Para las reuniones de lecturas
Entonces, cierras la ventana/ y oscilante, en el péndulo aleve,/ glisando el ébano perenne del reloj,/ está la muerte, mirándote. Antífona. Aldo Oliva
El médico, con el rostro apesadumbrado, le dijo: Tiene para tres meses. Abel, de padre hebreo y madre palestina, apenas sonrió. Tenía edad suficiente para tolerar el fin de su vida, como un barco que llega al puerto donde lo desguazan o, un tren que llega a la estación terminal de su recorrido.
Además, reconocía que su vida no había sido algo muy importante que digamos, solamente el hecho de considerarla un misterio maravilloso, y si bien de chico quedó solo al morir su madre, siempre fue ayudado por los vecinos del barrio, especialmente una mujer bibliotecaria, que sintió como un deber acomodarlo en la pequeña biblioteca anarquista, donde le enseñó la magia maravillosa de los libros.
De hecho, Abel se recibió de profesor y pasó la mayor parte de su ejercicio de la docencia, en las escuelas secundarias, porque al contacto con los chicos, sentía recuperar parte de su adolescencia perdida. Una sola vez mandó a una joven a rendir, porque se había obstinado en ser una excepción, por lo demás, prefirió siempre congraciarse con el curso en cuestión y la verdad, es que no le había ido mal por eso. Siempre lograba que leyesen los textos que les daba a elegir.
La biblioteca Ghiraldo, actualmente en Marcos Paz y Carriego, antes estuvo en otros lugares, en la calle Alvear, en Cerrito y siempre, gracias a la persistencia de un grupo mínimo, que no se conforma con las alienaciones propias de las sociedades actuales, sometidas al más salvaje capitalismo.
Abel las ha frecuentado a todas y ahora piensa, que ese periplo tan apreciado como el mayor bien de su vida, está a punto de culminar.
En verdad, lo sentía como el más doloroso; la mayoría de la gente cree que el conocer depende de viajar, pero Abel siempre sostuvo la convicción de que el mayor conocer lo dan los libros y la verdad es que en su humilde casita del barrio la Tablada, trataba de enseñar a los chicos del barrio, (mucho de los cuales no iban a la escuela), los sinuosos caminos de la cultura.
A veces, les narraba una película, otras les leía un libro, ya sea El gaucho Martín Fierro para que entreviesen el drama de los hijos abandonados, como muchos de ellos o, Los duelistas de Joseph Conrad para que entendiesen que un hombre no se define por las armas, a las que son propensa la estupidez y la brutalidad de lo que llamamos condición humana.
Por supuesto, tenía que extenderse en complicadas explicaciones, todo lo contrario de cuando leía La madre de Ernesto, de Abelardo Castillo, Los Bailes, de Velmiro Ayala Gauna, Pequeños Propietarios de Roberto Arlt, que eran rápidamente comprendidos… Increíblemente, las secciones de lecturas de los martes y los jueves no sólo eran correspondidas sino que, a medida que se expandía su conocimiento en el barrio, más chicos se agregaban, con lo cual podía expandir el interés por las tragedias y los mitos, tales como el de Edipo, que al comenzar con un tema de homosexualidad, motivaba mayor atención por considerarse un tema tabú.
Abel había tomado la costumbre, al salir de las escuelas, de no regresar directamente a su casa; solía peregrinar por los distintos barrios de su ciudad, buscando las historias que acumulaba en un diario personal. La historia que más lo perseguía, era la de un joven español, Joaquín Penina, oriundo de Gerona, asesinado el 10 de septiembre de 1930, por la dictadura de Uriburu, sin ningún otro motivo que amedrentar a la población y sin ningún otro pretexto que acallar ideas.
De joven, la rebelión surgiendo incontenible de su sangre, lo había llevado a manifestarse en cualquier oportunidad; recordaba sus viajes a la biblioteca Anarquista de Buenos Aires, donde ayudaba a Rubén, el bibliotecario, y a los chicos de la calle que solían dormir en la biblioteca, a catalogar los libros que eran donados.
Recordaba las cartas de los anarquistas españoles, derrotados por el franquismo, que llegaban como despedida y una poderosa nostalgia se apoderaba de él.
Por supuesto, no tardó en comprender que pertenecía a una idea derrotada, y eso, más las circunstancias adversas que determinaron su vida, lo hizo desdeñar la mera mimesis de lo real, a la cual la mayoría eran afectos.
Recibida la noticia del médico, la rara sensación de sentirse cercanamente mortal, lo sometió a una íntima deriva de qué hacer con su vida, ahora que sus días estaban contados.
Para colmo lo asediaban distintas consideraciones; pensó que debía enfrentar el nuevo proceso, como si reiniciara un viaje iniciático, ya que todo viaje implica una exploración del cerebro y, si la exploración o el cálculo a que se somete falla, se debe a que no es un sistema razonable, más que lo que el mundo presenta como sistema racional.
Recordó que el médico le dijo: Mi cálculo no es definitivo, además, es increíble la capacidad de adaptación de cada uno… Recordó el día en que perdió a su pequeña hija y, a intersticios, lo asaltaba la pregunta de cómo había podido tolerar el momento, como había podido sobrevivir cuando la sensación, vívida como una brasa al rojo vivo en su costado, lo instaba a desaparecer…y, sin embargo, aún persistía.
La identidad del mundo y el cerebro, pensó, su coalescencia, no forma un todo, sino un límite, una suerte de membrana que se contrae o se expande al contactar un afuera y un adentro. El adentro, que implica un pasado, toda una psicología que contamina al cerebro, el afuera que anticipa el futuro, tal vez una cosmología, una evolución y entre ambas, ahora, una presencia de muerte que trasvasa la membrana en los dos sentidos y comporta a la vez, una pregunta: ¿Que voy a hacer? Pero…piensa, esto no quiere decir nada, es una falsa pregunta, una suerte de curvatura dentro de un agujero negro, porque lo que siento es: ¿Para qué hacer algo?... y por más que indagaba en los datos encerrado en la pregunta, se respondía: ¿Sólo eso? Pero ya no medía sus preguntas por la inteligencia, sino por la intensidad… Entonces…
Entonces recordó a la vieja aborigen Qom, vendedora feliz de flores, búhos de barro y atrapa sueños, que periódicamente tocaba el timbre de su casa. Pese a su indigencia parecía feliz porque, en la medida que circulaban sus flores y sus atrapa sueños, recargaba al mundo de datos.
Fue en se momento que comprendió los datos encerrados en su situación y, en ese mismo momento, decidió producir un pequeño jardín en el predio trasero de su casa, que bordeaba las vías del ferrocarril en desuso, paralelo a la calle Gálvez. Comenzó con algunas rosas y algunos tulipanes, los primeros de una serie que nutrieron al jardín de múltiples y variados colores, y lograron que algunos chicos de la villa cercana se sumaran a su tarea, probablemente por la progresiva convocatoria de los pájaros.
Volvió a revivir los días felices, porque asimilaba las flores a las letras de un abecedario, que la naturaleza expresaba a través de sus insólitas combinaciones y, se sentía como cuando citaba un diálogo del Quijote o un terceto de la Comedia, frente a la clase.
Para mejor, una tardía tarde de primavera, un chico le trajo un gladiolo negro que plantó selectivamente en un macetero, porque lo sentía, no sólo un símbolo de su calmo anarquismo, sino de su pronta muerte y de su aceptación, porque no se carga al mundo de datos, sin devenir y sin pasaje, sin hacer circular algo por muy pequeño que sea.


