Hace unos días se cumplió un año más de la partida de quien mejor retrató el impacto subjetivo de lo sociopolítico durante los años del menemismo y de De la Rúa. Es una de las imprescindibles, Silvia Bleichmar, quien varias veces publicara notas en este diario.
Nacida y criada en el sur del interior bonaerense como otro grande, el pigüense Fernando Ulloa, fue psicoanalista, socióloga y fundamentalmente maestra de muchos. Y no solo por haber egresado de la Escuela Normal de Bahía Blanca, sino por todo lo que enseñó sobre teoría psicoanalítica y posicionamiento ético y político a partir de una oralidad y una escritura incisiva e implicada con su tiempo. Asidua participante de programas radiales de aquellas épocas, y autora entre varios libros de “La fundación de lo inconciente”, “La subjetividad en riesgo”, y del imprescindible “Dolor país”, que en 2002 sorpresivamente se transformó en un éxito de ventas y que conviene volver a leer en estas épocas.
Cirugía mayor sin anestesia, se jactaba el presidente riojano hace más de treinta años. Y de la mano de la convertibilidad, convencía a propios y ajenos de que habíamos llegado al primer mundo y que había que subirse al carro de los ganadores. Era la caída del muro y la del llamado “socialismo real”, y fue un auténtico tembladeral planetario que clausuró el siglo XX una década antes, al decir de un importante historiador.
Se podría decir que actualmente vivimos la segunda oleada de la otrora tan mentada globalización, pero con un mayor impacto en nuestras vidas cotidianas. Se habla de la pantallización de la existencia y del pasaje del mundo de lo manual al dominio de las yemas de los dedos. Y de muchas cosas más, que el tiempo dirá si son modas pasajeras o certeras formas de nominar la realidad existente.
Lo cierto es que hoy volvemos a estar más perdidos que turco en la neblina. Porque si en los '90 nos extirpaban algún órgano con dolor, la sensación actual es que nos amputan miembros sin que siquiera duela, o al menos sin reaccionar. Mientras, el amputador “mandado por el poder dominante” se jacta en los escenarios del mundo, señalando que nos entregamos mansamente, "como me entregué al botón” al decir del tango.
Algunos hablan solo de riesgo país, que volvió a aparecer aunque los economistas estrellas del gobierno sean de la misma banca que lo propicia. Pero lo preocupante es que sabemos que en algún momento aparecerá el dolor social en toda su dimensión, generado bajo novedosas formas de sadismo y crueldad.
Bleichmar vivió exiliada en México durante la dictadura y expresó como pocos que la indiferencia es otra forma de la crueldad, surgida de la postulación de que el sufriente había dejado de ser nuestro semejante, como ocurre en Gaza, como ocurre en cada esquina de las grandes ciudades de nuestro país, con las personas en situación de calle y tantos crecientes desposeídos. El “dolor país” se medía según una ecuación donde se conjugaban las variables de la cuota diaria de angustia y privaciones al divino botón que se les pedía principalmente a los sectores populares, y de la insensibilidad profunda de los gobernantes, quienes deberían buscar otras salidas. Resumiendo, demandas brutales de sacrificio junto con exhibiciones de un goce que en aquellos tiempos, incluía la ostentación de riqueza.
También nos hablaba del “malestar sobrante, como esa cuota que debemos pagar más allá de las necesarias e imprescindibles renuncias que toda vida social impone. (…) Y está dado por el hecho de que la profunda mutación histórica sufrida en los últimos años deja a cada sujeto despojado de un proyecto trascendente que posibilite avizorar modos de disminución del malestar reinante. (…) Es la esperanza de remediar los males presentes, la ilusión de una vida plena cuyo borde movible se corre constantemente lo que posibilita que el camino a recorrer encuentre un modo de justificar su recorrido”.
No podemos saber qué nos estaría diciendo Silvia si estuviera acompañándonos en estos aciagos días. No sería muy distinto a lo que nos legó. Seguramente nos empujaría a los intelectuales, una vez más, a hacernos cargo de nuestra tarea, como lo hiciera otro imprescindible, Rodolfo Walsh. A “no ser una contradicción andante y tener un lugar en la antología del llanto, sino en la historia viva de nuestra tierra”. Ella decía que “tal vez, la tarea de los intelectuales consista en la recomposición de las vías para evitar que el malestar sobrante que acompaña el sufrimiento que hemos denominado dolor país devore su pensamiento, en la posibilidad de instrumentar nuevas preguntas con respeto por la historia pero sin que la nostalgia por el pasado o la reificación del presente inunde las posibilidades creativas”.
Porque nadie sabe cómo se saldrá del berenjenal actual. Y ni siquiera si las mayorías populares desean hacerlo rumbeando a una lógica que vuelva a propiciar la solidaridad y la igualdad como valores fundamentales que podrían reinstalar el lazo social y al semejante, incluyendo también la imprescindible mejor distribución de la riqueza. Habrá que seguir insistiendo en ello porque, como dijera Don Atahualpa Yupanqui, aún se trata de “que naide escupa sangre para que otro viva mejor”.
Para no desmayar en la tarea, no hay nada mejor que releer a Silvia. En 2006, publicó otro libro imperdible, “No me hubiera gustado morir en los ´90”, bellísimo título que habrá que parafrasear dentro de unos años por estos tremendos años '20 que estamos atravesando, que vivimos como podemos mientras nos atraviesan.
“Dolor país y después” se reeditó en 2007. En ese imprescindible “después” del título ella agregó un par de capítulos, alguno escrito desde su lecho de muerte y anticipando su partida definitiva a sus escasos sesenta y dos años. Es como si no pudiera parar de hablarnos, de animarnos a fundar lo que vendría, mientras en esos años íbamos logrando superar la desesperación sin haber caído en la desesperanza, aquella que quiebra la noción de futuro pretendiendo reemplazar la felicidad en tanto realización personal y colectiva por el goce individual inmediato. En el prólogo nos recuerda un viejo dicho que dice que “las viudas que fueron felices, se casan de nuevo o arman nuevas parejas”. Y postulaba que “el que nunca se enamoró no va a sufrir, pero tampoco va a disfrutar. Yo creo que la capacidad de seguir soñando, apostando a la esperanza, es lo único que nos puede sacar de la sensación terrible de desaliento histórico que hemos atravesado”.
El problema es político, sin dudas, pero fundamentalmente es de posición subjetiva, en parte existencial. Quizás si logramos asumir la viudez volveremos a enamorarnos, solo deberemos persistir para que no se imponga el olvido de aquellos tiempos felices que alguna vez hemos vivido.