Desde San Salvador de Jujuy

A Iván Altamirano le dicen el Diablo. Estuvo detenido en el marco de la causa por asociación ilícita iniciada contra Milagro Sala por los programas de vivienda. Aún no tuvo juicio pero fue condenado por las imágenes de televisión cuando lo mostraron ante el mundo entrando a la sede del Banco Nación de Jujuy con la edición vil de un asalto. Es la persona que efectivamente recogió dinero de la organización luego de entregar un cheque en la ventanilla del banco y sacó la plata en un bolso. Todo legal.

Iván Altamirano mira ahora su ciudad, desde arriba, en la desmesura de las réplicas del Templo Inca de Tiwanaku, levantado como espacio sagrado cuando todo esto todavía era otra cosa. Salió hace doce días de la cárcel. Estuvo nueve meses detenido en la Comisaría 32 de la ciudad de Gerardo Morales. Cuando lo dejaron en libertad le hicieron una advertencia. “Un funcionario judicial me dijo: ya no te metas, menos con gente de Buenos Aires, porque eso es peor para vos. No te metas porque te perjudicas vos. Me dijo que me aleje. Pero yo dije, cómo me voy a alejar si la persona que me enseñó a mi está presa”.

Cierta vez Alejandro Kaufman habló del barrio que la Tupac Amaru construyó en el Alto Comedero. “Han hecho una ciudad”, dijo durante la entrega del título Honoris Causa a Milagro Sala en la Universidad de Quilmes cuando este país era otro país. Es una ciudad, han hecho una ciudad, repitió en tono de ensayo. Y explicó: “No es lo que se hace habitualmente cuando se satisfacen necesidades. Hay ahí un colectivo que hizo una ciudad. La hizo por sí misma y para sí misma. Yo no sé si hay otro ejemplo. Hubo un saber colectivo que se plasmó. Hay que ir a verlo. Una ciudad que también explica por qué el odio. El repudio. Y la locura porque desmiente todas las creencias de que no se puede hacer. Muestra que el mundo puede ser de otra manera”.

Pasaron doce meses desde la toma del poder de los propagadores del odio. Aquella mirada profética del escritor, crítico cultural e investigador del Gino Germani permite entender un poco de cerca algunos sentidos de este territorio devastado. Gerardo Morales se metió el jueves en el Cantri de la Tupac para entregar títulos de viviendas en el edificio de la Escuela Bartolina Sisa, levantado piedra sobre piedra por la organización. Dicen que los radicales entendieron esa entrada como la toma del riñón tupaquero. Que la sometieron. Morales dijo que era la primera vez que el Estado entregaba títulos de viviendas de casas construidas por la Tupac. Sin embargo, en mayo de 2012 el Gobierno entregó más de 700 títulos de la primera etapa en una ceremonia encabezada por el entonces ministro de Tierra y Vivienda de Jujuy, Luis Cosentini.

Ivan Altamirano recuerda: “Yo sabía que había una orden de detención. Me siento con mis compañeros y les digo que nos entreguemos porque nosotros no hicimos nada malo. Ahí tienen las viviendas. Se pagaron las cooperativas. Ahí está el colegio. Ahí están las piletas de los barrios. Ahí están los centros de salud. Ahí, el centro cultural”, explica. “No tenemos miedo. Y si piensan que quieren meternos preso por este barrio, por haber construido fábricas, construir bloqueras, que nos metan. Que nos metan”, repite. “No tengo mansión. Ni siquiera tengo auto. Que ellos me digan en estos quince años qué hicieron por mi provincia. Realmente quiero saberlo”.

Si todo esto fuese una foto, aparecería lo que Iván está viendo ahora. O lo que ya no ve. El enorme parque acuático con las piletas y toboganes vacío aplastado por el sol, como permanece desde hace casi un año. El centro cultural donde se sucedían clases de folclore, danza árabe y computación, paralizado. Las tierras ganadas a la arcilla, con pastos y yuyales y botellas vacías. Los sombrillas de cañas con los esqueletos pelados.

Cuando era muchacho, Iván vendió diarios y lustró zapatos en la Cámara de Diputados. De más niño corría con amigos del barrio Azopardo a meterse en un canal de los que el jueves habló Milagro Sala. “A cinco cuadras teníamos el río, y me sabía juntar con los changos ahí. En ese tiempo no pensábamos que alguien tenía que pensar en nosotros, que nos bañábamos en el río donde veíamos cruzar perros muertos con la basura tirada. Nosotros nos sentíamos felices, pero alguien tenía que hacerse cargo de que eso no fuera así. Todavía me acuerdo que había dos piletas. Una vuelta, le dije a mi amigo: vamos a los baños públicos que quedaban a 40 cuadras, acá nomás. Cuando fuimos, nos dijeron que no, porque no teníamos zapatillas de marca, porque éramos negros y no estábamos en condiciones de poder usarla”.

Delante de las escaleras del templo, Iván señala un cerco de protección alrededor de las piletas vacías, ahora también dañados.

“Los baños públicos estaban en el barrio 17 de Octubre. Y sabíamos mirar la pileta detrás del alambrado como ese. Entre nosotros nos decíamos: dejalos, algún día uno de nosotros va a ser alguien, soñábamos con ser alguien. Y tener un lugar en el que no se prohíba que entren los chicos a una pileta. Yo ahora mismo veo esto así y no puedo verlo. Mis hijos me preguntan por qué no me puedo bañar. ¿Y qué puedo decirles? ¿Que Milagro está presa?”

Iván está de recorrida de vuelta por las calles del barrio. Toma datos de que fue pasando con cada espacio. Tiene tres hijos, de 10, 5 y año y medio. Los más grandes van la escuela de acá. Hasta hace un año él trabajaba en la coordinación de los equipos de trabajo para el levantado de las casas. Lo liberaron un sábado justo para la comunión de su hijo. Al día siguiente se levantó, hizo la cola del penal de Mujeres y entró a ver a Milagro. “Fui a verla y le dije gracias.

- No, Diablo -me dijo ella–, no me digas a mí eso.

Él le explicó. “Yo estuve preso por lo que hice yo. Nosotros hicimos todo esto. Nos denuncian por haber hecho una pileta. Por haber hecho la escuela. Vos no me mandaste preso. Yo quise. Ellos pensaron que si nos encerraban entre cuatro paredes yo iba a estar triste y llorando, pidiendo que me saquen. Pero no”.