Los mejores momentos de 27 El club de los malditos, la nueva película de Nicanor Loreti que estrena este jueves, seguramente sean los que comparten Sofía Gala y Diego Capusotto sin presencia de los demás. Suerte de pareja dispareja –la punki post-adolescente y disconforme del mundo que encarna Sofía; el cana alcohólico y despreciador de sus pares de la fuerza que interpreta Capusotto–, logran “detener el tiempo” cada vez que monopolizan la pantalla, empiezan a dialogar, y un aura inesperada de coincidencias éticas y espirituales más allá de sus evidentes diferencias generacionales surge a alrededor. “Es una película que claramente sale de lo convencional. Para ser una comedia es muy rara. Y a la vez muy graciosa. Y popular. Con actores que la gente quiere mucho, con Capu, Daniel (Aráoz), Yayo Guridi”, comenta la actriz en el refugio de su departamento en Barrio Norte, uno de esos atardeceres de diciembre durante los que Buenos Aires no afloja su humedad pese a que el sol haya caído hace un rato. 

“Me gusta que el malvado sea el músico frustrado, el bajista de los Doors que no pudo ser”, dice sobre la trama entre policial y conspiranoica que propone el film donde se resuelve por qué tantas estrellas del rock en todo el mundo mueren al llegar a los 27 años. “Y me gusta que sea ésta la película que salga después del premio. Me gusta que no tenga nada que ver”, agrega a propósito de su reciente consagración como mejor actriz en el festival de San Sebastián por la película Alanis, que vino a significar algo así como un “antes y después” en su carrera: la confirmación de lo que ya muchos intuían y habían comprobado (es decir, que había en la hija de Moria un carácter y un potencial interpretativo bastante más agudo de lo habitual), pero que todavía no habían tenido oportunidad de ratificar. “Para mí fue bisagra pero tal vez por otras razones. O no solo por haber ganado el premio”, modera. “Desde haber trabajado con mi hijo Dante (en aquel momento de dos años) hasta su temática, que implicó una gran responsabilidad de mi parte por tener una postura tomada en favor de ellas, las putas, es que grabar esa película se volvió desde el principio muy importante”. 

Alanis, el film en cuestión, cuenta el derrotero de una prostituta y madre de un nene chiquito a la que la policía le allana “el privado” con la excusa de catalogarla como víctima de trata (cuando claramente no es así) y la empuja a un espiral de criminalización y violencia de la que se le vuelve cada vez más difícil salir. “Desde el principio me pareció muy bueno que mi personaje tuviera una perseverancia y una dignidad a prueba de todo. Una laburante que trabaja para poder criar a sus hijos. Y que se banca la hipocresía de quienes se ponen a juzgarla desde una altura moral que no existe”. 

La película, dirigida por Anahí Berneri (autora que hace tiempo viene sedimentando una mirada realista y vivencial sobre los problemas de la mujer, con más talento y sensibilidad que mera puesta en escena de una ideología), es un tour-de-force del magnetismo que sabe ejercer Sofía Gala cuando está frente a una cámara y se la deja hacer (o cuando se dispone todo a su alrededor para que brille aún más). Y en San Sebastián –sin el preaviso de dónde viene y el torbellino de farándula que suele envolverla desde chica– lo supieron valorar, se ve. “Trato de que el premio no me cambie”, reflexiona. “Porque un premio en el fondo no significa nada. O sí: significa un reconocimiento a tu trabajo. Un golpe de seguridad de que a otras personas les llegó lo que estás haciendo. Pero en lo que hace al día a día de esta profesión no te cambia nada”. 

Se refiere, claro, al vértigo que sigue sintiendo cada vez que alguien grita acción y lo que sigue es lanzarse al vacío, a esa nada maravillosa –cuenta– que significa actuar sin mapas que guíen el camino. “Es una pauta que me dio Fernando Peña a los 17 años la primera que vez que subí a actuar con él. Me dijo: ‘Nunca subas a actuar: subí a sentir. Porque la palabra actuar remite a actor, al que miente’. Y eso, la interpretación, es lo que no me funciona cuando hago un personaje. Me parece que uno tiene que estar mucho más adentro que eso. Tiene que sentir. Por eso yo no tengo método para llorar desde afuera del personaje. Yo me involucro por completo”.

Tenés consecuencias físicas.

–Sí. Físicas y psíquicas. Me pasa que después de un rodaje llego a casa y tengo desequilibrios emocionales porque estuve trabajando todo el día con mi psiquis. Pero prefiero eso que estar pensando lo que va a pasar. Por eso también me lastimo mucho. En lo último que hice, terminé con el brazo todo picado porque lo metí en un hormiguero mientras estábamos grabando y hasta mucho después no me di cuenta. Otras veces me caigo, me tropiezo, me resbalo. O me tiro porque lo requiere una escena y como no sé cómo caer termino llena de moretones. Lo vivo así.

Se ha hablado mucho de lo que significó para Sofía Gala ser hija de Moria Casán (“El estereotipo de mujer fuerte y jefa de familia para quien la opción de no trabajar o ser mantenida no existe”), pero no tanto de lo que implicó la pérdida temprana de su padre, el hoy algo olvidado actor cómico Mario Castiglione, que murió de cáncer a sus trece, cuando recién arrancaba su adolescencia. “Mi papá siempre fue para mí ese otro lado del arte. Había venido del Café Concert y del teatro independiente de La Plata cua ndo conoció a mi mamá, se enamoraron y empezaron a hacer cosas juntos”, relata. 

“Yo creo que ellos dos... –hace un silencio, duda–, que mi papá fue el único hombre que ella no pudo superar. Y mirá que eso es decir mucho. Mi mamá un poco descubrió esto y me lo pudo contar cuando me independicé y estaba grabando mi primera película. Le había agarrado el síndrome del nido vacío y estábamos un poco enfrentadas. Pero en un momento se destrabó, lloramos juntas, y me reconoció que él había sido el hombre por el cual había decidido tenerme”, subraya. Y aborda los años más oscuros de Castiglione, cuando llegaron los 90 y el género revisteril se aberretó a sus ojos hasta un punto en que “no pudo ni quiso encajar”. 

“Ahí empezó a vivir mucho peor de lo que había vivido hasta ese momento, aunque manteniendo siempre sus convicciones políticas: un radical alfonsinista que sufría y lloraba a pleno por las cosas malas que pasaban. Y que cuando mamá empezó a hacer Brujas, y pese a ya estar re peleados, la fue a ver al teatro y salió re orgulloso de lo que ella había logrado y los premios que estaba ganando porque lo sentía como un triunfo personal. De que había tenido razón en insistirle durante tantos años para que se volcara a un teatro más actoral, de más texto”.

¿Recordás algún momento especial con él? ¿De esos que se resignifican a la distancia? 

–Sí. Cuando se separaron recuerdo que de repente ya no estaba más en mi casa y que tardó en volver porque estaba buscando instalarse en otro lado. En el interín mi mamá me da esa típica charla de los padres separados, explicándome que el amor hacia mí no iba a cambiar y todo eso. Después, un día, mi papá finalmente me pasa a buscar, me lleva a su nueva casa y me hace sentar como para también tener esa charla. “Qué pesado”, recuerdo que pensé. “Qué hincha pelotas”. Pero no: en vez de eso pone un disco y me hace escuchar “Hey Jude” de los Beatles. Sin decirme nada. “¿Qué es esto?”, me pregunto. El momento pasa y muchos años después, yo ya teniendo dieciséis y siendo fan de los Stones, de los Beatles, me compro el Anthology y leo que “Hey Jude” era el tema que Paul (McCartney) le había dedicado a Julian (Lennon) cuando sus padres se separaron. Me acuerdo que leí eso y que al instante reviví completo el momento con mi viejo. Entendí la manera que había elegido para contarme. Y me encantó.

No es casualidad la presencia de la música en ese recuerdo y también desde entonces en varios momentos posteriores. “La música empezó a significar mucho en mi adolescencia. Y desde entonces creció a niveles esenciales. Al punto que hoy puedo decir que me salvó en varios momentos críticos. Fue mi psicoanálisis permanente”, señala a la par que reconoce cierta intolerancia hacia la novedad o la vulgarización musical que no puede evitar. “Me volví un poco nazi musical. No me banco mucho del rock de ahora. Y soy la típica que cuando empiezan a pasar reggaeton en una fiesta se queda apoyada contra la pared con cara de orto o se va. En la fiesta de cierre de San Sebastián, por ejemplo, estábamos bailando en esos jardines señoriales cuando empezaron a pasar ‘Despacito’. ¡No podés!”, protesta a la vez que se ríe un poco de sí misma, consciente de que no está siendo muy políticamente correcta, aunque sin preocuparse tampoco. “La música es lo que mas me gusta en el mundo porque no la entiendo: no entiendo cómo alguien puede sentarse y hacer ‘Rapsodia Bohemia’ o ‘Sixteen’ de Iggy Pop, por nombrarte dos temas bien distintos, y provocarte cosas físicas sólo con sonido y vibración. En el cine tenés más incentivos; en la música no: sólo cosas que salen de los parlantes y que no la ves. Eso me fascina”. 

Así es que en plan “pasar música” de manera intuitiva y pasional, Sofía armó equipo con su marido Julián Della Paolera (ex Victoria Mil, actual Ok Pirámides), Sergio Rotman y Mimí Maura para sacarse el gusto animando noches con un seleccionado de sus bandas favoritas. “A cada uno les gusta una rama distinta de una música mas o menos afín que incluye el postpunk, el dub, la new wave y el funk, y lo disfrutamos mucho, nos cambia el humor”, cuenta quien de esta manera complementa con otros actividades su dedicación más intensa a la actuación y el cine. “De todos lo caminos que fui tomando (el teatro, la tele), el cine fue el que primero me adoptó, más trabajo me dio y en el que mejores críticas recibí. Siendo un lugar tan dificil para entrar y bastante esnob por momentos, vivo con agradecimiento que gente que siempre admiré mucho y que fui conociendo me tomara como un par, no me hiciera sentir diferencia”, valora. Y señala a futuro: “No se trata de siempre conseguir ‘el papel de tu vida’; se trata de recorrer nuevos caminos y experimentar. Y la única forma es haciendo, equivocándose. El actor cómodo es aquel que ves haciendo todo de taquito. Y para mí se trata de no acomodarse nunca”.