La reciente decisión de la Corte en fallo Castillo no resulta un hecho aislado. Es parte de una regresión que desde hace algunos años intenta dar por tierra con los consensos éticos, jurídicos y políticos construidos por la democracia en torno al Nunca Más.

Esta sentencia bochornosa partió de una Corte integrada apenas por dos jueces titulares —cuyas designaciones por decreto vulneraron la Constitución— y completada por magistrados subrogantes. Ellos resolvieron poner en cuestión el canon vigente desde 2003: la consolidación del proceso argentino de juzgamiento a los responsables del terrorismo de Estado, reconocido internacionalmente.

El argumento central del fallo —la prolongación de la prisión preventiva viola la presunción de inocencia y los tratados internacionales— se presenta como una defensa del derecho. En apariencia, reivindica el principio garantista frente a posibles excesos del sistema penal. Pero esa lectura desatiende la especificidad de las causas por crímenes contra la humanidad: su magnitud, complejidad y los compromisos asumidos por el Estado argentino ante la comunidad internacional para garantizar justicia efectiva.

La extensión del encierro cautelar en estos casos no se explica únicamente por la gravedad de los delitos, sino por la estructura misma de los procesos, la multiplicidad de imputados, la necesidad de preservar pruebas que datan de hace medio siglo y la persistencia de redes de encubrimiento y complicidad. Los riesgos procesales —que la Corte minimiza— son concretos y están sobradamente documentados en innumerables casos: el amedrentamiento de testigos o la desaparición de Julio López, las fugas de represores como De Marchi u Olivera, los más de cien genocidas prófugos de la justicia, sumados a los innumerables intentos de entorpecer las investigaciones.

La Corte desconoce los deberes internacionales asumidos por la Argentina: investigar, juzgar y sancionar de manera efectiva a los responsables de crímenes de lesa humanidad. Al reducir la discusión al plano estrictamente procesal, el fallo desatiende las particularidades que estos delitos presentan: la planificación estatal, la magnitud del daño causado, la pluralidad de víctimas y la complejidad probatoria de causas que involucran cientos de expedientes y décadas de encubrimiento. Más grave aún, el Tribunal ignora la inacción y la lentitud con la que muchos magistrados han tratado históricamente estas causas, incluida la mismísima Corte Suprema en su continuo letargo de confirmación de condenas.

El caso de “El Indio” Castillo evidencia la contradicción más notoria del fallo. La propia Corte reconoce que el imputado lleva más de una década en prisión preventiva, pero omite considerar que el mismo sujeto ya fue condenado a prisión perpetua en otro tramo de la causa por crímenes de lesa humanidad. Peor: En 2006, cuando comenzaron los pedidos de detención, Castillo se dio a la fuga. Permaneció fuera del país con identidad falsa y fue capturado en Brasil en 2011 y luego extraditado. ¿Hacen falta más “indicios concretos”?

Así se desarticula la doctrina que el propio Tribunal había establecido en el precedente Acosta (2012), que enumeraba los factores que debían evaluarse en estos casos: los obstáculos estructurales del juzgamiento, el grado de avance de la causa y las condiciones personales del imputado. Paradójicamente, el fallo Castillo desoye ese estándar y lo reemplaza por un formalismo vacío.

El resultado es un pronunciamiento que deslegitima la autoridad moral de la Corte y vulnera la arquitectura jurídica construida en dos décadas de juicios. Lejos de reforzar el Estado de Derecho, este fallo lo pauperiza. Se olvidan que las garantías procesales no se oponen al deber de juzgar, sino que deben coexistir con él bajo una interpretación razonable y contextualizada. La Corte traslada así el eje del debate desde el derecho de las víctimas al confort de los victimarios. El fallo es una verdadera vergüenza judicial, que abre otra vez la puerta a la impunidad, como el 2x1 firmado por estos mismos jueces con Macri, ahora al amparo de la "política reivindicadora del genocidio de Milei y Villarruel".

Una vez más, la sociedad argentina enfrenta el desafío de reafirmar los principios que dieron sentido a la reconstrucción democrática. La impunidad, aunque se disfrace de pretendida legalidad, sigue siendo impunidad. Los jueces deben saber que el compromiso asumido por el pueblo argentino no admite retrocesos y su tarea no es relativizar el pasado, sino asegurar que nunca vuelva a repetirse. Frente a este nuevo retroceso de la Corte: Ni un paso atrás, Ni un genocida suelto.