La Plaza de Mayo es el lugar más simbólico de la Ciudad y, puede arriesgarse, del país. Juan de Garay fundando Buenos Aires está en lo que sería a futuro esa plaza, la misma en la que se rinden los ingleses ante la Reconquista, la que entran los colorados de la Guardia de Monte llevando a Rosas al poder, la que festeja el Centenario y tiene su primera manifestación popular con Irigoyen en 1916. Es, para todos, la plaza de Perón, la que usurparon los dictadores con mundiales y guerras, la de las patas en la fuente y la de las Madres. Es la plaza de la democracia, de la falta de democracia y de lo previo a la misma idea de democracia. Es un gran escenario cívico y, en este país desmemoriado, un lugar cribado de historia.

Con lo que las obras de remodelación que encaró el gobierno porteño dejaron preocupados a más de uno, en parte por la bajísima prioridad que suelen darle a lo histórico y en parte por las demostraciones sistemáticas de mal gusto de la obra municipal. Hubo, claro, señalamientos y protestas, y defensas ardientes. Estudiar el tema de cerca es llegar a un cauto optimismo -cauto, cauto- porque lo más fuerte en los cambios a la plaza, que es su color, no es un cambio sino una vuelta a una tradición de un siglo. Resulta que la Plaza de Mayo era blanca nomás desde que fue plaza, como muestra la foto de tapa, tomada en 1947, y permite ver en más detalle la de estas páginas, tomada en 1943 a poco de ser declarada lugar histórico. Habrá qué ver qué pasa con infinitos detalles y señalar varias irregularidades ya evidentes, pero primero hay que hacer historia.

La pintura de Pellegrini de 1829, una plaza que no es ni tiene veredas.

La Plaza de Mayo no fue una plaza en ningún sentido reconocible de la palabra hasta bien entrado el siglo 19, cuando “plaza” pasa a definir el espacio más o menos verde, el de jardín público, que entendemos hoy. Para los españoles que la trazaron en 1580, una plaza era simplemente un espacio vacío que se llamaba así por grande, a diferencia de los italianos que llaman piazza a un ensanche de calle o a la vastedad frente a San Pedro. La iconografía colonial y de la independencia es unánime en mostrar un descampado chuzo y barriento, dividido en dos por la Recova y contenido por hileras de casas, el fuerte, el Cabildo y la Catedral, los únicos con algún garbo y escala. Como se ve en el cuadro de 1829 de Pellegrini padre que ilustra esta nota, ni veredas había y carros y caballos circulaban alegremente por donde querían.

La Plaza empieza a aparecer con Mitre y Sarmiento, después de demolida la Recova, con la Casa Rosada en despunte y con cierta vergüenza de esa mugre haciendo de plaza central de una ciudad que empezaba a despegar. Se hace un contorno, se decide más o menos que sea un largo rectángulo con esquinas redondeadas, se planta una doble hilera de árboles en el perímetro, se obliga a trazar veredas y se traslada la Pirámide al centro, bajándola de su posición original más cerca del Cabildo y encargando un rediseño a Prilidiano Pueyrredón. La plaza muta y cambia, y hasta recibe la fuente de las Nereidas de Lola Mora por un tiempo, frente a la Catedral. Es el mismo proceso que puede verse en las otras plazas grandes de la ciudad, como los corrales de Constitución y los de Miserere, o el descampado del Retiro barranca arriba, donde desaparecen el mercado de esclavos y la plaza de toros.

Recién en 1894 Carlos Thays rediseña la plaza y le da más o menos el aspecto actual. Las palmeras, regalo del primer presidente de Brasil a Julio A Roca, aparecen en hilera, bajitas ellas, y el espacio se marca con las entradas anchas por las esquinas y una transversal a la altura de Reconquista-Defensa. Es una plaza con canteros anchos a los costados, mucha superficie seca y, un dato importante a la hora de juzgar el proyecto actual, bastante más ancha que la actual. El veredón de las fotos de época sorprende además por la doble hilera de árboles, una sobre el cordón y la otra hacia adentro. Esto es porque Rivadavia e Irigoyen son apenas calles y con el poco tránsito de la época.

La Plaza en la década del treinta, después del ensanche de las laterales.

Esta plaza es casi inmediatamente despatarrada por la obra del subte A, que se hace a cielo abierto e instala un enorme obrador en el medio. Para el Centenario, la plaza está impecable, le instalan las fuentes -que no existían en el proyecto de Thays- y le agregan parterres en las esquinas. Otro dato muy importante para juzgar el proyecto actual, el pavimento de la plaza es blanco, como lo había instalado Thays en 1894. Si la Plaza de Mayo tiene un color histórico, es el blanco.

En 1942 el decreto 122.096 declara la plaza Lugar Histórico Nacional por sugerencia de la entonces flamante Comisión Nacional de Monumentos, de Museos, de Lugares y de Bienes Históricos. Es la plaza de las fotos en estas páginas: pavimentos blancos, las ocho palmeras llamativamente petisas, un área central con una calle ancha quebrada por tres círculos, el del medio mucho mayor, cuatro fuentes desangeladas, una fila de árboles perimetral por el ensanche de Rivadavia e Irigoyen, y ocho parterres a la francesa, dibujados en fioritura. La Pirámide ya no tiene sus esculturas de escoltas y se alza en el centro del mayor y mejor ornado de los parterres. Esta es la plaza del primer peronismo y asombra su delicadeza material ante el nuevo uso público que se le empezaba a dar. Si se mira con cuidado, se ve que los bancos son del viejo modelo “griego”, la tapa de material imitando piedra montada sobre dos pedestales con volutas.

La Plaza que vemos hoy fue un invento de los setenta, cuando esta ciudad empezó a desesperarse por parecer moderna y terminó como esas ancianas malamente operadas. Es la década de los semáforos pintados de amarillo y negro, de los tachos de basura naranja y de la Florida peatonal. A la plaza la repavimentan en rojo, le embaldosan el parterre de la Pirámide -le queda un pelito de verde para no tener que tapar la depresión en la que está y complicarse la vida elevándola un metro o más- le cambian los bancos por los de madera y fierro, y más tremendo, le hacen esos horrendos muretes de material alrededor de las fuentes, con asientos de cemento y bordes de ladrillo, como en una quinta. 

Como el lugar es un Lugar Histórico Nacional, la Comisión Nacional de Museos, de Lugares y de Bienes Históricos que preside Teresa de Anchorena le dedicó bastante trabajo. La Ciudad le presentó el proyecto en junio de 2016 y la Comisión se dedicó a descubrir cuál sería la versión “patrimonial” de las tantas encarnaciones de la plaza. Así se llegó a la conclusión que el ensanche propuesto era una vuelta a 1894, incluyendo la plantación de una segunda hilera de árboles. Lo mismo ocurrió con el color de los pavimentos, aunque el blanco moderno no es el mismo de los calcáreos de Thays. Se convino con la preservación del centro de la plaza, que hace mucho pertenece a las Madres y que seguirá identificado como un espacio especial, sin que se reconstruya el parterre original.

Lo que no se sabe bien qué pasó fue con el desmesurado y muy feo mástil que ya se puede sufrir en reemplazo del que estuvo ahí desde la década del treinta, un artefacto que ofende por su remate y por su color celestón agrisado. Tampoco queda en claro que el cordón de la vereda nueva sea el de piedra que se va a retirar y no esas vergüenzas de mal cemento que tanto le gustan al macrismo en funciones. Y es de temer que se hagan los modernos con los bancos: Basta de Demoler reclamó que se mantengan los actuales, más civiles y gentiles, y la opción también podría ser volver a los griegos. Pero uno ya se ve venir esos bochornos de cemento premoldeados...

Lo curioso del asunto es que el gobierno porteño cumplió con la ley nacional, consultando a la Comisión, pero se pasó por las partes la ley porteña. Resulta que la Plaza está dentro de un APH con reglamentación específica. Y resulta que tiene su propio capítulo en el Código Urbano desde 2002, un segmento que prohíbe explícitamente cambiar el ancho de las veredas y el de la plaza en total, y hasta bane por completo cambiar las baldosas, apenas repararlas.

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