Tenía noventa y cinco años cuando murió y más de cuarenta cuando se dio cuenta de que era una fotógrafa. La vida empieza otra vida un día cualquiera. Aprendió algunos trucos con Lisette Model (la gran fotógrafa austríaca) y salió a la calle con ojos propios.
Las historias que cuentan sus fotos cruzan la impostura y siguen de largo. Quedan el rictus que se quiso esconder, la mandíbula tensa, la mirada intranquila, el pulso de la garganta, el matiz indeleble de la intensidad que no se escapa. ¿Fue el silencio lingüístico que vivó en Japón durante un viaje el hacedor de su cámara lúcida?, ella decía que sí: “No podía hablar con nadie y con mi Kodak Instamatic pude comunicarme conmigo misma, (…) algo es diferente en mí cuando tomo fotos".
Rosalind Fox Solomon nació en Highland Park, Illinois, estudió ciencias políticas, se casó con un sureño que la prefería ama de casa, se mudó a Chattanooga, Tennessee, y tuvo una hija y un hijo. Se divorció unos años después de haber cumplido los cincuenta y se mudó a New York. Su nueva casa, el último piso de un edifico de hierro, granito y terracota que formaba parte de un antiguo edificio comercial en el distrito histórico, era también su estudio. La vida empieza otra vida.
Después de la revelación japonesa viajó con su cámara a Perú, a la India, a Guatemala y a África. Chamanes y rituales la estaban esperando, la mudez nipona ahora hablaba lenguas y convertía el interior en exterior sin usar el cuchillo, como dicen unos versos de Blanca Varela. La serie "Retratos en los tiempos del SIDA", sus casi treinta exposiciones individuales y un centenar de colectivas son una parte del aleteo que la busca y nombra.
En los últimos años incorporó poesía, juegos performáticos y algunos colores a su proyecto fotográfico. “Puedo entender y entenderme si miro a otrxs” es tal vez la oración que más usaba para responder a la pregunta que le hacían sobre sus elecciones, sobre las fotos que les había sacado a unos adolescentes camboyanos que habían perdido las piernas por las minas terrestres y a las personas que acompañaban a otras durante una enfermedad. Son fotos (casi todas cuadradas y en blanco y negro) que documentan y abrazan.
Ese abrazo también le llegó a ella porque en un momento de su vida, cuando estelarizaba la vejez, Rosalind decidió ser la fotógrafa y la retratada, “A Woman I Once Knew” (Una mujer que una vez conocí) da cuenta de ese posado autobiográfico que se exhibe desobedeciendo los decretos que le imponía su madre: “Cree en la belleza, la gracia, la buena educación y los modales de una dama, (…) La juventud es mi dios”. El cuerpo fotografiado de Rosalind tiene arrugas, manchas, cicatrices, juanetes, una lámina de piel dura y oscura en la planta del pie, callos, uñas quebradas y heridas, huesos que sobresalen y duelen. Es un trance nupcial -íntimo- que domina el encuadre mientras se convierte en el mejor vínculo con el tiempo y la realidad del día en el que una mujer se pregunta: ¿quién es esa mujer que me mira?



