La historia de la cisterna de la casa de Rosas, en la calle Moreno al 500, tocó una cuerda en muchos lectores. Pese al calor, pese a las distracciones de fin de año, el tema circuló por las redes y generó cartas indignadas. Se entiende, porque estos artefactos coloniales –la cisterna y el caserón largamente demolido eran del siglo XVIII– son muy raros en esta Buenos Aires bombardeada. Recorrer los detalles del caso es muy educativo para entender el estado de barbarie y descuido con que se tratan estos terrenos en la zona fundacional de nuestra ciudad. En concreto, la Ciudad los trata como si fuera un potrero lejano en la periferia, un lugar manifiestamente nuevo en el mapa urbano.

Nada indica que los terrenos de la zona de Plaza de Mayo tengan un trámite especial con un párrafo arqueológico. Hay una ley nacional, pero lo que le importa a los especuladores y a las empresas constructoras es la habilitación de obra y no una legislación que en la práctica no tiene aplicación concreta. Quien cave en estos lugares puede tirar al río o al volquete pozos de basura coloniales, sótanos, pisos de embaldosados portugueses, basamentos de aljibes y todo lo que aparezca, moleste y no sirva para hacer contrapisos de escombro. A los funcionarios de las ventanillas correspondientes les importa un pepino todo esto porque están de corazón con los especuladores. ¿Cómo vas demorar una obra por unos escombros coloniales? De hecho, los memoriosos recuerdan que hasta la por entonces secretaría de Cultura de la Ciudad se cargó feliz la Casa de los Naranjos en tiempos de Ibarra y Telerman. Esto fue en tiempos de supuesto gobierno progresista con  pilares de la cultura como Silvia Fajre, pero preservar esa casa colonial en la avenida San Juan demoraba las obras del MAM. Quedaron, de recuerdo, algunos pisos.

Con este panorama, no extraña que el tema de Moreno al 500 saltó por los vecinos, los únicos realmente interesados en estas cosas. Los vecinos llamaron a la dirección general de Patrimonio, Museos y Casco Histórico porteña, que mandó arqueólogos de la Gerencia Operativa de Patrimonio, almas buenas acostumbradas al maltrato. Fueron ellos los que determinaron que lo que las palas mecánicas habían expuesto era una cisterna, que existía una escalera de material y el pozo de basura “seca”, donde se tiraba vajilla rota, botellas, huesos y escombros, entre los que aparecieron pedazos de azulejos de época. La cisterna no era un aljibe sino una construcción en forma de olla panzona, de ladrillo y revoque de tierra romana impermeable, que juntaba agua de lluvia. Esto era equipamiento standard en esos tiempos sin agua corriente, y los patios se construían con pendientes para que las sentinas juntaran el agua de los techos. Una buena tormenta proveía agua para rato y era una alegría para las tortugas y sapos que vivían en la cisterna y la mantenían limpia de bichos.

Los arqueólogos aparecieron por el lugar el viernes antes de Navidad y fueron bien recibidos. De hecho, según el diario Clarín –y es importante citarlo, ya se verá por qué– les dijeron que podían trabajar hasta el cinco de enero. Esta es una primera curiosidad: la empresa le dice a funcionarios de la Ciudad hasta cuándo pueden cumplir con la ley, y no al revés. Como son unos patriotas, los arqueólogos volvieron el sábado 23 de diciembre y el martes 26. El miércoles 27 no fueron tan bien recibidos porque la pala mecánica ya estaba destruyendo todo.

Aquí viene una segunda curiosidad de la nota de Clarín. El diario, que es amigo de toda obra nueva y sobre todo toda obra nueva que se potencial anunciante, le preguntó a la empresa por qué habían seguido adelante con la excavación de subsuelos, destruyendo la cisterna. El mismo titular de la firma explicó que era porque pensaban “que ya habían terminado”. Como esto es insostenible, en la versión de internet de la nota del sábado 30 de enero desapareció toda mención al titular de la empresa y toda declaración, un gesto de gran cortesía hacia alguien que hace un semejante papelón.

Resulta que es al revés, porque la constructora no puede decidir o “confundirse” sobre cuándo terminan su tarea los arqueólogos de la Ciudad sino que son estos los que tienen que autorizar la retomada de los trabajos. Pero como todo esto es visto apenas con ojos de contador y con la planilla Exel como Modulor, cada hora cuenta y cada minuto es dinero. Nuevamente, ¿a quién le importa una ruina colonial?

Pero es un acto de barbarie hasta en términos argentinos y, lo que es mucho decir, hasta en términos porteños. Quien suba al último piso de las Galerías Pacífico, que no es una entidad sin fines de lucro dedicada a la caridad, podrá ver algunas vitrinas con objetos encontrados en la excavación arqueológica del lugar. El viejo edificio ferroviario de Florida y Córdoba fue ampliado hacia abajo cuando se lo privatizó para shopping y sus dueños aceptaron de buen grado el trabajo de los arqueólogos. De hecho, lo aprovecharon para una muestra con carteles explicativos y lo sumaron al argumento cultural de los murales de la cúpula central.

En contraste, la obra de Moreno 500 muestra una vocación fenicia de mal pronóstico, un apuro de mercenarios y una falta completa de educación y de sensibilidad hacia algo que no sea el dinero. Es notable, porque todos los implicados tienen títulos universitarios, algunos hasta vieron historia del arte o de la arquitectura. Pero obviamente, lo que Natura non da, ni Salamanca ni la UBA prestan...

La obra está suspendida, demorada mucho más de lo que hubiera estado si jugaban limpio y dejaban trabajar a los arqueólogos. Esto, para que tomen nota los inversores que le confiaron su dinero a la firma constructora.

Mientras, en Salguero

Hablando de brutos, el edificio del render es un anuncio rimbombante a construir en la esquina de Salguero y Güemes, en plena Plaza Freud. Este espanto carente de imaginación es otra muestra de la pereza intelectual que padece nuestra arquitectura comercial, esa que pobló el país de edificios nobles y bien proporcionados pero ahora es incapaz siquiera de copiar una buena revista. Quienes conocen la esquina recordarán el edificio que ahora queda aplastado bajo la caja de vidrio. Era un edificio en altura particularmente viejo, de techumbres altísimas, ladrillos planos y muros gruesos, de interés porque debió ser de los primeros que se animaron a pasar de la planta baja y primer piso, con mirador a lo sumo, de la ciudad vieja y plana. No era una gran pieza de arquitectura, pero estaba catalogado y no se merecía lo que le están haciendo.

Como el diseño es pobre, lo presentan en los dibujos como brilloso, vidrioso, “joven” y le ponen un nombre guarango, el Palais Salguero. Esta tontera cumple la ley que postula que a peor el diseño del edificio, más pomposo el nombre que le pongan. Esta ley no es la física sino de las relaciones públicas, de los “expertos” en comunicación y construcción de marcas, gente muy amoral que bien podría hacerle un marketing a Himmler.

En el fondo, todo esto es una agachada de nuestro marco regulatorio, que debería proteger el edificio y listo, sin preocuparse tantísimo en el bolsillo del pobrecito dueño de la pieza patrimonial. El capitalismo no es una religión en Argentina, excepto cuando se trata de ladrillos, mundo en el que cualquier límite al uso de la propiedad inmobiliaria es recibida como un acto de socialismo chavista... hasta el régimen vigente en Nueva York les parece subversivo a estos chantas.

Y los autores de la pieza se merecerían un tribunal de estética. Pensar que son arquitectos, como Bustillo...

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