Ahi estaba, medio ajado en una mesa de saldo, con una tapa mal hecha de libro autopublicado. Adentro, sellos de una escuela de Berazategui, que alguna vez lo tuvo en su biblioteca. Un libro tan olvidado como su asunto. "La guerra olvidada: Argentina en la guerra del Congo", de un tal Carlos Eduardo Azcoitia y con una presentación de Arturo Frondizi. Y adentro la notable historia del primer gran operativo de las Naciones Unidas, que resultó también la primera vez en que los cascos azules tuvieron que combatir. Si lo que cuenta Azcoitia se ve bajo su punto de vista, si una tripulación argentina piloteando un avión pintado de blanco vuelve de milagro y con la nave cribada a balazos, el Congo de 1961 fue el bautismo de fuego de la Fuerza Aérea.
Y si no fue eso, fue una peripecia notable.
Azcoitia se retiró como comodoro y cuenta, varias veces y orgulloso, que llegó a las seis mil horas de vuelo, que es como miden la vida los pilotos. Arrancó volando biplanos Fokke Wulf de madera y tela, y llegó a manejar jets, pero en el Congo hizo 350 horas de vuelo con los viejos C47, los que uno ve en las películas tirando paracaidistas sobre la Francia ocupada. En septiembre de 1960, la Argentina de Frondizi aceptaba participar con grupos de pilotos en esa novedad de una intervención international. El Congo era belga, los belgas no lo querían soltar y cuando el mismo Consejo de Seguridad les ordenó irse, se les ocurrió una maldad que hizo historia. La independencia pasó enseguida a ser guerra de secesión cuando las empresas mineras declararon la provincia de Katanga república libre, la llenaron de mercenarios internacionales y hasta le crearon una fuerza aérea que llevaba como insignia la frase Federación Minera Belga.
Ese fue el comienzo de la guerra más larga del mundo, que todavía dura en ese castigadísimo país y tuvo momentos con tantas manos en el plato que llegaron a declararla la tercera guerra mundial. El mundo de 1960 todavía mostraba un Africa pintada de rojo imperial británico o azul francés, la descolonización era una novedad frágil y la ONU hizo un gesto potente para apoyarla. Azcoitia aterrizó, literalmente, en medio de esta guerra en el segundo semestre de 1961 en un grupo de diez oficiales y quince suboficiales que llegaban a relevar la primera tanda de argentinos.
Como esto es una historia argentina, no puede faltar la mancha, que en este caso es enterarse de que el comandante de los argentinos era el brigadier Orlando Cappellini, que en 1975 se alzó en armas y le exigió a Isabel Perón que renunciara. No queda claro en qué andaba pensando el brigadier por esos años -aparece poco y en general piloteando o mandando a pilotear- pero una década más tarde ya era un referente "nacionalista" y formaba el Comando Cóndor Azul para voltear a la viuda.
Los argentinos llegaron y se encontraron con que en todo el país había exactamente un aeropuerto con algo parecido a radio faros o guías de navegación. El resto era a ojo, mapa en la falda y con suerte alguien que contestara la radio. La meteorología era asomarse a la torre, mirar el horizonte y peludear con el clima ecuatorial, que es el más inestable del mundo. La primera reunión de instrucción quedó grabada: nunca aterricen en la selva, no vuelven más, y nunca vuelen de noche, que no vuelven más... El único piloto impasible era uno acostumbrado a Formosa, donde también hay un cerrado tropical y a veces alguien atendía la radio.
Otra orden fue más informal, pero importante, y era de la de evitar a toda costa el menor conflicto con los locales. "El blanco siempre tenía la culpa", escribe Azcoitia, "y los linchamientos eran frecuentes". El piloto, sorprendentemente, justifica la actitud y escribe una larga crítica al desastre que dejaron los belgas en el país, que justifica cualquier bronca. De todos modos, cuenta que una vez pasaron un semáforo en rojo y los corrieron dos cuadras para fajarlos.
La primera noche en Kinshasha, que todavía se llamaba Leopoldville y todos le decían Leo, la pasaron en un chalecito que les asignaron. La cuadra tenía custodia, un grupo de locales armados con arcos y flechas que avisaron que no tenían problema en usar si llegaban ladrones. La casita -que el fascinado autor detalla tenía dos árboles de mango- se usaba poco y nada porque los argentinos terminaron recorriendo medio país llevando cargas y haciendo base en el pueblo que les tocara. Gradualmente, los nuestros terminan abriendo los ojos hacia cosas como la calidad de ejércitos como el malayo, el indio y el etíope, la capacidad de los mecánicos griegos y la incompetencia general de, reíte, los suecos.
Al principio, el relato tiene la rutina de vuelos donde uno hasta aprende a calcular cuánto combustible usar un C47 por hora, y un anecdotario que le hubiera gustado al gordo Soriano. Está el soldado congolés que quiere cambiar su Kalashnikov por una brújula -los argentinos no pueden creer que no entienda que el arma no es suya sino de su ejército- y el muchacho que todas las mañanas aparece en la pista y le ofrece comprarle el reloj a Azcoitia, y siempre promete pagar al día siguiente. Un día que van a Leo le compran un reloj de regalo y, como habían apostado, el muchacho lo acepta y se esfuma para siempre. Los pilotos compran lanzas, se acostumbran a usar cigarrillos como moneda, se arreglan para entrenar a un cocinero para que haga milanesas y hasta se traen colmillos de elefante, comprados en un galón deprimente que contenía cientos de piezas de marfil todavía con sangre.
En el camino aprenden que no hay que molestar a las hormigas bajo ningún concepto, porque si se enojan son capaces de destruirles la casa, y que no hay que extrañarse de encontrar, de un día para el otro, un nido de cuervos en un motor o un panal feroz pegado al fuselaje. El mapa tiene destaques para el pueblo donde un italiano hace buenas pastas, el otro donde hace menos calor y el hotel lo lleva un portugués chinchudo pero eficiente.
Pero después la historia se pone seria, porque los katangueses empiezan a ganar batallas y atacar los pueblos principales. La misión cambia a volar bajo fuego y hasta de noche, para evitar la artillería antiaérea, y los argentinos se sienten blancos fijos ante los Fouga Magister, rápidos y armados, del enemigo. Azcoitia elogia a un sueco -uno solo- que tenía una cinta adhesiva durísima y le emparcha un ala perforada a balazos. Un buen día salen de una nube y se les pone a la par uno de los jets katangueses, que los acompaña un trecho. La tripulación se congela y el copiloto es el único que tiene la sangre fría de saludar al enemigo. Ahí ven que el mercenario devuelve el saludo y se aleja.
En algunas bases duermen como pueden entre los morterazos, en otras no hay bombardeo pero la única comida es arroz con un picante feroz. Los argentinos se acostumbran hasta al charque de mono y las termitas asadas, crocantes pero sin mucho sabor, pero no a los gusanos blancos. La tripulación anda siempre armada con una colección de cuchillos, pistolas, una Halcón automática y hasta una pequeña ametralladora plegadiza conseguida en algún trueque.
Un día aterrizan en la pista equivocada, un fallo de navegación por la niebla que tapa el piso. Inmediatamente son rodeados por una milicia bien armada y malhumorada, que les roba toda la carga a punta de fusil y quiere quedarse con un rehén para que vuelvan con más comida. Azcoitia, tenso pero astuto, logra convencerlos que el avión no puede volar si no tiene la tripulación completa. Curiosamente, el único momento en que los argentinos abren fuego es cuando llegan a una zona diamantífera en Tshikapa y un jeep de mercenarios blancos llega y les ordena desnudarse para comprobar que no están robando gemas. Azcoitia sale del avión con la Halcón y les larga una ráfaga por encima de las cabezas, los desarma y, para humillarlo, le ordena al comandante que se desnude él. Desarmados, los mercenarios se tienen que ir mientras los nativos se quedan riéndose de los calzoncillos del jefe, blancos con rayitas rojas. Esa página todavía tiembla de bronca...
No fue el último encuentro con mercenarios. Los argentinos estaban en Elizabethville -Elisa- cuando los katangueses atacaron por sorpresa. Azcoitia todavía se preguntaba cómo hicieron para llegar al aeropuerto, donde estaban sus aviones y que era la base central de la ONU. Los cascos azules decidieron contraatacar y le encargaron a los etíopes, las mejores tropas del lugar, encargarse como prioridad de los enemigos blancos, pocos pero disciplinados. Los etíopes los barren y la siguiente tarea de los argentinos es llevar a 25 prisioneros, incluyendo un "coronel" europeo que insiste en que le saquen las esposas por ser un oficial. Azcoitia le indica a la custodia etíope que los maten sin dudar si se amotinan durante el vuelo.
Azcoitia tardó una vida en escribir su historia y la publicó recién en 1994, medio que por insistencia de sus hijas. Cuenta al final que nunca les dejaron usar su medalla de la ONU ni su insignia de servicio en el Congo, que en viajes posteriores vio en uniformes de otras naciones. La guerra de Katanga terminó con el asesinato de Patrice Lumumba: en vez de llevarse la provincia más rica, las mineradoras se quedaron con todo el país. Habían encontrado su herramienta, Mobutu Sese Seko, que fue dictador vitalicio de 1965 a 1997.