro de ficción. Desde el comienzo de Bella Vista, que está organizada en diez capítulos, la narradora extiende la bandera de la ficción hasta el final, cuando se mudan del conurbano a la capital: “Evocamos la infancia con la memoria y la imaginación, casi por partes iguales”, dice como si reescribiera a partir de la resonancia de la famosa frase del psicoanalista Jacques Lacan, que postula que “la realidad tiene estructura de ficción”.

La familia --padre, madre, cuatro hijos y el abuelo del Citröen, un coche que “estaba en el camino intermedio entre un auto de verdad y otro de juguete”-- se desintegrará con el divorcio de los padres, separación que desbarató la rutina y tuvo consecuencias económicas: la madre de la narradora salió a trabajar; el padre repartía su tiempo entre el trabajo de funcionario en el ámbito de los tribunales y un vivero en San Antonio de Areco; dejaron de tener empleadas en la casa y ella y sus hermanos se quedaban solos hasta las cinco de la tarde, cuando el abuelo llegaba para la merienda.

El miedo, la emoción más antigua, emerge a través de la sentencia de los adultos sobre la prohibición de hablar con extraños. La niña, que entonces tendría siete u ocho años, sintió un escalofrío helado que le recorrió el cuerpo cuando fue rodeada por un puñado de hare krishna con sus trapos anaranjados. Para esta narradora asustadiza y curiosa, la dictadura cívico militar se despliega en los “pequeños” detalles; en un viaje la policía detuvo el colectivo y los hizo bajar a todos. El temblor sutil de la mano de su madre la puso en alerta: aunque ellas volvieron a subir y el colectivo arrancó, perdió de vista a los pasajeros que se habían bajado y ya no subieron. El mundial de fútbol del 78 dividió las aguas: el padre se negó a ir a los festejos; los demás, la madre y sus cuatro hijos, se subieron a la camioneta de un vecino y rumbearon hacia la plaza principal para festejar eufóricos. Lejos del gesto de edulcorar lo experimentado, esquiva la nostalgia con atisbos de ironía, cuando insinúa que como no había varones en el juego de la casita ella y sus vecinas fueron “pioneras” de las nuevas formas de constituir una familia.

Las versiones, a veces, son el aceite que salta de la sartén del pasado y puede lastimar la frágil piel de la memoria. La narradora confiesa que le impresionó saber que en plena dictadura militar, por una discusión menor, su abuela materna decidió vengarse y denunció a su hija, es decir a la madre de la protagonista, por guerrillera. El asunto no pasó a mayores. El comisario conocía a la denunciante (una mujer que perdió a su hijo de cinco años a raíz de una grave enfermedad), que terminaría internada en un psiquiátrico, donde ella había elegido pasar el resto de sus días, según establecía el relato que recibieron los más chicos de la familia. Se reconstruye el pasado cuando se cuestiona radicalmente el punto de vista ajeno, el de la madre, que la narradora creyó que era el propio (aunque no le pertenecía), y se lo reinterpreta con las luces y sombras de nuevas preguntas.