Frantz Fanon llegó a ver publicado Los condenados de la tierra -el libro que durante un tiempo puso su nombre en la lista de los más amados y los más odiados- apenas unos días antes de morir de cáncer, en diciembre de 1961. Tenía 36 años. Mientras lo estaban velando en los Estados Unidos, la policía francesa retiraba de las librerías parisinas los primeros ejemplares. Los condenados... era, de algún modo, su legado de acción política-intelectual a la humanidad, aunque la causa concreta que atravesó su breve vida adulta demoró su resolución más de la cuenta y celebró el triunfo sin su presencia física: siete meses después, en julio de 1962, Argelia declaraba la independencia de Francia.
Desde entonces, el aura de Fanon estimuló las pasiones que dominaron las décadas de los sesenta y setenta, pero su figura siguió siendo tan esquiva como en sus mejores tiempos de lucha. Guiado por la tentación de descifrar la complejidad del personaje, Adam Shatz escribió La clínica rebelde. Las vidas revolucionarias de Frantz Fanon, un libro apasionante publicado por Penguin Random House. La edición fue oportuna, en principio, porque recientemente se cumplieron 100 años del nacimiento del activista y teórico antillano. Pero también -acaso fundamentalmente- porque todo lo que representó Fanon está en las antípodas de los vientos que soplan hoy.
Es probable que aún después de su impresionante investigación histórica, el escritor y editor del London Review of Books no haya logrado despejar todos los interrogantes que despierta la personalidad de Frantz Fanon. En cambio llegó a plasmar con talento narrativo los claroscuros de una mente brillante y un espíritu atormentado (con el posible cruce de asociaciones, porque Fanon fue, también, una mente atormentada y un espíritu brillante). Un mérito mayor -o adicional- se desprende del trabajo de Shatz: su búsqueda biográfica es la plataforma para exponer un notable fresco de la efervescencia ideológica en la segunda mitad del siglo XX.
¿Dónde radica la fascinación que genera la figura de Fanon? Quizás en la imposibilidad de trazar una rutina lineal que siga su vida. Porque su condición de psiquiatra y revolucionario, así como su doble naturaleza de escritor y hombre de acción, abren la puerta a otras aristas que complican el armado de un estereotipo. Se puede empezar contando que Fanon no era argelino pero fue el profeta de la dolorosa independencia del país africano; nació en la isla de Martinica, que oficialmente forma parte de Francia, con lo cual era negro, antillano y francés; de clase media alta y con una dosis menor de sangre blanca por parte de su madre, luchó por Francia en la Segunda Guerra Mundial; se sintió identificado con los valores teóricos de "igualdad, fraternidad e igualdad", hasta que fue testigo, desde su condición de privilegio ("parecés francés" o "no sos del todo negro", le decían, en plan paternalista, cuando lo escuchaban hablar a la perfección el idioma de Voltaire) del racismo sufrido por los soldados árabes y africanos que también luchaban, como carne de cañón, para liberar a Francia del enemigo racista nazi.
Fanon fue el gran teórico del anti-colonialismo y después de su muerte se convirtió en gurú de las más diversas organizaciones de izquierda, desde las guerrillas latinoamericanas hasta los Panteras Negras, pasando por los activistas para la liberación palestina. Analizó como nadie la psicología del poder colonial, asentado sobre la alienación del colonizado. Fanon sostenía que un sistema de explotación no podía consolidarse solamente a través de la fuerza; requería, más bien, de una suerte de cooperación entre el colonizador y el colonizado. Por eso el autor de Los condenados de la tierra, en sintonía con Edward Said -a quien se adelantó en este aspecto-, promovía la necesidad de la desalienación como política revolucionaria.
Su trabajo como psiquiatra, primero en Lyon y después en la localidad de Blida ("la capital de la locura argelina"), lo llevó a subvertir la lógica de la teoría clínica convencional: advirtió, en el día a día con pacientes pobres, marginados y deshumanizados, que había formas de sufrimiento psicológico que no estaban asociadas a la constitución psíquica del individuo, sino a relaciones sociales opresivas.
De estas experiencias médicas surgió Piel negra, máscaras blancas (1952), el último libro en el que Fanon se identificó a sí mismo como francés. Fue su gran salto adelante. Se nutría de las ideas de "la izquierda blanca", pero descubría "detalles" que no encajaban con la realidad de los árabes y de los negros africanos. Por ejemplo, los conceptos fenomenológicos de Maurice Merleau-Ponty fueron cruciales en su desarrollo como psiquiatra y como escritor. Pero el autor de Los condenados de la tierra sostenía que los negros no tenían el "anonimato físico" que Merleau-Ponty consideraba esencial para la libertad. La mirada blanca volvía a los negros tan hipervisibles (en tanto integrantes de un colectivo estigmatizado) como invisibles (en sus derechos como individuos).
Fanon tuvo sus idas y vueltas con los intocables del existencialismo: Albert Camus y Jean-Paul Sartre. Del autor de El extranjero -que sí era argelino de nacimiento- lo alejaba su postura ambigua sobre la lucha anticolonialista. Con Sartre las diferencias eran más sutiles: Fanon renegaba de la mirada del filósofo francés sobre la negritud, considerada como una "pasión trágica", apenas un "destello" revolucionario subordinado al proceso dialéctico guiado por la civilización europea. Fanon tuvo la osadía de refutar al héroe del pensamiento de izquierda en su brillante ensayo "El lamento del negro. La experiencia vivida del negro".
Sartre fue, de todos modos, fundamental a la hora de "habilitar" a Fanon en su círculo de influencia intelectual y editorial. Hasta el punto de generar una situación paradójica: su prólogo a Los condenados de la tierra, donde justifica la violencia revolucionaria en el proceso de descolonización (con su famosa frase "Hay que matar"), circuló mucho más que el propio libro del escritor martiniqués. Simone de Beauvoir describió así el despertar revolucionario de su pareja: "Sartre se dio cuenta en Cuba de la verdad de las palabras de Fanon: con la violencia, los oprimidos alcanzan su humanidad". Pero más tarde ella misma caracterizó al activista antillano como "un partidario de la violencia horrorizado por la violencia" que, además, "estaba en guerra consigo mismo".
Es cierto que la apuesta de Fanon por la lucha armada fue adoptando, con el correr de los años, un tono cada vez elegíaco. Le preocupaba especialmente la manera en que las revoluciones triunfantes -porque estaba convencido de que los movimientos de emancipación nacional triunfarían sobre las potencias coloniales- administrarían el poder. Sabía que no sería fácil realizar "la transición de la liberación a la libertad", del mismo modo que diferenciaba la adopción del "nacionalismo" de la búsqueda -para él un objetivo superior- de una "conciencia nacional". El proceso social y político experimentado por Argelia varios años después de la declaración de la independencia confirmó sus peores sospechas, pero por suerte no llegó a verlo. En su libro Sociología de una revolución había alertado que la gesta argelina no debía ser solamente una revuelta anticolonialista, sino también una revolución social contra diversas opresiones: de clase, religiosa y de género.
En este último aspecto, según Adam Shatz, Fanon adoptó una postura tan ambigua como pragmática. Decía creer en la liberación femenina y alentaba que las mujeres se despojaran del mandato familiar islámico para sumarse a la lucha revolucionaria, pero a la vez defendía el uso del velo como parte de la batalla cultural contra el inesperado interés del gobierno francés por "europeizar" (despolitizando) a las argelinas.
Fanon fue "invitado" por los propios a correrse de la pelea concreta por la independencia de Argelia para sumarse a otros movimientos anticolonialistas africanos. Se lo tomó muy en serio y pronto se asumió a sí mismo como un activista itinerante. La complejidad de realidades, intereses y problemas que fue encontrando en el camino conspiró contra el éxito de sucesivas campañas en las que fue reconocido como embajador intelectual y político de la revolución. Solo la leucemia pudo detener esa vorágine.
El libro de Shatz no santifica ni demoniza a Fanon. Lo muestra, sí, en sus fortalezas y debilidades, poniendo especial énfasis en el contexto en el que debió pensar y actuar. El mismo hombre que sostenía que "todo espectador es un cobarde o un traidor" desconfiaba del materialismo histórico que lo había formado: "El miedo, los complejos de inferioridad y el resentimiento a veces dan a los acontecimientos una orientación y una forma que no proporciona el estudio dialéctico", escribió Fanon. Sabía de lo que hablaba. A sus íntimos les confió, en las horas finales, que nunca habían dejado de acecharlo unas extrañas alucionaciones: se le acercaban unos médicos para tratar de blanquearle la piel, y volver a colocarle la máscara que él se había arrancado con tanto orgullo y dolor.