Este sujeto capitalista obedece sin necesidad de una autoridad externa que prohíba y sancione. Se auto-gestiona como un empresario de sí mismo. El criterio que lo conduce es el del rendimiento, que nunca es suficiente: siempre está en deuda, con el capital financiero pero a la vez consigo mismo.
Nunca produce ni consume lo suficiente para ser feliz. Y a la vez, como un juego de pinzas, el régimen lo exhorta a ser feliz (escape hacia donde escape, el sujeto siempre quedará atrapado). De esta forma, la deuda es el principal mecanismo de creación de subjetividad y el motor de la valorización del capital.
Dice Jorge Alemán -siguiendo a Lacan- que nuestra relación con la lengua define nuestra constitución subjetiva.
Sólo después llegan las autoridades, las relaciones de mando y obediencia, los jefes que nos van a obligar a actuar y a ser de determinadas maneras. Esa relación es anterior a cualquier régimen político, y a vez los trasciende. No es histórica, no está sujeta al cambio. Lo que hace el capital es destruir nuestro universo simbólico, pero sin llegar a afectar esa estructura.
Pero no debemos pensar -nos dirá Alemán- que el capital coloniza todo nuestro cuerpo, penetra en ese lugar de constitución primigenia. Si fuera así, esto terminaría siendo un crimen perfecto, que no deja lugar para ningún tipo de liberación. Tendremos, por lo tanto, que volver a conectarnos con esos lugares, donde el régimen todavía no ha llegado, para a partir de allí construir otro universo simbólico y definir otra relación con el Otro. En nuestras heridas más profundas, en nuestra constitución sintomática, se encuentra el germen de nuestra liberación. Pero nunca la liberación podrá eliminar esos traumas, las heridas siempre se mantendrán abiertas.
Para Lacan el sujeto adviene en su encuentro solitario con la lengua, cuando se reconoce como sexuado, parlante y mortal. Su constitución será frente a un Otro. Va a hablar de soledad: común, una paradoja irreductible, que no se puede superar dialécticamente, o, al decir de Deleuze, una síntesis disyuntiva, donde se reúnen dos términos antagónicos pero a la vez complementarios.
Para que haya común tiene que haber soledad, y para que haya soledad tiene que haber común. Es decir, lo que tenemos en común es el trauma, el encuentro solitario con la lengua. A partir de allí, desde nuestra singularidad más profunda, podemos constituir nuevos vínculos con el Otro, sin un fundamento, sin una esencia, o algo que pueda determinarse a priori.
Lo político, ese vinculo al que estamos refiriendo, será un acontecimiento, nada que tenga que ver con lo esperado, con las posibilidades que establece el orden social (porque el régimen social establece qué es lo posible y qué lo imposible, clausurando las potencialidades del pensamiento y la imaginación). Será una creación de los sujetos soberanos, un invento, es por eso que lo político-emancipatorio estará también vinculado al el arte.
Para potenciar al sujeto y constituir las posibilidades de su liberación, hay que producir nuevos enunciados. Pero siempre pensando en que ese sujeto está escindido, y que aquellos enunciados serán impredecibles. La lengua, ese fondo vacío en el que se constituye el sujeto, es algo diferente al lenguaje. No está estructurada gramaticalmente, y puede estar ligada a un balbuceo, a expresiones a-significantes, a un universo irrepresentable. Es una estructura abierta y contingente.
En ese territorio se produce la diferencia absoluta. Es un espacio que el capital, con su lógica homogeinizadora, con sus criterios de utilidad, no puede convertir en mercancía. Es cierto que a la vez, al ser una herida abierta constituye un dolor del que el sujeto quiere alejarse, anestesiarlo, olvidarlo. Es así como el capital construye sus ofertas: vende la felicidad, resuelve la soledad y todo el dolor y la inseguridad de un sujeto que teme el azar, a lo que puede salir desde lo más profundo de su cuerpo, lo impredecible, y ese territorio vacío e indecidible que lo atemoriza.
Hay una experiencia traumática en la irrupción de lo real en la realidad. Lo real es lo irrepresentable, la realidad en cambio está atravesada discursivamente, tramada por un lenguaje significante. Lo real que constituye al sujeto es lo salvaje, lo que el régimen no puede domesticar. Los nuevos enunciados liberadores deben anclarse en ese real, en ese vacío de sentido, para producir el acontecimiento.
Esos enunciados que irrumpen en la historia, que no estaban previstos dentro de la concepción del campo de lo posible. Aquí no se trata de que el sujeto, al decir de Badiou, guarde fidelidad al acontecimiento. Por el contrario, el acontecimiento es la constitución del sujeto que produce el nuevo enunciado. No se podría establecer a priori cuales podrían ser los modos causales de producir ese sujeto, porque eso se puede ver sólo retroactivamente, es decir, después de que el enunciado se produzca. No se trata de postular una idea finalista, un lugar de llegada, como si fuera un programa revolucionario, pensando en el ideal de sociedad o de hombre nuevo que necesitamos. No sabemos adónde podremos llegar cuando aparezca el sujeto que necesitamos.
Nos forjamos en el encuentro intempestivo con la lengua, y esa marca conformará nuestra estructura. Estamos enfermos de palabras. Sufrimos porque no podemos nombrar lo real que nos enviste, nos sorprende, nos atemoriza. Nos abrazamos a significantes que nos marcan el cuerpo.
Es por eso que la liberación podrá aparecer si producimos otro lenguaje. Pero ese lenguaje tiene que estar atravesado por aquella herida, no pretender conjurarla. En este territorio no existe una naturaleza humana. Lo que conforma lo más propio del hombre es ir en contra de la naturaleza, de los instintos, los artificios que produce intempestivamente. La legua no tiene tiempo y espacio. Del encuentro con ella salen los inventos que caracterizan en diferentes tiempos históricos una cultura.
Solemos estar tiranizados por el Otro, determinados por su mirada. Somos, muchas veces, para el otro. Pero el encuentro con la lengua, si nos abrimos a él, nos determina de modo inmanente. Ya no somos para el otro (tomando a ese otro como instancia trascendente).
El territorio de la lengua no es jerárquico. Allí debemos forjar un nuevo deseo político, anclado en el inconsciente reprimido. Y empapado de ese deseo el nuevo lenguaje deberá erigirse.