Abordo el Yurikamome, un tren aéreo sin chofer que parece sobrevolar las aguas de la Bahía de Odaiba: en la orilla izquierda veo el corte de la dimensión horizontal de Tokio, esa muralla de vidrio y titanio que es el perfil urbano de la megalópolis más high-tech de la tierra en el imaginario global. Veo pasar aviones y helicópteros sobre obras maestras de la arquitectura contemporánea: rascacielos gemelos; la Sky Tree -una torre de TV de 634 metros, la segunda estructura más alta del mundo después del Burj Khalifa en Dubái; una “Torre Eiffel” encogida y hasta una Estatua de la Libertad. 

Odaiba es una isla artificial ganada al mar, el rincón más futurista de una ciudad que ya en los ‘80 inspiró la escenografía de la primera Blade Runner, el lugar natural para el Museo Nacional de Ciencia Emergente e Innovación Miraikán. Desciendo frente al edificio de Fuji TV, obra maestra del gran arquitecto Kenzo Tange: una mole rectangular de acero que lleva adentro una bola plateada de 1200 toneladas. Avanzo entre edificios cilíndricos, cuadrados, piramidales invertidos y una estatua luminosa del robot Gundam de 20 metros, que parece caminar por su ambiente natural. Pero esto no es ciencia ficción sino el hoy

Julián Varsavsky
Asimo, el robot-homenaje a Isaac Asimov, listo para patear un penal.

FACE TO FACE CON ASIMO Entro al museo con el objetivo central de ver una demostración de habilidades por una de las estrellas de la robótica mundial: el humaniode Asimo, creado en los laboratorios Honda en homenaje al autor de ciencia ficción Isaac Asimov. Me siento en el suelo frente a una cinta separadora como las que ordenan las filas en los aeropuertos. Apenas la punta de mi pie derecho traspasa el límite imaginario proyectado desde esa línea de tela: pero un vigilante me pide que lo corra 10 centímetros para atrás. Otra cinta perpendicular a la anterior divide los sectores de adultos y niños: apoyo mi mochila en el parante para que no estorbe a nadie, justo bajo la cinta, una mitad en cada lado de la división. El hombre identifica mi nueva infracción y regresa a pedirme muy respetuosamente que por favor la corra 10 centímetros a la izquierda. El show está por comenzar.

La música crea tensión y magia, una voz dice cosas en japonés y de repente se abre hacia arriba una compuerta. Sale caminando un Asimo triunfal, un bípedo de 1,30 metros parecido a un astronauta lunar que es de lo más avanzado que existe en plasticidad de movimientos. 

Cinco minutos alcanzan para demostrar las hasta ahora pocas utilidades de esta creación: corre a 9 km/h, avanza saltando en un pie, camina hacia atrás y al costado, sube y baja escaleras. Un ayudante humano coloca una pelota a tres metros de Asimo y se prepara en posición de arquero: el robot patea, la pelota se eleva unos centímetros, pica y el hombre la ataja con mucha facilidad. Asimo ya patea pero jamás podría hacerle un gol siquiera a un arquero aficionado.

El plan de gestar a Asimo comenzó en 1986 y llevó una década hacerlo caminar. Fue presentado recién en el año 2000 y desde entonces está en permanente desarrollo con asombrosos avances. Lo veo ejecutar sin caerse cada una de sus habilidades. Pero la estrella de Honda no tiene solo capacidades físicas sino también mentales: habla inglés y japonés, obedece órdenes orales, distingue el origen direccional de un sonido e identifica la particularidad de una voz para dirigir la mirada a esa persona en un grupo. Tiene el cerebro en la cintura y sensores infrarrojos, láser y ultrasónicos con los que mapea el espacio para esquivar obstáculos. La sensibilidad de sus manos y el movimiento individual de cada dedo le permiten tomar una botella, desenroscar la tapa y servir agua en un vaso para llevarla en una bandeja. Además determina por tacto la fragilidad de un vaso de cartón y adapta la fuerza para no aplastarlo.

El célebre robot puede ser programado y teleoperado por control remoto inalámbrico y comandos de voz. A su vez interpreta gestos de la cara, extiende la mano cuando alguien se la ofrece, reconoce el sonido de objetos al caer y distingue caras relacionándolas con su nombre. Su altura es la de un niño de 13 años para atenuar así temores y accidentes si tropezara.  

Asimo ya dio la vuelta al mundo varias veces, ha conducido a la Orquesta Sinfónica de Detroit, bailó en Disneylandia y hasta jugó al futbol con Obama. Según el mensaje corporativo de Honda –que no revela los secretos de sus mecanismos internos– fue pensado como un “compañero” que pueda ayudar a un enfermo y limpiar un hogar. También aseguran que en el futuro podría apagar un incendio o entrar a zonas contaminadas como la central nuclear de Fukushima. A medida que siga progresando, la verdad es que podría servir prácticamente para cualquier cosa.

Miraikán
Telenoid es un robot de compañía diseñado por Hiroshi Ishiguro.

ROBOTS PARA TODOS Cruzo la luminosa sala central del Miraikan para tocar con mis manos a la blanca y pomposa foquita Paro, pionera en robótica terapéutica presentada al público en 2004, testeada miles de veces para mejorarle sus funciones de compañía y capacidad de dar afecto, e incluso recibirlo. El sentido común dice que un objeto no podría dar cariño como una mascota; visto así, estaríamos ante un negocio oportunista que aprovecha la soledad de tantos japoneses. Pero los estudios científicos y videos sobre la interacción de Paro con ancianos y niños autistas convencen al más desconfiado. Ya pocos discuten que Paro genera en mucha gente emociones y sensaciones momentáneas pero intensas. 

Me acerco a la foquita cibernética y levanta apenas la cabeza mirándome con ojitos suplicantes. Le acaricio la frente y se sacude emitiendo un gemido agudo de foquita bebé. Le rozo la panza y me ronronea interactuando conmigo a través de sus sensores en todo el cuerpo. Es una foquita kawaii –ese concepto japonés que denota ternura infantil– a la que quiero y me quiere: creamos un vinculo de a dos, real o irreal, discutible pero que a miles de japoneses les hace la vida un poco más agradable.  

A metros de Paro hay dos robots del excéntrico científico Hiroshi Ishuguro, una especie de pop-star japonés de la ciencia, famoso por haber hecho un geminoide: un robot réplica de su creador, incluso con su mismo pelo. De hecho el inventor fabricó dos Geminoides porque con los años su cuerpo fue cambiando. Lo curioso es que Ishiguro tuvo que rejuvenecer a su segundo replicante luego de hacerse en su propia carne retoques plásticos con los que se quitó años de encima: “Mi geminoide se veía más viejo que yo”. 

Los robots de Ishiguro no se caracterizaron en un principio tanto por su sapiencia autónoma como por su asombrosa similaridad con los humanos: el científico crea androides que no se parecen a nadie en particular y también geminoides. Hasta la llegada del geminoide Erika en 2015, todos eran teleoperados. Es decir que pertenecían al nivel más básico de Inteligencia Artificial, casi como marionetas parpadeantes a control remoto, siempre sentadas: apenas mueven brazos, manos, cabeza, ojos y boca con una plasticidad aceptable. Hablan a través de un sencillo sistema sintetizador de la voz de su operador; la computadora que lo controla está fuera del cuerpo, oculta al igual que el parlante de la voz, a veces camuflado en un florero. Y tienen sensores visuales que les permiten reconocer una presencia humana, reaccionando físicamente a ese estímulo con la cabeza y los ojos.

Me paro frente a una creación de Ishiguro. Es Otonaroid, una mujer adulta de belleza común con pelo largo y levemente bizca, que a cierta distancia parece real y viva. Está en modo automático así que mueve lenta y repetitivamente cabeza y pupilas, parpadeando de vez en cuando. Una vez por hora, Otonaroid es teleoperada desde una cabina para hacerla dialogar con el público. La miro fijo a los ojos buscando detalles para certificar que no es del todo humana, mientras converso con un brasileño que teleopera a este objeto humanoide: cuando él mueve la cabeza dentro de su cabina, Otonaroid lo imita. Y él habla a través de ella como los ventrílocuos. 

Al lado está Alter, un robot creado en el laboratorio de Ishiguro, compuesto solamente por el torso de una persona de sexo indefinido, que es como esos humanoides de las películas que perdieron en batalla parte de la piel y traslucen su esqueleto metálico. En este caso falta cubrirle un fragmento de la cabeza, los brazos, el pecho y la espalda, lo cual le da un aire algo espeluznante al traslucir sus “tripas” plateadas. La cara, el cuello y los antebrazos están cubiertos por “piel” y la expresividad cambiante de la cara es pasmosamente real, así como el movimiento constante de sus brazos. Pero lo que hace tan distinto a Alter es que toda su movilidad no es programada sino que toma las decisiones por sí mismo, de manera algo azarosa ya que recoge variables como la temperatura del ambiente y los sonidos. A partir de estos datos procesados va cambiando sus gestos faciales y movimientos de brazos que, si bien son muy fluidos, no son exactamente iguales a los humanos.  

El cerebro de Alter es una computadora diseñada copiando las redes neuronales humanas. Hasta la aparición de este androide, lograr que uno de ellos hiciera una actividad durante diez minutos insumía un larguísimo trabajo de programación. Pues en este caso se trata simplemente de encenderlo y puede estar horas haciendo movimientos sutilmente distintos entre sí, decididos por él mismo. Es decir que Alter se mueve como quiere, solo y sin que nadie le dé ordenes. Y la verdad es que, en este caso sí, parece vivo. Por otra parte sus sensores captan todo el tiempo los movimientos de los visitantes para estudiarlos e ir acumulando enormes cantidades de información, que le permiten ir imitando cada vez mejor nuestra naturaleza. Alter aprende de la experiencia, de observarnos, de robarnos información.