“Estados Unidos es una gran Juguetería” -estampa Homero Guglielmini en la apertura de Hombres entre juguetes, libro en el que reúne sus alocuciones radiales sobre su estadía en el país del norte becado por la Fundación Guggenheim, que ampliará al año siguiente en Bajo el Águila Azul.
Promedia la década del treinta. En Argentina campea la Década Infame que despertará su fervor nacionalista y Estados Unidos padece la catástrofe de la Gran Depresión, cuyos efectos más ostensibles, pese a cierta condescendencia con sus anfitriones, Guglielmini esboza en sus crónicas.
El relato de viaje al país que inspirara emulaciones de todo tipo fue historiada por David Viñas en su canónico De Sarmiento a Dios, en el que le dedica unas páginas rápidas a quien durante el peronismo clásico ocupara la cátedra de Literatura Argentina tras la muerte de Ricardo Rojas. Viñas señala su diálogo implícito con las interpretaciones esencialistas de la realidad nacional que cundían por entonces: si Radiografía de la Pampa había establecido el modelo, Redescubrimiento de América, de Waldo Frank -pero también los textos de visitantes episódicos como Keyserling y Ortega- le indicaron a Guglielmini un camino. Había que replicar esa mirada sobre el alma americana.
No sin deslizar sus críticas, menta con ágiles pinceladas el racismo, la desocupación y, sobre todo, bajo la forma de elogio, el espíritu pioneer de la ética protestante encarnada, con su doble moral de prohibiciones y transgresiones consensuadas, en la pertinaz afición del americano promedio por el dinero y la técnica. La gloria del americano, sostiene, radica en su aptitud práctica para convertir los sueños en realidad. Pero “es sorprendente su ineptitud para soñar cosas imposibles, y esa es su miseria”. La técnica desarrollada a niveles impensables, al ser aplicada a la producción “va desalojando al hombre” y conforma una segunda naturaleza en la cual se forja un nuevo tipo de humanidad. Sus ejemplos son el rascacielos, el automóvil y el ferrocarril, pero también la incipiente televisión, que “cuando se perfeccione y difunda asistiremos a la creación de un nuevo estilo de vida”. Sin embargo, alerta, “mientras los americanos no readapten su estructura económico-social a las nuevas exigencias de la máquina, no podrán alcanzar su ideal de la felicidad mundana. O bien será el de ellos un infierno sin esperanza, o bien realizarán la ilusión del paraíso terrenal”.
La lógica del simulacro en los vínculos humanos se verifica en lo que llama la “amenazante Nueva Eva americana”. “Sexo parlante” (sic), la mujer emancipada de atavismos morales, con su “irresistible impresión de superioridad” comanda el destino de los hombres; con las artes de la seducción produce la “perfecta ilusión del amor”. Los resabios de hipocresía puritana casan con el modelo personal virtuoso: el empresario y el ídolo del deporte. Sin embargo, pese a su afición por el beisbol sostiene, “el americano no sabe jugar”. “Los chicos en lugar de jugar manejan juguetes mecánicos”. De allí que el Mecano sea la matriz de una mentalidad, transida de puerilidad mecanizada, que moldea la nación.
Sociedad tecnificada, tiene su salvaguarda en la cultura africana heredada de la esclavitud. Para Guglielmini “el negro ha humanizado al blanco”; su alma le insufló el demonio dionisíaco con el blues y el jazz. “Insurrección y salvación”, la música “le ha dado de beber la copa del olvido” en medio de la “imponente selva de máquinas” emplazada por la racionalidad instrumental; término en ciernes en la estrictamente contemporánea Escuela de Frankfurt del cual hace un uso crucial -acaso lo más perdurable de su visión. “En medio de la baraúnda de sistemas automáticos vamos perdiendo el alma”, afirma, pero el negro con sus danzas, a las que llama “víbora enroscada en música”, aporta a la cultura la posibilidad de su búsqueda “convirtiendo la desesperanza en alegría”. Aunque su música, adoptada por todos, es llevada en el alma “como un secreto”, el Ku Klux Klan y la ley Lynch impusieron la segregación: cercenados sus derechos, para los negros la igualdad es un “mito legislativo” -sostiene. El único lugar donde brilla la invención americana, vacía de creación artística, es en el rascacielos: “arquitectura de los números, de la eficiencia y el rendimiento, es plástica, geométrica e intrascendente, carente de misterio”.
Para el viajero argentino la vida americana es simulacro: “El romance está contaminado por el negocio, la reclame, el cinematógrafo y el magazine barato”. El cine, “arte americano por excelencia”, reemplazó en Hollywood al milagro del oro. Junto al periodismo, órgano de publicidad eficiente que vuelve espectáculo la vida privada de los héroes, entroniza ídolos y configura estándares de vida. No obstante, “pese a su infantil superficialidad, su ignorancia de las cosas profundas del espíritu, de la banalidad de la vida afectiva, de la falta de distinción en las maneras y las costumbres, Estados Unidos representa uno de los momentos más brillantes en la historia de la socialidad humana” -concede.
Gobernado por una Plutocracia que hace de la historia americana una disputa entre la opinión pública y Wall Street, sin embargo, “es el país donde sin disputa la igualdad reina”. Guglielmini ejemplifica la pobre imaginación futurista con un film donde en una Tejas de 1990 el alimento es consumido en píldoras, el transporte consiste en tubos neumáticos y donde “ninguna mujer podía ser infiel porque la televisión estaba perfeccionada hasta el punto de que en cualquier momento podíamos sintonizar la conducta de la esposa ausente sobre una pantalla” (sic). Pero la máquina no solo proporciona confort, base física de la felicidad, sino que puede arrojar al desamparo y la miseria a millones de seres.
El ensayista se entusiasma con Tecnocracia, movimiento político creado por Howard Scott, que alerta sobre el dilema de la humanidad: “o el hombre domestica a la máquina o ésta lo devora”. En sus postulados afirma que cursamos una revolución ineluctable en el régimen económico político: el gobierno de físicos, ingenieros, empresarios, arquitectos, es un paradigma en curso que borrará las ideologías. Tecnocracia propone “eliminar la moneda y el sistema de precios poniendo la Energía como medida del valor”. “Mientras unos lo consideran un episodio divertido de la estupidez americana de la época de la Depresión, otros están cavilando que es necesario darle el poder a un Mussolini electricista” -apunta irónico.
Tecnocracia “no hace uso de conceptos éticos y espirituales como el de justicia, humanidad o ideal”. Pretende sistematizar las relaciones entre máquina y sociedad, tendiendo a un mundo de ocio universal. El advenimiento del Estado Tecnocrático sustituirá las formas previas, como democracia, autocracia y aristocracia. El automóvil, el traje y la hoja de afeitar tecnocrática, entre otras innovaciones, harán más fácil la vida. La costumbre de consumir a crédito hizo que la “materialidad del dinero se haya desvanecido poniendo en lugar de su forma corpórea y tangible su sentido abstracto y significativo”. Terminada la época del oro, el sistema de la moneda está condenado a desaparecer por anacrónico: es la época de la energía. La unidad de medida será la energía invertida en la producción, que por la aplicación técnica reducirá el tiempo de trabajo y eliminará la competencia individual y el motivo del lucro, y sobre todo acabará con los políticos sustituyéndolos por tecnólogos “cuya función será ajustar matemáticamente las relaciones entre máquina, el estándar de vida y la energía humana indispensable”. “El dinero tiene un valor meramente instrumental y simbólico. No me asombraría que Estados Unidos fuera el primer país del mundo que un buen día abandonara la moneda y el actual sistema de precios para sustituirlo por una técnica de símbolos más adecuada a las exigencias de la vida moderna”.
Por lo demás, la república de ciudadanos fue reemplazada por la república de los consumidores. Por ende, la propaganda modula el mundo social. “Las grandes oficinas de publicidad se asemejan al cuartel general de un gran partido político”. Su función es “polarizar un estado de conciencia de la multitud, mover sus resortes psicológicos con el propósito de impulsarla a un objetivo determinado”
Multiplicadas ansiedades y apetitos, hace que “el hombre, cuanto más hombre, viva más artificialmente”. En Occidente este moderno ideal de civilización instrumental está tan arraigado que ningún colapso podrá restituir una cosmovisión primitiva y ascética. “Las masas que van incorporándose a esa humanidad con ideales aparentemente revolucionarios y opuestos, como en Rusia, en realidad no hacen otra cosa que asimilar los conceptos de valor y las técnicas fundamentales de Occidente”. “Las masas son más sensibles a las cosas que a las palabras, y esta es sin duda la enorme elocuencia de la máquina. Ella no habla, sino que proporciona bienes inmediatamente tangibles y aprovechables”. El despertar de la somnolencia asiática mediante los evangelios insurgentes requiere materialidad. La racionalización de la vida soviética es un hecho americano.
La vida americana carece de misterios. Pero su enorme ventaja es que los secretos técnicos están al alcance de todos. “Ha perdido misterio, pero ha ganado poder”. La extraña época de prosperidad, hecha de “contrastes violentos, de egoísmo y coraje, de sordidez y magnificencia”, prohijó la apatía del hombre común: política y gobierno fueron reducidos al mínimo. La civilización se basa en el consumo; pero “no puede haber un futuro brillante para una raza que convierte los medios en fines”.
Homero Guglielmini, que había leído ciertas tendencias de la época corroboradas por la historia, adscribió al peronismo y se prodigó en libros ficcionales como Galería de Espejos y Muerte en el Chaco, y ensayos filosóficos como Temas existenciales y Alma y estilo. Murió asesinado en su casa de Mar del Plata una tarde de 1968.