Ahora que Elon Musk ha roto su amistad con Donald Trump y regresado a su función de simple archimillonario, su imaginación no cesa de trabajar noche y día. Ha reconocido que en los últimos años, su consumo de drogas fue excesivo y está intentando seguir un programa de desintoxicación. Algunos opinan que esa confesión es una estrategia para limpiar su imagen, porque a sus inversores no les ha hecho gracia verlo en la campaña de Trump danto saltos como un saltimbanqui y saludando al público con el brazo extendido al estilo Tercer Reich. Ahora parece haber redirigido su energía a recargar las baterías de su Imperio de consumo, haciendo creer que ha perdido interés en la política. Se enfoca en sus empresas y en particular en el Tesla Pi Phone, que se anuncia como un móvil con una tecnología muy superior al iPhone y que no necesita cargarse de manera tradicional: se alimenta de una batería solar.
La información es confusa, puesto que el año pasado en su cuenta de X había escrito que ese smartphone era producto de un rumor, mientras que en las últimas semanas lo ha anunciado en redes sociales y conferencias de prensa. El estilo trumpista y tramposo de lanzar informaciones contradictorias y malentendidos intencionales es un signo de los tiempos, un uso del discurso destinado a crear una cortina de humo que oculte el contrabando de datos y el secuestro de la democracia. Cuando el lingüista Viktor Klemperer publicó en 1947 “La lengua del Tercer Reich” --uno de los mayores estudios que indagó en los mecanismos de la alienación y la hipnosis colectiva-- quizá no había imaginado que su libro sería leído con avidez por gente a la que le interesaba aplicar esos mecanismos para sus propios intereses.
El sobreactuado alejamiento de Musk respecto de la administración Trump no significa que se haya desinteresado de la política. Permanece muy activo en X, en entrevistas y declaraciones donde no descartó que su odio al movimiento woke pueda estar motivado en su ruptura con Vivian Wilson, su hija transexual, quien ha renegado definitivamente de su padre. Siguiendo la lógica de deducción paranoica, Musk se desentiende de toda implicación en lo sucedido con su hija --a quien se refiere como “mi hijo”-- y acusa al movimiento woke de haberla abducido. Por extensión metonímica, Musk explica que el colectivo LGTBI es el culpable de la decadencia de la autoridad y de la “perversión” que se ha apoderado de todos los espacios sociales.
Que el hombre más rico del mundo no guarde el más mínimo vínculo con su propio inconsciente y no se reconozca en sus efectos no impide que padezca los efectos de lo real como cualquier sujeto corriente. Con Justine Wilson, su primera esposa, tuvo un hijo que falleció repentinamente a los 10 meses. Tras este triste suceso, el matrimonio utilizó la tecnología de fecundación in vitro para que nacieran sus dos mellizos, Griffin y Xavier (ahora Vivian Wilson). Vivian acusa a su padre de haber contratado a biólogos para que manipulasen los cromosomas a fin de que uno de los mellizos fuera un varón. No sabemos si Vivian (antes Xavier Musk) fabula o delira sobre su novela familiar, pero lo cierto es que Elon ha podido establecer una conexión entre su deslizamiento hacia posiciones de extrema derecha y algunas piezas sueltas de su historia.
En Santa Mónica, una de las playas más populares de San Francisco, Musk inauguró el Tesla Diner, un restaurante que ofrece panchos y hamburguesas a precios razonables, diseñado como una nave espacial donde los pedidos se hacen a través de una pantalla táctil y hay un robot que prepara palomitas de maíz a una clientela que el primer día rebasó la capacidad del local.
El restaurante está rodeado de 40 cargadores ultrarrápidos a disposición de los propietarios de autos eléctricos Tesla. Musk asegura que es la estación de carga más grande del mundo y que su intención es extender los restaurantes y los cargadores por varias ciudades de EE.UU. con espacio suficiente para que decenas de camiones eléctricos puedan recargar sus baterías en una hora.
A la inauguración el pasado 21 de julio asistió como parte del público un ingeniero que lleva 13 años trabajando para Tesla, quien declaró que su único propósito era conocer a Elon en persona, algo que no pudo ser ya que el magnate no asistió. Una variopinta fauna se dio cita en el evento, que también pudo ser visto desde los balcones de los exquisitos edificios que rodean el restaurante. También acudieron representantes del movimiento woke, que al parecer no temieron ser envenenados con el menú, aunque todos los comensales se quejaron de que la comida había tardado más de una hora en servirse. Para compensar la espera, chicas y chicos iban y venían con sus patines sirviendo helados y golosinas.
Entre los asistentes estaba la actriz Renuka Veerasingam, convencida de que Elon va a llevarla a Marte. Aunque la distancia entre ese planeta y la Tierra es de 225 millones de kilómetros, para ella el restaurante es el paso previo a la odisea que sería “la última esperanza que nos queda”, un Arca de Noé fabricada por Tesla que nos salvaría de la catástrofe que él mismo y otros, han contribuido a crear. La certeza de la actriz es compartida por los millones de fans de Elon, que dicen estar más contentos con él en su nueva etapa. “Este es el Musk que nos gusta, no el que se distraía con la política”, dijo uno que de verdad cree que su héroe ha abandonado los intereses políticos.
A todo esto, en las oficinas del Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE) inventado por Musk en su etapa de amistad con Trump, se amontonan muebles, colchones, ropa de cama y juguetes que quedaron abandonados. Estos objetos son los desechos de otra locura más, que no llegarán nunca a la franja de Gaza o a los desheredados del sistema que son legiones en EE.UU. Ahora, con un nuevo decreto de Trump, los sin techo van a ser internados en centros especiales, incluso sin su consentimiento, para limpiar calles.
Trump ahora está en contra de los vehículos eléctricos. Musk y sus aliados contraatacan. En sus coches, estaciones orbitales y trenes subterráneos hyperloops, los pobres no están incluidos. Tampoco lo están en los nuevos planes de salud anunciados por Trump.
¿Para qué queremos a los pobres? Consumen muy poco y pretenden ocupar espacio. Algo inadmisible en los nuevos fascismos que han dejado de ser una distopía para convertirse en el discurso que habitamos.
Cada vez es más difícil crear un argumento para una novela, una película o una serie de ciencia ficción que despierte la curiosidad del público, y que guarde esa ambigüedad entre lo verosímil y lo imposible. Imaginar lo imposible se ha vuelto imposible, y no se trata de un mero juego de palabras. Aumenta el número de personas que parecen venidas de otro planeta al pretender ignorar lo que pasa en el nuestro: son como extraterrestres negadores que aceptan las injusticias del mundo como el hambre y el derecho a la migración que termina sembrando de muerte los mares --odian toda idea de justicia social-- y se divierten mirando un genocidio por streaming al que llaman “derecho a la defensa”. Sin embargo, no son extraterrestres sino humanos en todo el sentido del término. Privarlos de su humanidad sería emplear la retórica aterradora de los discursos más perversos. Este es el gran legado de Hannah Arendt: hasta el más monstruoso de los hombres no deja de ser humano, tan banal como cualquier otro. La banalidad del mal es precisamente su normalización, la ejecución de actos de maldad por gente que puede carecer de cualquier rasgo excepcional y llegar a ser incluso presidente, por ejemplo, desde el extremo norte al extremo sur del continente americano.