Querido lector: he tenido la inmensa suerte, tras varios años de cuarentena (parte por decisión propia, parte no), de salir de mi Buenos Aires querido y conocer (porque no conocía) la inmensidad maravillosa, la espléndida majestuosidad –y temo quedarme corto– de la hermosísima ciudad de San Martín de los Andes. Si usted cree que exagero, es porque nunca estuvo allí. En tal caso lo/la disculpo, aunque para asegurar su perdón podría decirme que le gustaría/planea/ imagina/ desearía/espera poder, en tiempos mejores, darse una vueltita.

San Martín de los Andes queda al sur de la provincia de Neuquén, o sea en la Patagonia, o sea en la República Argentina, o sea en nuestro país. Y cuando digo “nuestro” me refiero a usted, a mí y a todos/as los hombres y mujeres de bien que deseen habitar el suelo argentino invocando (o no) la protección de Dios, y no al concepto de “nuestro” que se usa en estos extraños tiempos lingüísticos, y que quiere decir “vendible”, “regalable”, “negociable”.

Y ya que nombré a Dios –y con total respeto a todos los creyentes y creyentas que no supongan que Él les ordena destruir a los que finalmente son iguales a ellos pero pueden parecer diferentes–, diré que si la Biblia no se equivoca, si fuera verdad que Él creó el mundo en seis días y al séptimo descansó, puedo afirmar, con total incertidumbre pero con el beneficio de la intuición, que se fue a descansar a San Martín de los Andes.

¿Y por qué afirmo tal cosa? Pues porque lo supongo omnisciente, y "si se las sabe todas”, entonces no puede ignorar que ese es el lugar ideal para descansar de tanta Creación.

Si me dicen que fue a otro lado, me pondrán en duda la condición de omnisciente, y les pediré a los amigos observantes que al rezar digan: “Dios, no te la pierdas, que está maravilloso, pero si estás muy ocupado tratando de parar las guerras, terminar con el hambre en el mundo, tratando de entender la política, preguntándote cómo es posible que seres que vos mismo creaste a tu imagen y semejanza voten como lo hacen, excluyan como lo hacen, odien como lo hacen... Si vos, que tenés todo el tiempo del mundo, creés que no tenés tiempo, bancame una semanita a mí, pobre mortal de tiempo limitado, dame la oportunidad de conocer el paraíso en esta vida, que en la otra quién sabe".

Y no digo, lector, que de verdad sea “el Edén” (seguro que hay problemas, como en todas partes), pero… el clima es increíble, el paisaje es increíble, la gente es increíble, la comida es increíble, y de tanto increíble, uno se vuelve “increyente”. Pero sí podríamos creer que Dios estuvo por allí y creó esas truchas arcoíris para deleitarse, esos chocolates que le dan nuevo sentido a la palabra; esos aromas, colores y sonidos que te reconcilian con la condición natural de la existencia. Y que puso por toda la ciudad carteles que no amenazaban con la expulsión del paraíso sino que recomendaban el buen trato al prójimo, la escucha atenta al otro, el tiempo para la charla, para los chicos, para los mayores. Seguro que Dios se tomó un té y comió una bondiola desmechada en pan de brioche y se tomó un chocolatazo y algún bombón de tiramisú, y que sus propios ojos no podían creer lo maravilloso de su propia creación.

Y cuando al octavo día tuvo que volver a sus tareas, habrá decidido dejar a su representante en la tierra: el pontífice Lanín, que nos custodia desde la blanca majestuosidad investida por el hábito de nieve, aunque si fuera necesario podría rugir volcánicamente; y a los siete apóstoles lacustres, con sus aguas que cambian de color y nos reflejan mejorados.

Es imposible, querido lector, no reconocer que esto está desde antes de nuestra preciosa pero breve permanencia y que, si somos aunque sea minúsculamente humanos, va a seguir estando después. Las montañas no votan, pero con su sola presencia nos recuerdan nuestra pequeñez, nos marcan límites. Y estoy convencido de que, si pudieran hablar, dirían: “Venite unos días acá y vas a ver que te mejora la perspectiva, la autopercepción, la respiración, la neurosis, y hasta te podés curar de cosas que ni siquiera sabías que tenías. Eso sí, la próxima vez que un flautista te invite a Hamelin, decile: 'No, gracias. Yo ni bien pueda me voy unos días a San Martín de los Andes'".