Una mañana de primavera el nieto del príncipe Genji se escabulle de la ciudad imperial y toma el tren que, apenas una estación después, lo deja en las afueras de Kioto. Presa de un malestar indescifrable empieza a deambular por extrañas e intrincadas callejuelas, y luego de ascender bordeando un largo paredón encuentra un monasterio. Varias páginas después nos enteramos del motivo de su errancia: encontrar un jardín de belleza y perfección inauditas, escondido en alguna parte de un complejo de templos. Él lo ha visto, o recuerda haberlo visto al hojear una célebre obra titulada Cien hermosos jardines, y después de agotar en encontrarlo todos los recursos - el libro no menciona en qué lugar puede hallarse y hasta alguno sospecha que en realidad el jardín no existe- decide ir a buscarlo, en una solitaria travesía, tan sensible como metafísica, la búsqueda de algo que lo determina y a la vez le resulta imposible de nombrar.
Hay en la prosa de László Krasznahorkai -nacido en Gyula, Hungría y que acaba de obtener el Premio Nobel de Literatura-, un uso de la frase que da la sensación de abrirse paso en algo interminable, como corrientes de aire que albergan lo sutil y lo cambiante, algo que está tan pegado a la existencia que pasa inadvertido.
La trama asoma esporádica y leve, aflora aquí y allá en la deriva de un protagonista que no es más que el despliegue narrativo que da cuenta de las materialidades más simples e imponentes. Las acciones son mínimas, escuetas, y denotan un peso que no es existencial sino intraducible, una especie de somnolencia, de leve amenaza de desvanecimiento. El protagonista (y el lector), continuamente están atravesando espacios, como si un gran escenario se multiplicase y renovase a cada paso.
Pocas páginas bastan para comprobar la asombrosa capacidad narrativa de Krasznahorkai, un fraseo envolvente, casi sin peso, y que a la vez conlleva un incesante flujo de detalles, en un libro que es también un homenaje a la cultura y la idiosincrasia japonesa.
A principios de los noventa el autor pasó largos periodos en Mongolia y China, y más tarde en Japón. La narración desgrana poco a poco una increíble erudición en materias como arquitectura, botánica, geología e historia: desde la artesanía milenaria del papel y la fabricación de libros, la confección de estatuas y jardines, hasta el proceso increíblemente largo para la construcción de los templos, la selección de la montaña que albergue los mejores ejemplares de hinoki -el ciprés japonés con el que se fabricarán las vigas-, las décadas de atenta vigilancia de su crecimiento, hasta el momento exacto de la tala, en cuya ceremonia el maestro artesano jura responder con su vida que ese acto no significará derrochar la vida del árbol sino darle “la vida de la belleza”.
En esa tradición basada en la observación, en la repetición y en el orden interno a la naturaleza de las cosas, en donde la materia y el espíritu están entrelazados, todo está codificado, todo parece previsto y premeditado, y es esa adecuación absoluta la que permite oír el crujido más leve, “la certeza del recuerdo de que alguien pasó por allí”.
La simetría, el orden, la pulcritud, la belleza discreta o imponente, no solo no eliminan la sombra del dolor, sino que la hacen casi omnipresente. Como el pequeño Buda de pie y con la cabeza ladeada “para no tener que mirar, para no tener que ver, para no tener que percibir ante sí, en las tres direcciones, delante y a los dos lados, este podrido mundo”. La presencia de un zorro rabioso, la marcha agónica de un perro apaleado hasta la muerte, son como el contrapunto que agrieta la armonía fabricada. A Buda se le pide luz para saber dónde buscar, pero también se le pregunta si tiene sentido buscar.
Corredores, terrazas, templos, nubes, vientos de todo tipo, un árbol milenario, jardines de rocas salvajes, todo sume a quien recorre estos espacios, vacíos de presencia humana, “en la inconmensurable simplicidad de la belleza, en la sensación de que todo existe y nada existe todavía, de que las cosas y los procesos que viven a una velocidad inasible y terrible, encerrados en la necesidad aparentemente inagotable del alumbramiento y la desaparición”.
La sensibilidad excepcional del nieto del príncipe Genji, a quién “no lo desarmaba la realidad, sino la posibilidad de la realidad”, lo hace avanzar aun en el delirio de su mente, para encontrar esa especie de Aleph, el pequeño jardín que es capaz de expresar “lo infinitamente simple mediante fuerzas infinitamente complejas”.
Hablando de los vientos, por ejemplo, el narrador expresa algo que bien podría asimilarse a la sensación que provoca leer las largas frases de Krasznahorkai: “ su existencia transcurría en el ámbito espectral de la mediación más profunda, ya que eran evidentes pero inalcanzables, ya que eran presentes pero inasibles, ya que, excluidos de la existencia, eran la existencia misma o, dicho de otro modo, coincidían con la existencia hasta el punto de identificarse con ella, y la existencia no se ve jamás”.
Lejos del tono absurdo y apocalíptico de buena parte de su producción, esta novela alberga sin embargo la densidad elocuente del resto de su obra, “una regularidad fascinante que es tan profunda como la impotencia de las palabras ante un paisaje incomprensible e inaccesible por su hermosura”.
Comparado por Sebald y por Sontag con Gogol y con Melville, con sus frases repletas de digresiones y repeticiones, (su primer traductor, George Szirtes, describió su estilo como “un flujo de lava lento de narrativa”), la capacidad descriptiva, la música envolvente de Krasznahorkai , en la estela de autores como Beckett o Thomas Bernhard, y en cuyas alusiones a lo infinito, a los falsos autores y a lo laberíntico sobrevuela el espíritu de Borges, será sin duda un descubrimiento perdurable para muchos nuevos lectores.



