Existe un poder que lanza palabras perversas de violencia sexual contra infantes, mujeres y simios, así como contra personas que piensan diferente. Hemos escuchado esas desubicaciones de boca del primer mandatario argentino actual y su intolerancia con las diferencias. El acto de lastimar a menores y personas vulnerables en general es propio de fascistas, una ideología persistente, ya que ha existido bajo distintas modalidades desde el comienzo de la historia, y se convirtió en partido político bajo la gestión de Benito Mussolini.

El fascismo, miserable privilegio de las derechas. Si esta postura anti humana aparece una y otra vez ostentando el poder es porque una parte de la población adhiere a la pedagogía del odio y la brutalidad totalitaria, misógina, homofóbica y despiada. Este es el volumen significativo en el que se mueve el poder actual argentino que tiene un aire de familia con la singular versión de la ópera Salomé interpretada en el Teatro Colón desde fines de octubre.

El fascismo no es una rareza histórica, sino más bien un eterno retorno intempestivo que se manifiesta desde nuestros mitos fundantes hasta la actualidad, pasando por la quema masiva de mujeres y niñas acusadas de brujería en los siglos XVI y XVII. No en el medioevo como suele creerse, ahí se quemaba aisladamente alguna que otra mujer mayor, pero en el comienzo de la modernidad, hubo quemas masivas de mujeres sin distinción de edad. Y, en nuestra época póstuma, bajo el régimen libertario, se hacen hoguera con los derechos de las mujeres, las sexualidades no hegemónicas, las vejeces, las pobrezas, las infancias.

El arte -que no imita la realidad, sino que construye metáforas a partir de ella- exhibe desde lo hermoso a lo escabroso, desde el amor al odio, desde los estados de bienestar a las injurias degradantes de regímenes desalmados y violentos que derraman misoginia, pedofilia, tiranía y crueldad.

El fascismo se reedita según pasan los años bajo distintas modalidades y es denunciado no solo desde políticas humanitarias, sino también desde diferentes modalidades del arte. En esta oportunidad me refiero a una ópera inspirada en un registro bíblico, interpretada por primera vez en Europa a principio del siglo XIX, y replicada internacionalmente desde distintas lugares y perspectivas, en nuestro país se reversionó hace unos días.

Foto: Lucía Rivero.


El poder y la violencia

Hablemos de Salomé. Según el evangelio de Mateo (14:6-11) fue hija de Herodes el Grande (responsable de los infanticidios en Belén), y sobrina e hijastra de Herodes Antipa. Pues Herodías, su madre, se casó con su cuñado que ocupó el trono de tetrarca que había ocupado su hermano (el padre de Salomé). Estas relaciones incestuosas eran duramente juzgadas por Juan Bautista, motivo por el cual yacía encarcelado en una cisterna del palacio de Herodes Antipas, que acosaba sexualmente a su hijastra y sobrina menor de edad.

Las fuentes primarias testimonian que la adolescente Salomé, azuzada por su madre, Herodías, después de bailar la danza de los siete velos para su baboso padrastro, le pidió al tetrarca la cabeza del Bautista como venganza por los anatemas que el santo pronunciaba contra aquellos enredos familiares.

Pero Oscar Wilde, en su obra teatral Salomé, sobre la princesa sangrienta (extrañamente escrita en francés, no en inglés que era la lengua materna del escritor), cambia parte de la historia y muestra una adolescente lujuriosa que se enamora del santo y lo incita a besarla. Pero, ante el rechazo indignado del Bautista, Salomé baila la danza de los siete velos para Herodes Antipas, su acosador y, como recompensa, le pide la cabeza de Juan Bautista en una bandeja de plata.

A comienzos del siglo XX, Richard Strauss presenció la obra teatral del escritor irlandés y se inspiró convirtiéndola en ópera en idioma alemán. Criticada, vilipendiada y prohibida por “escandalosa”. Finalmente fue aceptada, triunfó. El argumento contradice la tradición ya que no es Herodías sino su hija la que desea la muerte de Juan impulsada por el despecho. No obstante, todas las versiones de este drama son misóginas y ponen a la mujer (Herodías) y a la niña (Salomé) en el peor de los lugares condenatorios cristianos: la mujer es puro instinto sexual y desenfreno mientras los hombres son pobres instrumentos en manos de mujeres que, por el hecho de serlo, son lujuriosas, vengativas e incitan a los pobres varones a que cumplan con sus endiablados objetivos.

Retornemos un instante al origen de la creación. La culpa de haber desobedecido a Dios Padre y haber comido la manzana prohibida fue de Eva, una mujer, El hombre fue víctima de la tentación (“mirá como me ponés”). Y, ¿qué mérito hubiese tenido si no pecaba porque no era tentado?). De manera similar, la culpa del asesinato de Juan Bautista fue el desenfreno de mujeres desvergonzadas y egoístas que incitaban a un tirano a pecar.

Foto: Juanjo Bruzza


Hombres inocentes, mujeres culpables

Ahora bien, ¿qué es un hombre?, ¿un pobre ser sin voluntad propia que se deja prepotear por las malditas mujeres?, ¿un ser tan desvalido que no sabe decir “no”?, ¿una especie de inocente que si peca no es por su culpa sino por la tentación mujeril?, ¿es alguien que ejerce violencia únicamente hostigado por la mujer?

Precisamente, la versión de la ópera de Strauss Salomé reiiterada hace unos días en Buenos Aires, pone en evidencia el machismo del relato sin juzgarlo. Simplemente exponiendo la pedofilia y la misoginia, así como el eterno retorno de la crueldad “fascista” sin sentenciar ni pretender ser edificante.

A poco de comenzar la obra un personaje proclama que la mujer es la encarnación del mal en el mundo y, de hecho, aunque Herodes destrata a su mujer en púbico y, otra mujer, Salomé, aparece como la causa de todos los males, en esta versión de Lluch se trabaja más con el deseo que con la culpa. ¿Bajo qué modalidad? Bajo el simbolismo más que sobre el realismo.

La dirección escénica de esta versión aggiornada está a cargo de la artista catalana Bárbara Lluch. Todo el elenco es de excelencia, como el director musical Philippe Auguin y las voces, la actuación, la escenografía. En la puesta se destaca lo simbólico, los elementos más relevantes de ese estilo pendulan entre el número siete y la luna.

Foto: Juanjo Bruzza. 


El siete y la luna

El número siete aparece unas quinientas veces en la Biblia y es ostensible en la escenografía minimalista de Daniel Blanco en la reciente puesta en escena de Lluch. El siete simboliza infinito, perfección, sabiduría, inteligencia y también inestabilidad. Estos elementos aparecen en el círculo enorme que cubre el piso del escenario y significa la inseguridad de toda elección. La inestabilidad es tal que, en algunas de las representaciones, hubo tropezones no buscados pero elocuentes. Ese círculo contiene siete niveles que, en algunas tradiciones representan los siete niveles del infierno (aun cuando Dante considera que son nueve).

¿Y la danza de los siete velos? Realmente no aparece en la Biblia, fue un agregado de Wilde inspirado en una diosa hindú y cargado de significaciones erótico religiosas. ¿Y la luna? Simboliza a la mujer (Selena para los griegos) y se replica en una luna llena inmensa que hace un juego de espejos con los siete círculos de la escenografía.

En lo más denso de la tragedia esa luna inmaculada se torna roja, como el crimen, como la menstruación, como la pasión, como las manos y la boca de Salomé cuando besa la cabeza sangrienta de Juan, que yace en una fuente de plata redonda y pálida como la luna.

Posiblemente la innovación más rotunda y que se asemeja más a nuestra realidad política sea haber ambientado la historia en el fascismo de la década de 1930, en la decadencia, en la violencia, en las relaciones tóxicas. Pero el imaginario social no es una argamasa homogénea y única. Hay fascismo en el sentido de ultraderechas que disfrutan siendo crueles con las minorías, pero también hay resistencia a esa realidad. El cortesano enamorado de Salomé, cuando la ve enloquecida de calentura besando los labios muertos de Juan, muestra su repugnancia al gesto de la adolescente suicidándose.

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¿Cómo?, ¿morir es resistir? En ciertas circunstancias sí. No es como dice Darwin que sobreviven las individualidades más fuertes. Más fuertes son quienes se rebelan. Y son más fuertes porque no se adaptaron, porque prefirieron morir antes que dejarse avasallar y vivir en la humillación. Y en este juego de poder, pasión, locura, sangre y muerte rodeado de música y belleza se da un plus: el de irse del teatro con un enjambre de sabiduría e intriga. ¿Por qué Salomé, en esta versión, se viste con ropa masculina? Surgen algunas respuestas, pero son suposiciones, no conocimiento. Mejor entonces dejarlo a criterio de les amantes del arte que -aquí se ve claramente- además de poético es político y nos abre caminos para seguir pensando, sabiendo que comenzar a pensar es comenzar a intentar cambiar una realidad perversa.