Por primera vez desde la sanción de la Ley de Salud Mental, los responsables de una comunidad terapéutica irán a juicio por el suicidio de un paciente internado. En 2012 Saulo Rojas, un joven mendocino de 23 años con consumo problemático e insulinodependiente, llegó a la Fundación San Camilo –un centro de rehabilitación ubicado en el partido bonaerense de Pilar– luego de que el gobierno cuyano no se hiciera cargo de su estado. Un año después, los mismos encargados de velar por la salud de Rojas en la comunidad terapéutica le negaron la dosis diaria de insulina y lo encerraron, sin quitarle su cinturón, en una celda de aislamiento con rejas, paredes solo revocadas y una ventana sin hojas ni vidrio. “Ni el cárcel te dejan quedarte con tus cordones y el cinturón”, agregó el abogado Yamil Castro. En San Camilo también se constató la existencia de torturas y abusos sexuales.

A la casa de Myriam Lucero, madre de Rojas, el regalo de Navidad llegó de manera anticipada. “Después de tanta lucha, el 22 de diciembre el fiscal (Jorge) Nocetti elevó a juicio oral a los responsables de la muerte de mi hijo. Porque si de algo estoy segura es que a Saulo lo mataron”, relató a PáginaI12. Si bien ella prefiere no utilizar la palabra “alegría”, aseguró que “fue una gran satisfacción saber que la Justicia se está moviendo”.

A lo que hace referencia Lucero fue a la decisión de Nocetti, de la UFI N°4 de Pilar, de enviar al banquillo de los acusados al dueño de la Fundación San Camilo, Martín Iribarne; al director terapéutico, Alejandro Jacinto, y a Ángel Súñez, empleado de seguridad del centro de rehabilitación. Todos ellos fueron imputados por el delito de “homicidio culposo” en el suicidio de Rojas. 

Para el fiscal, el 14 de junio de 2013, Súñez –más conocido en San Camilo como “Pipi”– hizo todo lo contrario a lo que dicta la Ley de Salud Mental (el derecho a la protección mental, a tratar al paciente con la alternativa terapéutica más conveniente y en un ambiente apto, entre otras normas) y encerró al joven mendocino, sin su dosis diaria de insulina ni acompañamiento terapéutico durante semanas, en una habitación con cielo raso, piso de cemento, paredes revocadas y una ventana sin vidrio. Lo único que no le prohibió fue entrar con un cinturón y los cordones de las zapatillas. A los pocos minutos, Rojas se suicidó.

Pero todas las decisiones en esta granja de rehabilitación en Pilar corrían por cuenta del dueño y del director terapéutico, Iribarne y Jacinto. Ambos decidieron, a modo de castigo, enviar a Rojas a que pasara la noche en una celda de aislamiento. También, según el fiscal, fueron ellos dos quienes agregaron un mueble y un acolchado a esa habitación, tan solo unos minutos antes de que ingresara la Policía Federal a revisar el cuerpo del joven. “No querían que se notaran las condiciones en las que estaba el lugar”, agregó en su testimonio Lucio Ceretti, ex consultor de adicciones de la Fundación San Camilo.

Un joven sin ayuda

“Nosotros somos de una familia humilde en Godoy Cruz, pegado a Mendoza capital. A los 11 años, a Saulo le diagnostican diabetes, era insulinodependiente. A partir de ahí, por su enfermedad, sus amigos del barrio empezaron a discriminarlo”, narró su madre. La adolescencia de Rojas fue bastante distinta a la de los demás chicos: decenas de psicólogos, tratamientos ambulatorios y finalmente consumos problemáticos. Al cumplir los 18, su situación se agravó, ya que los centros de día de la provincia le negaron la atención, al asegurar que el cóctel de adicción más dependencia a la insulina era imposible de manejar. “Su grado de complejidad era tal que ni el gobierno de Mendoza quiso encargarse de él y por eso dispuso un subsidio para que la familia encontrara un lugar en otra provincia”, agregó el abogado de la familia, Castro, del Grupo de Litigio Estratégico (GLE).

Cuando el gobierno de Mendoza pateó la pelota, Lucero empezó a buscar desesperadamente un centro de rehabilitación en el país para que tratara a su hijo. En la web encontró tres lugares que decían tratar distintos tipos de consumo y solicitó un lugar para Rojas. Solo uno contestó: Fundación San Camilo. “Tenemos todos los dispositivos para atenderlo”, respondieron en el mail.

En junio del 2012, Lucero se decidió por dejar a su hijo en la comunidad terapéutica. “Pensé que era la solución para Saulo. Darle herramientas para que se desintoxique y comience una nueva vida”, explicó. El 22 de ese mes, ambos viajaron mil ciento catorce kilómetros en micro para llegar a la sede de San Camilo en el barrio de Del Viso. La despedida duró, apenas, un suspiro: “Me frenaron en la entrada y dijeron que ni bien cuando Saulo entró por esa puerta ya había iniciado el tratamiento”, agregó. Allí adentro, Rojas jamás volvería a ser el mismo.

El infierno por dentro

“En San Camilo no hay libertad de expresión, cuando alguno expresaba alguna queja, en vez de escucharnos y mejorar la situación, tomaban represalias de todo tipo”, recordó Matías, paciente de la granja desde 2009, y quien coincidió con Rojas en el tratamiento. Golpes, maltrato y sobremedicación eran, según el testigo, parte del paisaje cotidiano de la Fundación. “A mí no me mató la locura ni la adicción sino la violencia. La que sufrí, pero sobre todo la que vi. Es terrorífico ver cómo fajan a otro”, contó. El sitio de esta comunidad terapéutica –dirigida por Victoria Bonorino, hija del fundador del centro, y su esposo imputado, Martín Iribarne– no tuvo en cuenta ese testimonio y reprodujo otros muy distintos, aunque sin ninguna identificación. En la web también se asegura que en San Camilo “ningún paciente es rechazado” y la metodología de la rehabilitación es presentada como “una terapia que no es rígida sino que adapta y personaliza a las características y necesidades de cada paciente que ingresa”. 

Pablo Galfre, quién realizó una investigación exhaustiva sobre la realidad no relatada en San Camilo, desmintió aquella presentación online. “Es un completo manicomio. Ellos dicen que son una comunidad terapéutica pero las sesiones no duran más de diez minutos por día”, dijo a este diario. 

La cara más temida en San Camilo tenía nombre, apellido y apodo: Ángel Súñez. O bien, Pipi para los internados. Según consta en la declaración del tutor Ceretti, el vigilador imputado era una persona sumamente “violenta”. “Lo he visto golpear a los chicos, con bancos, con termos, con lo que tenía a mano”, indicó. “Para mí es peor que la cárcel ya que los chicos no tenían acceso a un abogado o a un juez para denunciar las atrocidades que hacía Pipi”, agregó Galfré. La sobredosis de eutanima, un sedante poderoso, era uno de sus castigos preferidos. “Medicaba a los chicos y ellos quedaban un par de días en cama. Nunca vi a nadie babear a causa de la medicación, pero si observé chicos adormecidos, al punto que no podían estar en la terapia”, agregó un ex psicólogo de la institución.

En los primeros meses de su estadía en la comunidad terapéutica, el joven mendocino presentó una leve mejoría. Por esa razón, Rojas fue trasladado al Campito, en Derbi, donde la Fundación San Camilo tiene sus instalaciones de comunidad abierta, con una cancha de fútbol, unos pocos talleres y una escuelita. Incluso, consiguió el permiso de salidas transitorias y viajó, en marzo del 2013, a su casa de la provincia cuyana para festejar su cumpleaños número 23. Su madre relató ese encuentro. “Lo vi más gordito, hinchado y con moretones. Pensé que estaba comiendo mejor. Sólo con el tiempo me di cuenta de lo que estaba pasando con él”, describió.

Pero toda esa recuperación fue tan sólo un espejismo. Rojas siguió manejando las dosis de insulina por su cuenta, a la vez que él y otros pacientes eran sobremedicados con ansiolíticos. “Saulo tuvo una recaída, fumó marihuana –se sospecha que lo hizo dentro del centro de rehabilitación– por lo que el asesor terapéutico (Alejandro Jacinto) determinó como sanción su traslado a la sede de la Fundición en Del Viso, es decir, en el campo cerrado”, explicó su concejero terapéutico, Ceretti. “Para él, esa decisión representaba un retroceso en su tratamiento”, completó. El joven mendocino entró en una fuerte depresión, que lo llevó a dejar de relacionarse con los otros internados. Con ese estado tampoco recibió ayuda psicológica, ya que Ceretti había renunciado, semanas antes, por diferencias con los directivos de San Camilo.

“Cuando lo llamé por última vez lo noté muy angustiado. Me dijo que en la Fundación no eran justos y prefirió callar muchas cosas”. Así memorizó Lucero la última comunicación con su hijo, el 12 de julio del 2013. Del otro lado de la línea, mientras Rojas se quebraba, los empleados de seguridad de la comunidad lo amenazaban con cortarle el teléfono si se animaba a decir una palabra más lo que ocurría en la granja de rehabilitación. 

Según consta en el expediente, el dueño de la Fundación y su director terapéutico decidieron que el 14 de julio era el día en el calendario para que Rojas se mudase al campo cerrado de la comunidad, en Del Viso. El electricista devenido en chofer, Carlos Leguizamón, se acercó con su camioneta para trasladar al joven, quien tenía listas sus pertenencias para la mudanza. Ese viaje se frustró y, como castigo, Rojas pasó su última noche en una celda de aislamiento, algo que prohíbe la ley de Salud Mental sancionada en 2010. 

“Esa celda era un horror. El engomado era una habitación pequeñísima, con piso y paredes de cemento sin revocar, una ventana sin vidrio y la puerta con rejas y candado, por las dudas”. Rojas entró en esa celda a las ocho de la noche, depresivo (“podía escuchar su llanto desde el otro lado de la pared”, describió uno de los internados) y sin su dosis diaria de insulina. Minutos después, se colgó. “La única diferencia entre la habitación de Saulo y la prisión es que en San Camilo a Saulo no le quitaron ni su cinturón ni los cordones”, explicó el abogado Castro. 

Lo que siguió después fue el intento de tapar la muerte de Rojas. Desde la comunidad terapéutica llamaron a la casa de Lucero para informarle que su hijo había “sufrido un infarto”. “Qué otra cosa podía pensar yo, a mil kilómetros de distancia”, indicó ella. Cuando llegó la policía, por su parte, el joven ya no se encontraba en la celda, que fue adornada con muebles y un acolchado. Y la causa quedó cajoneada, durante meses, en la Fiscalía N° 4 de Pilar.

Sólo a partir del trabajo de Galfré, quien recopiló los testimonios de la Fundación San Camilo para dar con la historia de Rojas, la investigación volvió a reactivarse. La fiscal Cecilia Chaieb fue reemplazada por Nocetti, quien pidió llamar a declarar a pacientes, ex integrantes y los directivos de la comunidad terapéutica. Por su parte, la Comisión Provincial por la Memoria (CPM) inspeccionó las instalaciones de Derqui. “Pacientes adultos y jóvenes víctimas de prácticas sistemáticas de torturas y malos tratos, personas privadas ilegítimamente de la libertad, afectación del vínculo familiar, uso abusivo de psicofármacos, medidas de aislamiento sistemáticas y arbitrarias”, fueron algunas de las irregularidades que encontró el organismo, además de constar un caso de abuso sexual contra un adolescente de 14 años. “Nunca vi a tantos pibes con tanto miedo de hablar”, explicó a este diario un integrante de la Comisión.

La última semana de noviembre, la Fundación San Camilo cerró sus puertas, aunque dejó en funcionamiento su página web para recibir nuevos pacientes. El año que viene, dos de sus directivos (Jacinto e Iribarren) junto al empleado de seguridad, Pipi Súñez, irán a juicio acusados de “homicidio culposo” por la muerte de Rojas. “Esto recién comienza”, explicó Lucero y aseguró que “voy a seguir luchando porque mi voz es, en realidad, la voz de mi hijo pidiendo a los demás chicos encerrados en estos lugares que aguanten. No están solos”.