Pasan las décadas, los directores, los actores e incluso el mismísimo George Lucas, y sin embargo Star Wars sigue ahí, firme junto a la grey seguidora del enfrentamiento eterno entre el lado oscuro y el lado luminoso de la Fuerza. Ya con su demiurgo definitivamente alejado de los roles creativos centrales y la aceitada lógica de explotación comercial del emporio Disney lubricándolo todo, la tercera etapa de la saga, iniciada el año pasado con El despertar de la Fuerza, se aproxima a un punto medio que recién alcanzará en 2017 con Episodio VIII, y culminará en 2019 con el IX. Para calmar la ansiedad y, por qué no, instalar definitivamente la marca entre los millennials, a quienes los efectos especiales y el tempo dramatúrgico de fines de los 70 y principios de los 80 les generan cualquier cosa menos una conexión emocional similar a la de los seguidores de antaño, el estudio de Mickey preparó dos spin-off que funcionan como relatos autosuficientes y medianamente periféricos a la historia central. Lo que no implica, claro, que una somera familiarización previa con los nombres fundamentales de este universo no  sea bienvenida.

La primera de esas derivaciones es Rogue One: Una historia de Star Wars, y su lanzamiento mundial –Argentina incluida– concretado hoy (la segunda llegará en 2018) será, para algunos, una grandísima noticia; para la gran mayoría, en cambio, se tratará de otro de los tanques hollywoodenses que inundan la cartelera jueves tras jueves, uno que para colmo es bastante parecido al anterior y seguramente al que vendrá. Esto porque la velocidad del recorrido narrativo, el carácter meramente funcional de sus personajes, los diálogos pesadamente escritos y la tendencia a avanzar menos por progresión dramática que por acumulación de situaciones están fechados en una contemporaneidad absoluta: basta ver el volumen y la forma expositiva y frenética con que se plantean los sucesos durante la primera hora para comprobar que, al menos en este sentido, la adaptación de la saga galáctica a los usos y costumbres del cine multitarget del siglo XXI está yendo por el buen camino.

Situado en algún punto entre el Episodio III y IV, y con Gareth Edwards (Godzilla) como director, el film comienza con el secuestro de un científico colaborador del Imperio acusado de traición (Mads Mikkelsen), hecho del que su pequeña hija Jyn es salvaguardada gracias a la intervención del rebelde radical Saw Gerrera (Forest Whitaker). Un tiempo después, la nena devenida en mujer (Felicity Jones) y el soldado ya convertido en mito huirán junto a otro compañero de armas (Diego Luna) a una luna desértica llamada Jedha. Difícil atribuirle a la casualidad que allí se desarrollen un par de secuencias de acción urbana con enfrentamientos cuerpo a cuerpo dignos de una guerra de guerrillas y más cercanos a un ideario distópico que al de la cultura de los sables láser. A fin de cuentas, si el término Star Wars quedó asociado directamente a una de las etapas más álgidas de la Guerra Fría, tiene lógica que el nombre de este escenario –en el que transcurre gran parte de la primera mitad del metraje y que está, claro, gobernado por el Mal– sea el mismo de la ciudad más importante de la provincia árabe de La Meca, cuna del islamismo al que Estados Unidos viene enfrentándose, directa o indirectamente, desde el 11-S.

No tiene demasiado sentido coquetear con el spoiler, en parte para velar por la integridad física del cronista, pero sobre todo porque los quiebres de guión suceden a intervalos tan cercanos como regulares. Sí vale decir que recién sobre su segunda mitad Rogue One clarifica su berenjenal de escenarios y nombres para convertirse en un relato límpido, terso en su desarrollo y con un espíritu aventurero amable e incluso estimulante. En este tramo, el director Edwards demuestra haber aprendido algo de J.J. Abrams, responsable del Episodio VII y quizá quien más y mejor comprende el actual paradigma de cine de gran espectáculo contemporáneo. Lo hace planteándole a su troupe de héroes descastados el robo de unos planos como misión, convirtiendo al film en una suerte de Doce del patíbulo que no transcurre en la Segunda Guerra Mundial, sino “hace mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana”.