La sala de exposiciones de la Fundación Osde, que tuvo el acierto de albergar muestras de artistas argentinos ineludibles, como Aída Carballo, Ramón Gómez Cornet, Víctor Cúnsolo y Alejandro Puente, desde noviembre del año pasado se vistió de claustro para alojar la exposición La imagen sin tiempo, obra reunida de Fray Guillermo Butler, artista y sacerdote dominico. Vegetación que es sombra de nube, sierras como lomos de ballenas, calma color pastel, árboles de ramas peladas que parecen crestas de ciervos, piedras que son papas grises, inofensivas, repartidas en las ondulaciones de la tierra con esmero de panadero. El fraile artista pintó el paisaje con mirada monacal, un paraíso sin banda sonora más que el silencio interrumpido de tanto en tanto por los pasos secos de un monje atravesando el corredor de un convento en un atardecer de provincia. 

La vida de Fray Butler no fue precisamente retirada: participó en muchísimas exposiciones y ganó unos cuantos premios. Viajó a Europa para estudiar arte. Fundó una academia de la que fue director hasta su muerte y conoció, aunque sin comprometerse escolásticamente  con ninguno, los movimientos artísticos en boga. Es que su misión artística y religiosa eran la misma cosa, no había conflicto de intereses; desde temprano concibió la pintura como prédica del evangelio y así llevó adelante una obra parca, ensimismada y singular. 

Mesura de la luz

Sobre el nacimiento de Fray Guillermo Butler circulan dos versiones: la más difundida es que sucedió en Córdoba en 1880 y la otra, que las primeras luces las vio en Génova en 1879. Hijo del irlandés William Butler y la italiana María Batto, quienes emigrarían a la Argentina contratados para trabajar en una estancia, sería  inscripto en el registro civil de Córdoba en 1880 con el nombre de Juan. A los 14 años ingresa en la Orden de Predicadores de Santo Domingo. Como novicio estudia pintura con el italiano Honorio Mossi. En 1900 adopta el nombre de su padre (Guillermo) y recibe los votos; de ahora en más será Fray Guillermo Butler. Ocho años después es enviado a Roma para estudiar derecho canónico pero lo abandona a los pocos meses con el consentimiento de sus superiores y se dedica a estudiar arte.  Va la Academia de Bellas Artes de Florencia. Allí lo descubre el crítico José León Pagano: “Cierto día entre los nuevos apareció un religioso. Su presencia desconcertó un poco. Él pareció advertirlo. Su timidez le hacía quedarse en el sitio menos favorable cuando se cambiaba la posición del modelo. Mientras otros iban y venían buscando efectos de luz o de forma, él parecía satisfecho con el lugar que le dejaran, sumiso, modesto, casi temeroso de que se notara demasiado su presencia”. Es en la misma ciudad, en el convento domínico de San Marcos, que se enamora perdidamente de la obra del Beato Angélico. “Nada de engañosas y superfluas habilidades, nada de teatralidad…    es la expresión sincera de un gran místico, por eso tiene la propiedad de conmover”, dice del Beato. De él tomaría la simplicidad formal, la escueta y tierna gestualidad, la liviandad opaca y luminosa a la vez de las cosas y los seres. En 1911 el gobierno argentino le concede una beca para continuar sus estudios artísticos en París. En 1915 vuelve a Buenos Aires. Expone en galería Witcomb con crítica adversa. “El resurgimiento del arte religioso ofrece muchas dificultades”, admite un tanto contrariado pero con la paciencia del buey. Al año siguiente se instala en la capilla de los dominicos en Río Ceballos, Córdoba.  Pinta. Paisajes con piedras, paisajes con cipreses, paisajes con capilla. Pinta la luz pero no como los impresionistas, la pinta agarrada al aire, como si el aire fuera una cosa fija y no la ráfaga de los franceses. Vuelve a Europa, esta vez recorre España, Bélgica, Italia, Francia, Suiza, Gran Bretaña. En 1919 se muestran 15 obras suyas en la Comisión Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires y el crítico M. Rojas Silveyra queda embelesado. Habla de “la lírica mansedumbre de este pintor religioso”, llama a sus pinturas “salmos de la vida sencilla, de la hora dulce, de la luz indefinida”. Al año siguiente, vuelto de Europa, le dan la cátedra de dibujo en el colegio dominico Lacordaire donde había estudiado de joven. Uno de sus alumnos será Manuel Mujica Láinez quien suscribirá en 1966 los dos fascículos sobre la pintura ingenua en la argentina, publicados por la editorial Viscontea, donde omite la obra de Fray Butler. Mujica Láinez se excusa: “Quizás se aducirá que el padre Guillermo Butler, cuyos suaves frescos piadosos presidieron en la capilla del hoy demolido Colegio Lacordaire, los incontables rosarios que los dominicos me hicieron rezar en los cursos primarios, debería figurar aquí”. De inmediato ratifica la exclusión aduciendo que tendrá, tal vez, su ubicación dentro de otro de los capítulos de la colección (lo cual no sucede). Es cierto que el fraile artista estaba enterado de las vanguardias en boga (a las que, excepto por la influencia de los Nabis, había sido inmune como un ratopín) y además, había ganado premios. También, su obra se había vendido en varias oportunidades (con ese dinero financiaba la Academia Beato Angélico creada por él donde se impartían clases gratuitas de dibujo, pintura y artes decorativas, hoy incorporada a la enseñanza oficial). Estas cualidades lo excluían del rango ingenuo. Sin embargo, Fray Butler tuvo esa especie de caparazón que caracteriza a los pintores ingenuos y que obedece a una convicción sentimental, en su caso religiosa. Su obra está más cerca de los paisajes modestos y edénicos, de formas contenidas, de Susana Aguirre y Guzmán Loza, absortos en ese anacronismo característico de la mirada del adulto niño, que de los escenarios más vangonianos de Ramón Silva o las evanescencias de Walter de Navazio.

Paisaje de las Sierras de Córdoba, 1935, Museo Municipal de Bellas Artes Tandil.

El ánimo del cielo  y de la tierra

Córdova Iturburu, en La pintura argentina del siglo XX, ubicará a nuestro artista junto a Silva y de Navazio, en la saga postimpresionista argentina, integrada además por Thibón de Libián, Juan Bautista Tapia, Eugenio Daneri y Víctor Pissarro, entre otros. Pero mientras el postimpresionismo de estos artistas todavía abreva en la disolución atmosférica (impresionista) de las formas,  la presencia de una luz que implica contingencia, el de Butler simpatiza con la atemporalidad divisionista de Seurat o Signac. Simpatiza, pero no adscribe. El fraile artista usa la pincelada más a la manera de alguien que agrega puntos al bordado, o que construye una ermita con una de cal y otra de mesura. Acomoda, suma teselas a su mosaico. Cuando andar de a pasitos no sirve suelta el punto y revoca con luz amplia. Como un repostero, coloca los personajes, aunque casi nunca hace falta que sean humanos. 

 “La obra de Butler es, no un paisaje o un jardín determinados, sino un ambiente, es como si dijéramos un estado del mundo, un estado de ánimo; del ánimo del cielo y de la tierra”. Con esta cita extraída de un artículo de 1924 publicado por la poeta Delfina Bunge de Gálvez en Ensayos y rumbo,  arranca el texto de Tatiana Kohan, curadora de la muestra. 

Desde el año 2005 (retrospectiva en el Centro Cultural Recoleta) no se veía una muestra tan generosa de Butler. La distribución de las obras, sobre un gris luminoso, es austera y límpida. Hay momentos de soledad que se agradecen, como el descanso frente a “Claustro del convento de San Francisco”, témpera sobre papel (qué bien le sentaban a Butler los materiales opacos, como la témpera o el temple!). En esta obra (pariente del danés Hammershøi y sus eternas espaldas), el grupo de monjes al fondo señala virtualmente una oblicua hasta el monje solo en primer plano. Lo que atraviesa esa diagonal es espacio vacío, apenas un suelo marrón, algo más claro que el hábito de los  monjes. El resto es oquedad, las líneas visibles de un lápiz que dibuja el abovedado. En las vistas de los claustros se comprende lo que Butler hace con el paisaje: logra convertirlo en puro espacio interior. 

Cuando introduce humanos en sus composiciones son figuras religiosas: monjes, vírgenes o santos. Como Pedro Figari, fue cultor del amasado de extremidades: las manos difícilmente presentan sus dedos identificados sino que funcionan más bien como muñones que se repliegan cándidamente. Excepto cuando diseña vitrales para templos; allí el dibujo contabiliza dedos y pliegues. Es ésta tal vez su obra menos personal, no le termina de cuajar la incorporación de la luz real y el color tiene una saturación excesiva para su tono pastel habitual. Sí es curioso de ver cómo crea complicadas subdivisiones con la varilla de plomo, como si fuera un mosaico, sobre todo en sus diseños para los “Santos Mártires de las misiones guaraníes”, en la Iglesia del Salvador, donde los músculos de los guaraníes parecen un Ricardo Carpani convertido en estampado para tela. Tal vez por eso puede resultar algo desacertada la inclusión en la muestra de un ploteado que emula un vitral sobre el gran ventanal de la sala de Osde. Sobre el piso se proyecta la imagen de lo que ese vitral, si fuera real, arrojaría. El truco incorpora una dimensión ajena al ánimo del artista en cuestión, ajena por ser truco, y porque el templo difícilmente se recrea fuera del templo. 

La muestra también incluye profusa documentación, desde los retratos que le hiciera Anatole Saderman, barbudo y con hábito, algo cabezón, como salido de un Velázquez, revistas de la época como Caras y Caretas y El Hogar, fotografías donde se lo ve dando clases, posando en una exposición rodeado de damas bienudas, recibiendo algún premio, también cartas que intercambiara con el crítico José León Pagano. Es que su vida fueron tanto sus retiros claustrales en las sierras cordobesas y las horas incontables de docencia, como los eventos de la sociedad artística de Buenos Aires. 

Temple cristiano

El asunto del destino de la obra preocupaba a Fray Butler.  Consideraba a sus cuadros útiles en tanto obedecían a una inspiración cristiana, pero el hecho de no tener un destino determinado les restaba valor. “Yo quería pintar para un ámbito que fuese de culto, donde todo condice con el fervor religioso de quienes elevan el espíritu al penetrar en nuestras iglesias”, decía, y a menudo se quejaba de emplear el tiempo “haciendo paisajitos” en lugar de emprender una obra decorativa religiosa de envergadura. La oportunidad llega en 1928 cuando el gobernador de Córdoba le encarga la decoración de la Iglesia Inmaculada Concepción, de Villa María. Realiza entonces 8 lienzos panorámicos representando escenas de la vida de la Virgen. En la muestra de Osde se pueden ver los bocetos en cartón. Una vez llevados a la escala mural aparece la línea nítida en las figuras, y la influencia innegable de Maurice Denis (fundador en París de la Asociación de Artistas Cristianos) con sus celestes violáceos y esa manera de estar ondulada y flotante de las figuras.  

 “El arte no es otro cosa que la transmisión de nuestras emociones intensamente sentidas y comunicadas a los demás.”, insistirá Fray Butler una y otra vez. Y en cada cosa que pinta encuentra una manera secreta del comportamiento, así es que el agua de la fuente de Saint Claude cae peinadísima –como si el alma pudiera peinar sus intenciones–. También algún techo de paja se enciende en un amarillo contra celeste que haría caer la baba a Hockney. 

El oficio sacerdotal le provee a Butler no solo una estructura económica sino también el aval de la congregación que aceptó y financió su labor artística con la sabiduría de una Iglesia que siempre supo el valor publicitario de la imagen.  Fray Guillermo Butler fallece a los 81 años en el mismo edificio donde funcionaba la academia creada por él. Solía decir que lo que no sale del corazón, no llega al corazón. Y mascullaba continuamente una máxima de los domínicos “contemplari et contemplata aliis tradere”: contemplar y llevar a los demás lo contemplado.  

Fray Guillermo Butler 1880-1961: La imagen sin tiempo se puede ver en Fundación Osde, Suipacha 658. 1 Piso.

Una calle de Segovia (España), 1918, Museo Provincial de Bellas Artes Emilio Pettoruti.