Un día había un sudaca mirando una espectacular iglesia barroca en España, de las que si no te iluminan por la fe, te dejan medio bizco por el reflejo del oro. Oro del bueno, "de verdad" diría el grasita de Donald Trump, oro americano. El sudaca, que tiene una de esas cabezas, se sentó a calcular cuánto oro había ahí, cuánto costarían esos altares, qué cosas se podrían solucionar por casa con esos dineros. "Qué ladrones..." susurró, antes de irse.
Menos mal que no se puso a pensar en las especies.
En esa misma iglesia se quemaba, como en tantas otras, mirra e incienso en la adoración. Es un resto romano, que por algo es Católica y Romana, que viene directo de los templos en los que Júpiter, Diana y los emperadores divinizados vivían entre nubes de humo aromáticos. Lo que gastaban los romanos en esas resinas del Medio Oriente no tiene nombre, pero una vez que tomaron Anatolia, lo que hoy es Turquía, el mercado se estabilizó y hasta los laburantes podían ofrecer una cucharadita a sus intermediarios de allá arriba. Etiopia, donde todavía te venden esas cosas en los mercados, apareció como gran proveedor a lo largo del Mar Rojo.
El resto de la vida se repartía entre la indispensable y difundida sal, que por algo todavía cobramos salarios, el azafrán de Hispania y el espeluznante garum, una salsa omnipresente de vinagre, aceite de oliva y pescado, digamos, pasado. Había que ser noble de gran alcurnia o comerciante riquísimo para conocer el sabor de la pimienta o el clavo de olor.
Para la Edad Media, la cosa había cambiado gracias al Gran Enemigo, el Turco. Musulmanes ellos, tenían atrás y bien pisada la ruta de la seda y los dos caminos hasta las costas de la Especiería, la terrestre y la marítima, que se arrimaba por el Mar Rojo y desembocaba en Egipto. Los venecianos se hicieron estúpidamente ricos comprando y revendiendo pimienta, clavo de olor y la nuez de oro, que llamamos moscada. Los precios variaban, pero la pimienta llegó a figurar en la mesa de un trabajador, mientras que el clavo costaba cuatro veces más y la nuez moscada hasta seis veces.
Aquí hay que enfrentar la enorme montaña de tonterías sobre para qué usaban los ancestros estas especies. La mayor tontería era que se usaba para preservar comidas, en especial carnes: preservar un bife con pimienta requiere tanta pimienta que terminaba costando como un costillar entero, con lo que la matemática no cierra. El que tenía plata como para comprar tanta pimienta, ciertamente podía comprarse otro bife y listo. Si era por conservar alimentos, los europeos hacían lo mismo que el resto del mundo, los secaban como pasas, los ponían en ácidos como los pickles o los salaban como el jamón. Nada de cosas caras como las especies.
La respuesta es que para la alta edad media, digamos el siglo 13, las especies orientales llegaban regularmente a Europa y eran un símbolo de status para los que mandaban. Los recetarios medievales y renacentistas te dejan con la boca abierta con las cantidades que ordenan en guisos, asados y reposterías. La comida, se buscaba, tenía que asombrar, darte un golpe a la nariz, inundarte el paladar hasta dejarlo tonto. En lugar de elogiar al anfitrión por su munificencia y envidiarle su magnificencia, el invitado moderno se la pasaría tosiendo y es probable que tuviera un shock anafiláctico. Nosotros usamos especies casi homeopáticamente porque en el siglo 18 el influencer de Luis XIV reinventó la comida y le bajó dramáticamente el condimento. Comemos como en Versalles.
Pero mucho antes del rey figurón, el negocio de las especies llegó a ser el petróleo de la época, el financiador de vastos imperios y enormes flotas, la razón para la primera globalización de los europeos y para inventar el imperialismo moderno. Arrancaron, claro, los portugueses, vecinos pobres de los españoles que se jugaron la camisa para llegar a Oriente y liquidar a los intermediarios. Primero perdieron plata porque perdían barcos a lo tonto y los que sobrevivían eran chiquitos, pero con el tiempo crearon O Estado da India, con base en Goa, Ormuz y Málaca, y aspiraciones a un monopolio que nunca sucedió. Portugal hizo buenos dineros, le hizo bajar los precios a turcos y venecianos, financió la colonización de Brasil, Mozambique y Angola, y le hizo brillar los ojitos a una reina ambiciosa, Isabel la Católica, cuando Colón le prometió madrugar a los vecinos navegantes.
La promesa se cumplió, pero no como pensaba el Almirante. América no era India pero daba al Pacífico, que sí iba a Oriente y, relevante para esta pequeña historia, a Filipinas. El inmenso archipiélago tenía especies, acceso al ya interminable mercado chino y a las Islas de la Especiería, que quedan en ese otro inmenso archipiélago que hoy llamamos Indonesia. Para mejor, los asiáticos no usaban realmente oro como moneda y preferían la plata, que los españoles sacaban del cerro mágico de Potosí, acuñaban en Acapulco y enviaban en sus galeones, denominados como dólares. De esa época, los viejos recordarán los mantones de Manila, los bastones y muebles de Málaca, las lozas chinas azules y blancas, y la obsesión española de vestirse de seda.
Una de las cosas notables fue la conexión con el llamado Grupo de Banda, una serie de ínfimas islas volcánicas donde crecen dos maravillas. Una es el clavo de olor, nombre extraño hasta que se recuerda que el original era cravo d'olor, que en portugués quiere decir clavel aromático. El clavo es el cáliz seco de una flor que puebla en abundancia un arbusto en las Banda y valía lo suyo en los mercados europeos, a doce mil kilómetros de distancia.
La otra maravilla es la semilla de un árbol muy bonito, el miristica, pariente de la magnolia que da una fruta del tamaño de un damasco cuya cáscara se seca, se parte y deja entrever un semillón marrón con pintitas, de lo más aromático. El olor es tan atractivo que los miristica son famosos por sus enormes colonias de pájaros adictos. Contó algún holandés cuentero que si uno cazaba esos pájaros en temporada de cosecha no hacía falta condimentarlos porque ya tenían olor a nuez moscada.
El holandés podía contar sus cuentos porque para fines del 1600 su Compañía de Indias dominaba Indonesia y le había cancelado el alquiler a Lisboa. Los españoles ni se molestaron, antes o después, y compraban sus nueces a los juncos asiáticos, a buen precio para ellos, con lo que lentamente el gusto especiero se fue expandiendo por las Américas, empezando por México donde no todo era picante. ¿Cuándo habrá llegado a estas pampas a competirle al merkén y la escasa pimienta asiática? Como éramos un puerto sin importancia en el Imperio, no fue un evento registrable.
Lo que sí se sabe es que no había farmacia que no tuviera nuez moscada, conocida desde siempre como psicodélica. Todavía hoy hay por ahí abuelas que te calman y te ayudan a dormir con un vaso de leche calentito con una nuez adentro, o te rayan un poquito para poner sobre la lengua y tragar con agua. El componente activo es llamado miristicina y es casi incontrolable, porque en cantidades como para tener un trip de verdad puede causar tanto alucinaciones como brotes paranoicos, temblores e incoherencia verbal. El trip siempre empieza con náuseas y vómitos, sigue con risas incontrolables y termina en euforia. El bajón es famoso por sus dolores en los huesos, los ojos y las manos, y unas depres notables. Ya en 1600, el fraile español Sebastián Manrique vio adictos en Bengala que le agregaban nuez moscada al opio para hacerlo más fuerte. Y el médico flamenco Lobelius anotó en 1576 que le cayó una paciente inglesa con graves temblores y alucinaciones porque se había comido doce nueces a ver si tenía un aborto.
Por algo esta especie estaba en el gabinete de seguridad, bajo llave en las farmacias de antaño. Todavía hoy, en las colonias hippies de Goa se sigue vendiendo en sobrecitos de cinco gramos, bien molida para "viajar".
Las islas en Indonesia siguen produciendo sus especies, pero son jugadoras menores en un negocio en el que les queda el nicho de "original de" y el diferencial de sabor entre los conocedores. La isla de Grenada, en el Caribe, es hoy la mayor productora global, tanto que cuando los ingleses le dieron la idependencia puso una nuez en la bandera. Pero en los viejos buenos tiempos, le dieron una inmensa estabilidad al lugar. Los holandeses llegaron a cañonazos pero negociaron un buen porcentaje para el emir local, que les hizo de administrador. Su trigésimo noveno descendiente sigue en el trono de las islas, con su palacio de los años 1790, y con el único poder real, bajo la República Indonesia, de calmar al volcán local navegando a su alrededor cuando amenaza con erupciones.
Los ingleses les soplaron el negocio descubriendo cómo germinar la valiosa semilla y llevarla a sus colonias. Hoy la usamos en postres y salsas, y uno se anima a recomendar un poco por encima del puré.