Hubo un tiempo, inocente, en que se creía que los reyes no eran simplemente símbolos nacionales, dueños por sangre de un poder político o garantores de una sociedad tradicional. Eran, además, seres ungidos por la divinidad para ejercer esa función sobre los meros mortales, intercesores ante un poder superior y absoluto. Como decían los médicos de la corte, el cuerpo del rey es mortal y defectuoso como el nuestro, el alma del rey es sagrada y especial. Quedan restos de estas creencia en ciertos rituales: al rey Carlos III le untaron la frente y las manos con aceites bendecidos por el arzobispo de Canterbury, primado de la iglesia anglicana, como "unción sacra". Esas manos pueden, potencialmente, curar.
Ya hubo algún emperador romano, del período tardío cuando eran reyes en todo menos en nombre, que curaba nomás con un pase de manos. Y la historia antigua, europea y euroasiática, está llena de historias similares de altos nobles con poderes espirituales y medicinales, que por algo el Buda nació como el príncipe Sidarta. Los reyes de Navarra eran curadores, y los de Castilla buenos exorcistas. La Edad Media fue el climax de esta creencia, sobre todo en Francia e Inglaterra, que todavía discuten quién empezó la costumbre de los reyes que imponían sus manos. Probablemente sea un empate, porque el primer monarca francés manosanta fue el primer Felipe, y el primer inglés San Eduardo el Confesor, ambos del siglo once.
En Francia fue más que una tradición, era parte de la misma coronación. De la catedral de Reims, el nuevo rey era llevado a Corbeny, al templo de San Marcouf, patrono de los enfermos de escrófula. A partir de entonces, entre la unción de sus manos con aceite bendecida y el peregrinaje al santo, el rey era considerado curandero habilitado, dueño de un poder sobrenatural. Cuando había un cambio de dinastía, los nuevos reyes de apellido diferente se esmeraban en tocar súbditos, para mostrar que eran legítimos hasta en eso. Nadie, sin embargo, pudo ganarle la parada a San Luis, décimo de ese nombre, que sigue curando después de muerto. Un brazo suyo es la principal reliquia del monasterio de Poblet, en Cataluña, y hasta el siglo 17 era centro de vastas peregrinaciones de dolientes.
En su formato original, un cortesano recitaba "el rey te toca, Dios te cura", a cada paciente. A medida que la ciencia avanzaba hubo un cambio sutil en el recitado, que pasó a ser "el rey te toca, que Dios te cure", más un deseo que una certeza. Los Luises del siglo de las Luces descontinuaron la práctica, sin prohibirla, y el último en tocar enfermos fue Carlos X, en 1825. Y fue más por inseguridad política que otra cosa.
En Inglaterra, que todavía no era Gran Bretaña, la historia fue más despareja. Enrique Séptimo, primer rey Tudor, organizó el ritual. El monarca tocaba o acariciaba la mejilla y el cuello del paciente, y le colgaba la moneda del ángel, que valía seis chelines y ocho peniques, buen dinero en esos tiempos. La moneda se llamaba así porque en una cara tenía estampado al arcángel Miguel matando un dragón, y venía con una cadenita de colgar. Luego se rezaba a la Virgen y se leía un fragmento del Evangelio de San Marcos, el que relata la protección divina contra venenos y serpientes. La primera Isabel le agregó hacerle la señal de la cruz en la cabeza, su sucesor Jacobo I no tocaba al paciente: le daban asquito las pústulas. El ritual se celebraba sólo en otoño o invierno, porque ya sabían que el frío hacía más difícil que el rey se contagiara de algo. Isabel dudaba mucho de la eficiencia del tratamiento, y solo lo practicó regularmente a partir de 1570, cuando la excomulgó el Vaticano. La bula papal explícitamente decía que ya no tenía poderes curativos por ser hereje, y la reina quiso desmentirlo. Su médico, William Clowes, escribió y publicó que la monarca no sólo seguía teniendo el poder, sino que ahora curaba hasta extranjeros, como a un holandés.
En rigor, los reyes trataban de limitar el asunto, que les salía caro en monedas de oro y los ponía en riesgo de contagio. Pero la política siempre se metía y Carlos primero, que fue derrocado y decapitado por los revolucionarios de Oliver Cromwell, una vez tocó a cien pacientes a la vez, en el palacio de Holyrood. Fue un acto político para tratar de ser popular. Su hijo y sucesor, el segundo Carlos, atendió el consejo y tocó a 92.000 súbditos, un record. Luego la tradición fue suspendida por ser considerada supersticiosa y la reina Ana fue la última en practicarla. Los Hanover, la actual dinastía, nunca tocó a nadie.
Los reyes curaban varias enfermedades, incluyendo la epilepsia, pero se especializaban en la escrófula, que por algo se llamaba "el mal del rey". Aburridamente, hoy llamamos a esa dolencia linfadenitis cervical por micobacterias y sabemos que es una afección secundaria de la tuberculosis. El truco es que la escrófula es muy visible -los ganglios en la garganta es hinchan que es notable- pero raramente es mortal. Hasta sin antibióticos suele receder solita, con lo que los reyes podían ufanarse de una alta tasa de éxitos.
Hasta acá, leyendas viejas para sonreírse o para sugerirle a Carlos III que le pase las manos a Donald Trump, que lo tiene de visita, a ver si se calma. Pero las historias políticas de tantos países que hoy son repúblicas y fueron reinos o colonias de reinos comparten una característica constante, que los presidentes heredaron todos los poderes de la monarquía absoluta que no fueron limitados por una constitución. Es probable que los presidentes franceses sean los más poderosos en eso, ya que no sólo tienen el poder de emitir decretos sino de dar simples órdenes. La frase "el Presidente de los Franceses ordena" abre puertas inesperadas: no hay iglesia en el país que se pueda considerar propiedad privada ante el fiat presidencial.
Entre nosotros, la tradición no es muy fuerte, pero tiene una excepción notable, mágica: nuestros presidentes pueden curar la licantropía. Todo séptimo hijo varón y, en estos tiempos ilustrados, toda séptima hija mujer está a salvo de la luna llena por el simple trámite de tener al presidente como padrino. Cristina Fernández de Kirchner hasta apadrinó a un joven judío cuyo pedido fue rechazado en tiempos de Carlos Menem -"sólo para cristianos", le respondieron a los padres- e insistió con la presidente. Argentina es el único país del mundo que tiene una ley ordenando el tema.
La cosa viene de antaño y la primera intriga es por qué creemos en hombres lobo en un país donde no existe tal animal. Los europeos, de España a Kamchakta, tienen un miedo ancestral al bicho, y los primos norteamericanos los detestan hasta el exterminio. Pero el lobo nunca pasó al sur de Chiapas, que no se llevan con las junglas húmedas. Con lo que hay todo tipo de cuentos lobunos en otras latitudes, como la loba que amamantó a Rómulo y Remo, pero no por acá, que nos conformamos hablando de zorritos y perros. Los guaraníes tenían, o tienen, la creencia del luisón, una suerte de perro bravo que es en realidad un joven maldecido, que se alimenta en las noches comiendo cadáveres recién enterrados. Además de asqueroso, el luisón es peligroso porque se puede librar de la maldición pasándote entre las piernas y encajándotela. La manera de espantarlo, tradicionalmente, es darle con la alpargata en el hocico. Parece que le duele.
Pero eso del séptimo hijo varón y las noches de luna llena parece importado de Europa. Y que no importe la falta de sostén zoológico, porque como escribe Guillermo David, los mitos planean sobre las realidades. Las pampas de por acá ya estaban llenas de sospechas hacia estas familias numerosas y para cuando llegaron los primeros inmigrantes rusos, el tema era tradicional. Los rusos, abundante en lobos, trajeron la versión moderna del mito y le agregaron que las séptimas hijas mujeres eran brujas de nacimiento. Catalina la Grande arrancó la costumbre de amadrinar a estos pobres chicos y chicas, aunque no creyera en el mito. Es que muchas veces mataban a esos bebés, por miedo, y el toque de la zarina los zafaba.
Lobunos o no, los séptimos hijos ya eran apadrinados por figuras públicas, caudillescas o gubernatoriales, pero el primer caso presidencial es de 1907. Una pareja de alemanes del Volga, Enrique y Apolonia Brost, tuvieron un séptimo varón, José, en Coronel Pringles, y le escribieron al presidente José Figueroa Alcorta para que lo apadrine y proteja. Vaya a saber por qué, Alcorta les hizo caso, mandó un representante al bautismo y hasta le envió una medallita de oro, eco lejano de la moneda del ángel medieval. Así nació una tradición que ya creó más de once mil ahijados presidenciales, no todos candidatos a lobizón o bruja, pero todos con una muy modesta beca educativa y una medallita que pasó de oro a bañada en oro, bajó al simple metal y luego desapareció: las acuñaba la Casa de Moneda que cerró Javier Milei, que el año pasado apadrinó a un chiquito santacruceño y lo dejó sin el souvenir.
Claro que los pinchaglobos detestan esta tradición. Por ejemplo, Elisa Carrió presentó un proyecto para derogar la práctica en 1998 porque "nace de la superstición de la licantropía". Esteban Paulón, socialista santafecino, presentó otro hace un par de años en la misma línea racionalista. Nadie les dio bola.
Eso de derogar es porque María Estela Martínez de Perón pasó una ley formalizando el tema en 1974. Su marido fue, no extraña, el campeón de padrinazgos con 1628 chicos a su nombre. Menem casi le emparda, con 1166, mientras que CFK pasó los 1100 madrinazgos. Eduardo Duhalde apenas tuvo un ahijado presidencial.
Hasta hubo un caso politizado, el de Gastón Castillo, nacido en 1977 de padre desaparecido. Su desesperada madre pidió el padrinazgo del tirano Videla para ver si conseguía información de su marido. Le dieron la medallita, pero no información alguna, y su marido apareció recién en 2009 enterrado en Avellaneda como NN. En 2010, Castillo pidió la anulación de su bautismo.