El cuento por su autor

Tuve una niñera que se suicidó. 

Nos había cuidado, a mi hermano y a mí, cuando éramos muy chicos. Mi mamá la contrató a principios de los 80, esos años tan cargados de oscuridades y preguntas. Y aunque trabajó poco tiempo en casa, siguió siendo nuestra vecina. Cuando jugaba en la vereda con mis amigas, la veía pasar a lo lejos. Con los años se había ido convirtiendo en la loca del barrio y me daba vergüenza confesar que yo la conocía, y que la conocía muy bien. Cada tanto, ella encontraba la forma de acercarse a mí y, a los gritos, me preguntaba: “¿Ya sos señorita?”. En esa época yo tenía unos diez años y la idea de sangrar me daba pánico, y a su pregunta sólo podía responder con silencio y bajando la mirada, mientras mis amigas se reían como se ríen los chicos, con inocencia y malicia. Cuando tuve quince, y ya sangraba todos los meses sin miedo, un día al volver del colegio vi un par de ambulancias y una patrulla de la policía en la esquina de la casa donde yo vivía, que era la misma esquina del edificio donde ella vivía. Se había tirado del séptimo piso. Más tarde supe que en la caída había rebotado contra los cables del tendido telefónico y su cuerpo había girado en el aire para darse contra el piso boca arriba. Lo que me dio terror entonces fue darme cuenta de que me alegraba. Nunca me volvió a alegrar la muerte de nadie. Pero la de ella sí. Y esa alegría me hizo descubrir que había un cajón muy bien cerrado en mi memoria con algo que yo no podía o no quería recuperar y que me hacía odiarla tanto, algo que nada tenía que ver con sus merodeos de loca declarada, sino con esas noches en que venía a casa a cuidarnos y jugábamos a las escondidas, completamente a oscuras. Para desterrarla de mis pesadillas, decidí escribir esta historia, incluida en el libro Seres queridos, que editó Anagrama,y funcionó.