Es conocida la consigna demoledora con la que Clinton derrotó a Bush en las elecciones norteamericanas de 1992: “Es la economía, estúpido”. En ella se resumía la importancia de los factores económicos de la población por encima de cualquier otro criterio, a la hora de evaluar su bienestar y preferencias políticas.
En general, el enunciado contenía una verdad incontrastable respecto a que el éxito, la estabilidad y durabilidad de un régimen de gobierno se juega primordialmente en la capacidad que tiene para mejorar ascendentemente los ingresos económicos de la mayoría de las familias y, sobre esa base, luego, ampliar reconocimientos identitarios, justicia ambiental, orgullo nacional, equidad, etcétera. Las victorias electorales de Clinton de 1992, o la derrota de Biden el 2024, de Fernández el 2023 o Arce el 2025, confirman esa regla.
Pero, en esos años, en su uso ideológico legitimador, la frase condensaba además un “espíritu del tiempo” caracterizado por la impetuosa expansión de los mercados globales, los tratados de libre comercio y la competitividad como supremos criterios de vida y de esperanzas; por encima de aquellos que se preocupaban por la soberanía, la cultura o solidaridad. El mercado era el gran faro organizador del destino de los pueblos y había que someterse reverencialmente a sus reglas. Al menos hasta que no haya crisis.
Y así fue.
Cuando los mercados detonaron la crisis de las hipotecas subprime del 2008 las escusas sobre la “desconfianza crediticia” no pudieron resolver lo que causaron y, como siempre, quien tuvo que salir a salvarlos de la catástrofe fue la política, esto es, la intervención de los Estados. Según el historiador económico Tooze (El Apagón, 2021), la cantidad de dinero inyectada al sistema financiero por los gobiernos de las economías avanzadas fuel del 1,5 % del PIB. En tanto que en el 2020, el salvataje político de los mercados fue mayor. El gobierno norteamericano “regaló”, principalmente a las bolsas de valores empresariales, el equivalente al 13 % del PIB. En tanto que Alemania el 39 %, Francia el 22 %. Los mercados funcionan como “leyes naturales” en tiempos estables, pero, en crisis, son los denigrados Estados los que regeneran y reencauzan la economía.
De ahí que, en épocas de grandes incertidumbres, lo contrario de la frase clintoniana también es cierto: “Es la política, estúpido”.
Es la política la que crea mercados, la que salva recesiones, la que frena inflaciones, la que amplía el consumo, la que industrializa naciones y resucita empresarios, Especialmente en tiempos de crisis. Esto es algo que lo sabe perfectamente el presidente Trump.
A contracorriente de las tonterías que vociferan algunos presidentes de la derecha autoritaria y, también, del pusilánime “progresismo neoliberal”, que creen que el globalismo y las leyes del libre comercio son imprescriptibles, Trump les enseña que el libre mercado es bueno o malo según la base industrial que tenga el país. Que los aranceles están para resguardar a sus empresarios y subordinar a sus competidores. Que la deuda pública es saludable si sirve para apuntalar la oferta. Que el Banco Central está para solventar las políticas económicas del Ejecutivo. Que el Estado puede ser un accionista de empresas estratégicas (INTEL). Que la soberanía estatal es más importante que un mercado ya que, un mercado no puede engendrar un Estado: en cambio un Estado puede producir muchos mercados.
En tiempos de declive económico, de volatilidad de las confianzas, de bajo crecimiento global y extendido malestar social, como hoy, la política económica ocupa un puesto de mando privilegiado para reorganizar los factores económicos. En esos tiempos, también el aforismo leninista de la “política como economía concentrada” puede ser invertido: “la economía es política concentrada”. Son decisiones políticas las que pueden canalizar préstamos, abaratar el dinero, subvencionar actividades productivas, direccionar consumos, socializar tecnologías de mayor productividad y regular salarios capaces de superar la “larga recesión” que agobia al mundo desde hace más de una década. Por ello, no se requiere mucha sabiduría para entender que el Estado es parte medular de cualquier solución a la actual crisis global. Lo que resta saber es quiénes serán los más beneficiados del uso de este monopolio de los recursos comunes organizados como Estado. Si será la parte mas privilegiada, en detrimento de la mayoría social, o si, será a la inversa. Esto también es un tema de correlación de fuerzas políticas.
Ahora bien, cuando el presidente Milei corre a hablar con Trump para solicitar un salvataje para su modelo económico liberal en descomposición, a pesar de su retórica libertaria, sus acciones están confesando que ha fracasado estrepitosamente con la cruzada de crear un régimen económico guiado únicamente por reglas de mercado. Falló al querer dinamitar el Banco Central, pues lo necesita para retener el dinero de los ahorristas con los encajes bancarios, y para subir las tasas de interés en pesos, para que éstos no fluyan al dólar. No puede “destruir” el Estado, tal como lo prometió, pues sin él no podría endeudarse con el FMI o con el Tesoro norteamericano. Juró que la inflación es un tema estrictamente monetario y para detenerla guillotinó el gasto público. Pese a ello, la inflación acumulada de los últimos 8 meses ya llega al 20 %. Prometió que el mercado de divisas se regularía por si mismo pero la fuga y el ahorro en dólares ha vaciado las arcas estatales y desquiciado todo el plan de regulación de su precio.
¿Y qué queda en medio de la hecatombe? ¿Los mercados? No señor. Los “mercados” siempre huyen despavoridos a refugiarse a cualquier lugar del mundo donde les den rentabilidad, sin importales que el país se hunda. Lo único que queda siempre es…la política. Sí, la maldita, denostada y excomulgada política del Estado. Y ahí vemos al feligrés del mercado, ahora como un acomplejado apóstata, cambiar de retablo y postrarse ante el envenenado y diabólico becerro del Estado (norteamericano) para rogar amparo ante el diluvio que amenaza ahogar su endeble y grotesca obra liberal.
El salvataje económico que Trump ofrece a la Argentina no es una acción de mercado. Es un acto político puro. Es la “mano visible de la Estado” abofeteando a la “mano invisible del mercado”. Y no tiene nada que ver con simpatías y convergencias doctrinarias en economía. Él se ríe conmiserativamente de las confusas piruetas liberales con las que su interlocutor explica sus razones. Trump es un hombre de aranceles, subvenciones, endeudamiento público, guerras comerciales, nacionalismo, políticas industriales y proteccionismo. La antípoda económica de Milei. Y entonces, ¿por qué el apoyo? Por conveniencia política y lucro. EE.UU. necesita un campamento en sud América para contener la avanzada de los mercados chinos que se han convertido en los principales socios comerciales del continente. También algunos minerales críticos que tiene Argentina.
Por hoy, el escaparate liberal no cayó por obra de corrientes políticas globales que los fósiles libertarios ni controlan ni entienden. Pero es solo una precaria pausa. Las “tijeras” de dólar barato con economía estancada, por un lado, o inflación, por otro, se sigue abriendo, alimentando aún más, la fuga de dólares al extranjero. Y con todo ello, nuevas crisis.