Vanessa Tait es la bisnieta de Alice Liddell, la Alicia de El País de las Maravillas, la niña que Lewis Carroll convirtió en un icono literario y en un personaje inquietante fuera del libro: era su joven amiga favorita, con quien compartió sus días durante años, a quien fotografiaba con frecuencia, con elegancia en el encuadre y también con algo de deseo en la mirada. La niña que lo enamoró: hasta dónde llegó ese amor y su naturaleza es un tema de debate. Vanessa Tait, que ahora tiene cuarenta y cinco años, ofrece su versión en la novela La casa del espejo, que se publicó hace poco en Argentina y tiene como personaje a su bisabuela, la niña Alice, a Charles Dogdson –el verdadero nombre de Lewis Carroll– y a la familia Liddell en su elegantísima casa de Oxford visitada por la reina Victoria. Pero la protagonista de La casa del espejo es Mary Prickett, la institutriz de Alice y sus hermanas Ina y Edith, una mujer de más de treinta años angustiada porque aún no consigue pretendiente, rígida, religiosa, siempre escandalizada ante cualquier pequeña desobediencia o transgresión de las chicas a su cargo. Mary es el estereotipo de la mujer victoriana reprimida y represora, pero no es unidimensional: se avergüenza, se siente humillada, también se deslumbra cuando asiste a los despliegues sociales de los Liddell, tiene una relación tensa con su madre y es consciente de su mediocridad como maestra. También es fantasiosa, puede ser sentimental y se deja llevar por su ansiedad. Así, cree que las frecuentes visitas de Charles Dogdson, un matemático del college Christ Church de Oxford, pueden ser parte de un cortejo. Cierto, el académico quiere ver a Alice y las otras chicas, sacarles fotos –la técnica es su hobby, es un pionero en el campo de la fotografía– quiere pasar tiempo con ellas pero, cree Mary, esas fotos y esas tardes tomando el té pueden ser una coartada para acercarse a ella. Cuando se da cuenta de su equivocación y de la enormidad de su error de juicio, Mary se toma venganza y es instrumental en la separación de Dogdson y la familia Liddell. 

Vanessa Tait, autora de La casa del espejo.

La casa del espejo no es una novela específicamente sobre Alice y Lewis Carroll. Vanessa Tait fue bastante criticada por esta decisión: una oportunidad perdida, dijeron algunos reseñistas. Pero  ella asegura que intentó hacer otra cosa. Contar la historia de esta mujer, la institutriz, un personaje algo oscuro, poco atractivo, “secundario” en la vida real, totalmente diferente a la saltarina y provocadora Alice y al excéntrico Carroll. Quería hacer una novela de época protagonizada por una mujer de su época, también. “Para este libro leí The Crimson Petal and the White de Michel Faber, que es una increíble pieza escrita en 2002 sobre los tiempos victorianos: el clima es perfecto”, cuenta Tait en charla con Radar, desde Inglaterra.  “Pero mi heroína absoluta es Sarah Waters, que escribió varios libros sobre ese período: el mejor es Falsa identidad, en mi opinión. Lo que estos autores hacen es levantarle la falda a este período dándole al autor moderno no sólo el acceso a lo que piensan las personas –cosa que hacían los novelistas victorianos– sino a sus momentos más privados –cosa que los novelistas victorianos no hacían–: tener sexo, el embarazo de las mujeres, la prostitución y mucho más. El personaje de Nell en Oliver Twist, de Dickens, por ejemplo, se supone que es una prostituta pero en el texto no está claro: él apenas da pistas de su actividad por miedo al escándalo”.

En su familia, Vanessa Tait tiene una de las historias victorianas más famosas y más controvertidas: cómo Charles Dodgson/ Lewis Carroll se enamoró de Alice Liddell y la hizo la heroína de dos libros clásicos que escribió para ella. Para armar a sus personajes, Tait tenía muchos documentos familiares, historias, la enorme investigación de otros autores y su propia experiencia. “Mi bisabuela estaba y no estaba presente durante toda mi infancia. Crecí con sus pertenencias a mi alrededor. Mi madre las conservaba sin mayor cuidado en una habitación de ventanas redondeadas a la que casi nunca entrábamos. Además de literalmente cientos de copias de Alicia en el país de las maravillas, había cajones llenos de sus cosas personales: pañuelos con olor a naftalina, su reloj de bolsillo Enamel, algunas cartas de Lewis Carroll. Y también los muy valiosos negativos de vidrio de las fotografías que Carroll tomó de Alice y sus hermanas. En los días de lluvia a veces abría los cajones y me probaba su vestido marrón de tafeta o miraba sus cartas o su vieja chequera”. 

¿Te gustaba el libro?

–La verdad es que no. Lo cierto es que lo odiaba. En mi infancia nunca lo pude terminar. Esos personajes que se agrandaban y achicaban y la violencia sin sentido me aterrorizaban. Cuando tenía la edad de Alice en el libro, alrededor de siete años, me sacaban a todo evento que tuviese que ver con El País de las Maravillas. Siempre me hacían entrevistas sobre ser su bisnieta y yo me sentía un fraude. No me interesaba Alice y salía rara en las fotos, a diferencia de ella, que era hermosa. Una vez tuve que posar con el mismo gesto que usa Alice en una de las más famosas fotos que Dodgson le tomó. Está vestida como una doncella vagabunda, se le ven las rodillas y los hombros que sobresalen del vestido harapiento, su mirada en sensual. En mi recreación, yo solamente me veo malhumorada. 

Alice por Carroll en una de sus fotos más famosas.

La edad de la inocencia

Hay muchísimos libros de ficción contemporánea que revisitan la era victoriana, es imposible enumerarlos. En ese sentido, lo interesante de La casa del espejo es su modestia. A pesar de contar con los materiales y los ancestros soñados, es un libro sencillo, sin pretensiones, con una historia pequeña y un entendimiento profundo del resentimiento de Mary Prickett, esa mujer incapaz de desanudar sus corsets epocales. Le interesa la reconstrucción minuciosa de escenario pero Tait también se toma sus libertades: la amistad entre Alice y Carroll duró siete años pero en el libro apenas dura uno, hasta que la institutriz descubre a quién ama realmente el profesor. Ese descubrimiento ocurre cuando Mary Prickett encuentra unas cartas que revelan el afecto de Carroll por la niña: el libro las reproduce. Pero las cartas que aparecen citadas, aunque son en efecto reales, no son las que Carroll le escribió a Alice. Son cartas escritas para otras niñas. “Alice le contó a mi abuelo Caryl que su madre había roto todas las cartas de Carroll. A partir de ese incidente, que fue real, imaginé por qué el contenido podría haber desatado la ira de mi tatarabuela”. 

¿Quiénes eran las niñas a las que dirigía las cartas que usaste como modelo para reemplazar las destruídas? 

–Usé muchas. Caroll tenía muchas niñas amigas, y a todas las trababa con sentimentalismo y devoción. Alice era la chica de sus sueños, a quien ninguna se le comparaba. Pero su vida estaba llena de niñas que venían a tomar el te, a sacarse fotos, a salir con él, les contaba cuentos. Una vez dijo que los niños eran cuatro quintos de su vida. Además era inventor y muchos de sus inventos son juegos –incluso una versión primitiva del Scrabble– que compartía con sus amigos jóvenes. 

¿Creés que Alice sintió que había algo inapropiado en esa amistad? Y si hubiese sido así, ¿lo habría dicho, lo habría comprendido? 

–No creo que ella lo haya pensado nunca. Creo que si Carroll la amaba no lo demostró fisicamente. En aquellos días era mucho más común que los hombres adultos pasaran tiempo con chicos. Ahora está visto con sospecha pero entonces no; ella no hubiese sospechado nada. Seguramente estaba agradecida por la amistad de Carroll y la atención que él le prestaba en un tiempo en que los padres eran mucho más distantes con sus hijos que ahora. Alice lo quería mucho. Lo siguió queriendo como adulta. Llamó Caryl a mi abuelo, y aunque ella negaba la relación, es difícil creerle o no ver que el nombre es muy similar a Carroll.

  Tampoco resultaba raro, cuenta Tait, que Carroll insistiese en sacar fotos de Alice y de sus hermanas. Era fotógrafo desde 1856 y muy bueno: incluso pensaba en dedicarse a la fotografía en exclusiva para ganarse la vida. Del material que se conserva, la mitad son retratos de niñas pero es cierto que falta el sesenta por ciento de su portfolio, irremediablemente perdido. Se sabe que fotografió todo tipo de cosas: desde esqueletos hasta mascotas, por supuesto paisajes pero también pinturas, para probar interiores. Experimentaba. Las fotos de niños fueron tomadas en presencia de los padres o al menos el consentimiento de ellos: Carroll se aseguraba de que esto fuese así. Y muchas se tomaban en el jardín de los Liddell por la luz natural: la familia consideraba la dedicación a la fotografía un poco rara pero Henry Liddell, como decano, le prestaba la propiedad al profesor de su college para que la usara. Carroll también fotografió a muchos famosos de la época como Tennyson, el artista plástico John Everett Millais, Dante Gabriel Rossetti y a su colega, la extraordinaria pionera de la fotografía Julia Margaret Cameron.

En el posfacio de La casa del espejo admitís que incluso mirándola con filtros victorianos, había algo extraño en la relación de Carroll con las chicas, incluso más allá del “culto a la niñez” de la época. Sin embargo, estás casi segura de que no hubo contacto físico. ¿Por qué?

–No puedo estar absolutamente segura de que no haya habido contacto fisico, nadie puede estarlo, por supuesto. Pero mi instinto me dice que Carroll era muy reprimido. Se sabía que era envarado, incluso con sus propios colegas. Si tenía deseos prohibidos es difícil que se los admitiera a si mismo y mucho más difícil que los llevara a cabo. A veces besaba a sus amigas, pero si la niña era más grande de lo que él suponía, unos 16 años por ejemplo, se metía en problemas. Exactamente al revés que ahora. La relación de Alice y Caroll no se terminó por acusaciones de pedofilia. Si se hubiese descubierto algún tipo de relación romántica y se les hubiese permitido continuarla, habrían estado comprometidos en algunos años. La edad de consentimento era 12 años por entonces. La relación terminó por culpa de la madre de Alice. Lorina Liddell era ambiciosa, autoritaria y esnob. Un matemático tartamudo a quien le gustaba la fotografía no era un buen partido, en lo más mínimo, para su hermosa hija. Cuando se enteró de que él tenía intenciones con la niña, lo echó del decanato enfurecida y quemó todas las letras que Dodgson le escribió a Alice. Ellos siguieron siendo amigos, aunque no tan cercanos.

Tait aventura otra teoría relacionada con el abuso: el que habría sufrido el propio Carroll de chico, en el colegio. Se basa en un pasaje inquietante de los poco reveladores diarios del escritor. Escribe Carroll: “Me atrevería a decir que ninguna consideración terrenal podría llevarme a revivir mis tres años de edad. Puedo decir con franqueza que si me hubieran ahorrado las molestias nocturnas, las penalidades de la vida diaria habrían sido nimiedades en comparación”. Tait añade que, en aquella época, los abusos sexuales en los internados privados eran comunes. No son tan raros hoy tampoco, como demuestra por ejemplo el muy público caso del famoso pianista inglés James Rhodes, que sufrió abusos en la Arnold House School de St. John’s Wood, según cuenta en su reciente autobiografía Instrumental: Memorias de música, medicina y locura. “Es arriesgado”, dice Tate, “pero Carroll tenía síntomas de estrés, desde migrañas hasta tartamudeo. Y está claro que era un hombre atormentado”. A los cuatro volúmenes de diarios de Carroll le faltan al menos siete páginas y es posible que él mismo las haya arrancado. La familia Carroll reconstruyó algunas de las páginas desaparecidas: una teoría popular sostiene que ahí estaba escrita la propuesta de casamiento a los padres de Alice. Pero también se dice que el escándalo se desató por otro rumor: que Carroll intentaba seducir a la institutriz. “Ese rumor está confirmado pero no es cierto”, dice Tait. “Si hubo propuesta de matrimonio o no, para Alice, no se sabe. Pero sí se, por relatos familiares, que Dodgson no estaba detrás de la institutriz en absoluto. Y que Lorina Liddell se enteró de que la cortejada, aunque sin que la niña lo supiera, era Alice. No lo permitió, como dije antes, no por un tema de edad, que hubiese sido salvable. Fue una cuestión de  estatus”.

De hecho, Alice tenía un pretendiente mucho mejor: Leopold, uno de los hijos de la reina Victoria, el joven príncipe nacido en 1853. La casa del espejo comienza con una escena que es una marca de clase: la Reina llega a casa de los Liddell en Oxford y se la recibe con una fiesta. Mary Prickett, la institutriz, está presente con las niñas bien arregladas; ella se siente, al mismo tiempo, espantosamente incómoda y profundamente orgullosa de sí misma por estar frente a la soberana. Las visitas, cuenta Tait, eran comunes, pero no porque la familia perteneciese a la nobleza. “Cuando Alice era niña recibía visitas de la Reina y su familia porque vivía en el decanato de Christ Church, el college de Oxford: su padre, mi tatarabuelo Henry Liddell, era el decano. La reina Victoria mandaba a su hijo mayor, Bernie, a ese college. También mandó a Leopold y por eso visitaba a los Liddell, que eran de clase alta, pero no miembros de la aristocracia. Alice y Leopold se enamoraron y la reina le puso fin al romance. Los Liddells no eran nobles. Sin embargo, Alice y Leopold siguieron teniendo una relación afectuosa: ambos fueron padrinos de sus respectivos hijos; Leopold tuvo una hija a la que llamó Alice, y ella llamó a su hijo Leopold. Mi familia todavía tiene un hermoso prendedor que él le regaló a Alice el día de su boda: es de rubí y con forma de dragón. Alice se casó con el jugador de cricket Reginald Hargreaves y tuvieron tres hijos. Dos murieron en la Primera Guerra Mundial; sólo sobrevivió, casi irónicamente, Caryl. Mi abuelo”. 

Lewis Carroll.

Vidas de mujeres

Mary Prickett es la protagonista excluyente de La casa del espejo, muy por sobre Alice. Innecesariamente cruel con las niñas y atraída por un hombre muy extraño, Wilton, un fanático religioso –que asoma como último recurso para no quedarse sola–, se va descubriendo a sí misma y a su reprimida sexualidad a través del amor por Dodgson, que cree correspondido. A pesar de que se toma muchas libertades para construirla, Mary Prickett no es ficticia: era la institutriz real de Alice. “Se saben algunas cosas de ella”, cuenta Tait. “Se la conocía como ‘pricks’ (que se puede traducir como ‘puntuda’). Alice decía que su hermana Ina era la favorita de Miss Prickett. Se sabe que no quería mucho a Alice. No se casó hasta casi los 40 años, tardísimo para una mujer victoriana, pero lo hizo con un comerciante de vinos, un hombre exitoso en su trabajo, que además era dueño de un hotel prestigioso en Oxford. No le fue mal y terminó siendo propietaria, teniendo ese estatus social que le fue esquivo tanto tiempo. Pero en la foto que tengo de ella no se la ve como una mujer madura y satisfecha: se la ve muy rígida y algo triste. No tenía una educación buena y sus lecciones eran flojas. Para mí lo importante fue el rumor de su cortejo con Carroll, que no era cierto. De ahí imaginé su vida interior: alguien que está desesperada por casarse, que lee demasiado en las visitas de Carroll y en sus palabras, que malinterpreta con ilusión, que se enamora. También era fácil imaginar a Alice como a alguien muy precoz, incapaz de ser controlada por una institutriz. Me fue fácil enfrentarlas”.

Alice aparece como bastante malcriada aunque muy inteligente. Precoz, claro, pero también un poco cruel. ¿Por qué esta aproximación? ¿O es porque la vemos con los ojos de Mary?

–Sobre todo porque es el punto de vista de Mary, pero también tengo historias familiares sobre cuando Alice era vieja. Y era una mujer esnob y avasallante. Mi madre recuerda una historia de Alan, el hijo mayor de Alice –que murió en la Guerra–, sobre cuando trajo a una novia a casa para que la “inspeccionara” su madre, con esperanzas de comprometerse con ella. A Alice no le gustó la chica: era americana, cosa que para mi bisabuela resultaba casi un atrevimiento. Cada vez que Alan quería hablar del tema, en la mesa, le pegaba una patada. La relación se rompió. Ella lo obligó. El pobre estaba enamorado. Al principio me costó equiparar a esta señora con la niña que inspiró uno de los más amados libros para chicos de la Historia. Claro que, de niña, Alice era encantadora. Cautivó a Carroll por completo. ‘Mi imagen mental es más vivida que nunca’, escribió él, ‘de la que fue durante años mi amiga niña ideal. Tuve otras amigas desde entonces, pero fue totalmente diferente’. Era muy parecida a su contraparte ficcional, imperiosa y adorable. Pero a ojos de Mary era demasiado adorable, llamaba la atención de los adultos, algo condenable en la época. Pensé que una niña gritona y mandona se podía convertir en alguien más duro cuando se hiciera vieja. Tenía sentido. Le puse a la joven Alice características de la mujer en la que se convirtió después. 

¿Qué fue de las otras hermanas Liddell?

–La pobre Edith Liddell se enamoró y se le prohibió casarse porque el joven era muy rico y la familia quería una novia con título. Prevaleció el amor, que era verdadero, y la familia cedió. Pero justo antes de casarse, Edith tuvo apendicitis y murió poco después de cumplir 20 años. La vida de Ina fue mucho más sólida: se casó con un terrateniente en Escocia y vivió ahí el resto de su vida.

¿Por qué creés que Dodgson se fascinó tanto por Alice? ¿Qué la diferenciaba de sus hermanas y de las otras niñas?

–Creo que Dodgson amaba a Alice porque era tan diferente a los niños comunes victorianos. Era hermosa y él era un conocedor de la belleza. Pero no era una muñeca, no era inanimada y artificial: él odiaba eso. Era inteligente, cuestionadora, fuerte, bastante como él la escribió en el libro. Para mí, en algún sentido, la Alice ficticia representa a la primera heroína feminista. Porque se atreve a todo sola, porque no es una damisela en apuros, porque es valiente y atrevida. Es una aventurera. Creo que en ese retrato de una niña independiente, que se vale por sí misma, está el amor de Carroll: quería que esa chica brillara, que desplegara todo su potencial, que fuera diferente a las demás. Amaba su individualidad. Un valor muy poco victoriano, que le corresponde al futuro.

La casa del espejo. Vanessa Tait Roca Editorial 263 páginas