Siendo estudiante, el joven George Claraz asistió atónito a la guerra civil que enfrentaba a los campesinos con el ejército. Suiza era un hervidero. La inestable situación de la Confederación Helvética no favorecía su vocación científica. Marchó a la universidad de Minería en el Friburgo alemán y completó sus estudios en Berlín. Pero quiso el destino que su amigo el doctor Heusser, encomendado en una misión al Brasil, lo invitara a secundarlo. Sin perder tiempo se despidió de su familia por carta y marchó hacia Nova Friburgo, fundada poco antes en el Estado de Rio de Janeiro, donde los colonos tiroleses se habían sublevado contra las violencias de los fazendeiros acostumbrados a la mano de obra esclava. Era diciembre de 1856. A instancias de las autoridades suizas Heusser publicó un informe que los malquistó con el gobierno brasilero. La policía secreta les seguía los pasos: los creían agitadores.
Los amigos viajaron a Ouro Preto en busca de oportunidades económicas, pero las minas de oro, agotadas, los disuadieron de aventurarse a su explotación (aunque Claraz encontró diamantes, que envió a Berlín junto con informes sobre mineralogía). Casi sin fondos, después de tres años de travesía decidieron emigrar a Argentina, donde se establecieron en las colonias suizas de Entre Ríos a instancias de Urquiza. En el ‘62, siguiendo a Heusser, que realizaba mensuras, Claraz recorrió la Provincia de Buenos Aires armando colecciones de insectos, fósiles y objetos etnográficos. Fruto de esa experiencia, que resultó iniciática, reunió sus trabajos en Ensayos de un conocimiento geognósico físico de la Provincia de Buenos Aires. Entretanto, se había ido agauchando: usaba poncho y bota de potro, dormía a la intemperie y mantenía vínculos amistosos con caciques como Ancalao, Coilá y Sinchel, a quien visitaría en su viaje a la Patagonia.
Por encargo de Pedro Luro, uno de los grandes estancieros de la región, recorrieron el Río Negro. Claraz acabó adquiriendo, merced a la generosa política de concesión de tierras, vastas estancias en el paraje China Muerta y en Rincón del Paso Falso, cerca de Patagones, y en las afueras de Bahía Blanca, en una isla del Napostá Grande. Donde, como un nuevo Robinson, acabaría estableciéndose para abocarse a la cría de ganado. Pese a su rápida prosperidad habitaba un modesto rancho tapizado de libros y repleto de sus colecciones: podía dar rienda suelta a su curiosidad de naturalista y etnógrafo.
Eran épocas de turbulencias en el sur de la provincia. Calfucurá dominaba el territorio y la política de integración de los “indios amigos” no lograba estabilizar la región: apenas tres años antes, en mayo del ‘59, un malón rechazado por los italianos había acabado con una pira de cadáveres quemados en la plaza de Bahía Blanca.
Anoticiado de la creación de las colonias galesas en Chubut, con el objetivo de incitar a la inmigración suiza, inició un viaje a fines del ‘65 del cual llevó un minucioso diario. Siguiendo las indicaciones del Pastor Hunziker, un coterráneo que había escrito un vocabulario Gennaken, visitó cerca de Patagones al cacique Sinchel, que se excusó de acompañarlo por haber tenido un infausto sueño premonitorio. Pero le ofreció contratar a su hijo, Hernández, que hablaba las lenguas “pampa”, tehuelche, “araucano” y castellano, asistido por el capitanejo Vera, baquiano y lenguaraz tehuelche, Manzana, pampa, y Curruhuinca, mapuche.
En la travesía, que abarcó el más de 4 meses y la actual provincia de Río Negro y parte de Chubut, Claraz registra de sus compañeros un millar voces de las lenguas tehuelche septentrional y meridional, así como rituales, mitos y, sobre todo, el arte de sobrevivir en la estepa patagónica. Con sumo detalle consigna costumbres, como la lectura de signos del paso de animales o grupos humanos, la caza del cóndor -metidos adentro de una piel de guanaco esperan a que baje y lo apuñalan- o peculiaridades culinarias. “Manzana abrió el estómago del guanaco y sacó a puñados el contenido de hierva semidigerida, lo exprimió y chupó. Sacaron el feto, quitaron el líquido alantoides de la cabeza y los pies y lo chuparon. Cortan los riñones, el hígado y el corazón y comen este caruto, toman la sangre coagulada y la grasa, cruda”. Lamen el líquido de los ojos para tener buena vista, charquean y cuecen las carnes en un curanto a la piedra. También refiere cómo fuman acostados una mezcla de tabaco con unas maderas con efectos narcóticos, que los sumen en embriaguez, llegando a tener convulsiones.
En Yammago, un sitio sagrado, le narran la leyendas de Elemgassen, animal enorme con forma humana y caparazón de piedra que roba niños para devorarlos. En una pequeña laguna, bajo un montón de leña, anota, yace una vieja que, abandonada, orinó y se le apareció un ser sobrenatural que se transformó en un niño que la cuidó. La Cruz del Sur es para los pampas una huella de avestruz, acompañada de dos boleadoras: al comienzo del mundo un indio erró el tiro, por eso no son infalibles -le dicen. No se permite que los niños coman lengua, les impide hablar bien. Ni comer fetos, porque no están terminados y los debilitan.
En el camino elaboran un filtro amoroso con la piel de un pájaro y le previenen sobre los poderes de las adivinas que descubren a los brujos con las uñas. En un momento en que enfermaron del estómago, dicen que no deberían haber ahuyentado a un búho, “cabeza de gente”, porque si grita, enferma. Hombre ilustrado, Claraz no se exime de anotar sus prejuicios, propios de la época: “Reflexionar, prevenir, proceder sistemáticamente, no es cosa de ellos. Por eso, esta raza tiene que desaparecer ante cualquier otra que la supere. Viajar, cambiar, es su pasión, que el gaucho heredó”. “Son incapaces de pensamiento abstracto”.
Mientras avanzan, provocan incendios para avisar su llegada. En la toldería de Antonio -la única presencia humana que encontrarían- anota: “causa impresión ver a mujeres, que deberían tener un alma tierna, torcer el cogote a un guanaco tan joven e inocente y abrirle el vientre para saborear crudos el corazón el hígado, los riñones y la sangre”. Sucinto, dice: “fui al toldo del maricón”; se trata del machi, que le habla cuevas pintadas. En Lonquimay encuentra varias cavernas con pinturas rupestres y rastros de antigua ocupación humana. Pero el viaje se va llenando de dificultades. Pasan hambre, sufren incendios, y a menos de 100 km de la colonia galesa se le mancan los caballos. Deciden volver. “Cansado y algo frustrado terminé este viaje al país de los indios Pampas”. La publicación en Zurich de un artículo sobre las colonias galesas inspiró a Orellie Antoine de Tounens su viaje en el que se proclamará Rey de la Patagonia. Su diario, permaneció inédito durante un siglo.
En cierto momento recibió en su casa a un misionero anglicano que intentaba evangelizar indígenas en la ciudad. Claraz les envió un boyerito que, aburrido, desistió de su conversión con un argumento irrefutable: “el Padre le había contado que el Dios de los cristianos había muerto en la cruz. Decía que el Dios de los indios había sido más astuto porque nu nca se había dejado agarrar”. La misión fracasó; “Los indios se burlaban de él”.
Finalizada la guerra del Paraguay, el ejército extendió la línea de frontera incrementando la conflictualidad. La política de alianzas con distintas fracciones se vio interrumpida por un episodio trágico: el comandante militar de Bahía Blanca apresó a los emisarios del cacique Cañumil, que venía a realizar negocios pacíficos, y arremetió contra sus tolderías, arriando la hacienda, caballos, apropiándose de mujeres, asesinando a 40 indígenas y capturando al propio cacique. Calfucurá, su pariente, replicó la ofensa desencadenando un malón sobre Tres Arroyos, tras lo cual propuso negociaciones que fueron desoídas.
Una noche, un numeroso contingente de guerreros atacó Bahía. En sus Reminiscencias, Claraz refiere que “el 23 de octubre de 1870 una invasión llegó a destruir toda nuestra esperanza. Estos 1.200 indios, armados de bolas y lanzas, atacaron en grupos guerrilleros. Nos arrebataron unos 500 vacunos, màs de cien yeguas y unas 5.000 ovejas; y me mataron al capataz. Logré salvar solo dos caballos y unas ovejas de menor calidad. Desde la salida del sol hasta las tres de la tarde defendimos nuestra vida y nuestra hacienda contra los ataques del malón”. Estaba, nuevamente, a fojas cero. Pero su reacción fue contra el gobierno: con el seudónimo Settler publicó en The Standard seis artículos que denunciaban los desmanejos de los comandantes de frontera, convalidando la opinión de Calfucurá, que le había escrito al presidente Sarmiento: “Yo me sublevé por las muchas picardías que cometió el jefe de Bahía Blanca”. Dos años más tarde Claraz publicó en el mismo medio un trabajo sobre la batalla de San Carlos, que marcó el fin de la hegemonía del cacique. Y en Le Courrier de la Plata un largo ensayo en francés sobre la “guerra contra el indio” en el sur de la provincia, firmado “Un extranjero”.
Los amigos no tardaron en recuperarse del golpe recibido. Sin embargo, después de tres décadas en América, con 50 años, Claraz volvió en 1882 a Suiza, dejándole la administración de sus propiedades a Heusser. Radicado en Lugano, se abocó a sus escritos que garrapateaba entre mate y mate. Según su biógrafo Meinrado Hux, el sacerdote suizo de Los Toldos, “le gustaba estar con la gente humilde. Se le veía poco en el comedor de los turistas, más bien estaba con los postillones, guías y pastores, a quienes solía brindar un vaso de vino bueno”. Entre el 82 y el 85 escribió más de 500 páginas sobre flora argentina y otras tantas sobre paleontología, geología, meteorología, zoología y ganadería, y ordenó sus apuntes etnográficos. El 6 de septiembre de 1930, mientras ocurría el primer golpe de Estado de la Argentina, fallecía a los 95 años habiendo dejado sus propiedades del Napostá a dos fundaciones creadas por él dedicadas al progreso de las ciencias.