A pesar que siempre me gustó Camus, voy a seguir al lado de Sartre en esta respuesta a la respuesta de Sergio Bufano. Es decir, todo hecho que parece primeramente acompañado por cierta atmósfera benevolente de la historia, al disiparse ésta, queda como un hecho solitario e injustificable. Entonces, si a su turno fue considerado un hecho de “liberación nacional”, un juez cualquiera, en su indigencia histórica, podrá luego tomarlo como hecho delincuencial. La historia dictaminada hoy desde despachos oficiales puede convertirse en una lúgubre invocación del código penal en algún olvidable consejo de la magistratura. Pero la historia es otra cosa, existe porque es ella misma la que permite la libre elección del sujeto activo desde el cual hablamos, siempre desajustado de los poderes del presente, que se hallan, como todos, en tránsito ocasional por el  mundo. Aquel hecho que estuvo “en la historia”, y ésta parece haberlo abandonado como una manta resbaladiza que cubría un zonzo busto de mármol o de bronce, muchos ahora los quieren ver como producidos por trastornados sedientos de sangre y de absoluto. Este momento político logró por fin que la historia y el ejercicio del pensamiento histórico pasara en porciones mayores por las cedazos donde actuaciones que vulneraban lo humano sin más –designadas como propias de un orgánico “plan criminal”–, perdieran su real gravedad en nombre de una culpabilidad que se va deslizando hacia las verdaderas víctimas.

Evidentemente, no considero a Bufano en ningún acto específico, similar a los que comento,y que querrían dar vuelta la historia como un guante mal cosido. Pero una de sus argumentaciones, y lo digo con todo cuidado, puede tener esos efectos, aunque él no lo considere así y su propósito sea el de invocar el Estado     de Derecho. En las organizaciones armadas de los años 70 había códigos militares,aunque en su precariedad no eran diferentes a los que existen en cualquier otro grupo de esa índole. Luego, a pesar de que hubo combates en el sentido clásico,éstos fueron sustituidos, en el comentario del verdadero poder militar de esa época,  por la expresión “enfrentamiento”. Esta acabó siendo un eufemismo. Muy pocos de esos “enfrentamientos” –según la crónica oficial de esos años–, por no decir ninguno, dejaron de contar con acciones estatales ilegales, trágicamente coercitivas e inhumanas, fuera de todo código visible y de todo resto de legalidad. El conjunto de esos procedimientos fueron tomados de tácticas norteamericanas empleadas en Vietnam, otras francesas, durante la guerra de Argelia, que involucraban torturas y todas sus secuelas, índices de lo siniestro que aún nos visita, que por poco que seamos rememorativos no puede eludir el Río de la Plata concebido como nocturno cementerio, cuyo oleaje ritual que aparecía inocente en la superficie diurna, quizás se desesperaba para advertir sobre las notas de terror que recibía en su seno.

La condena hacia esos tiempos inmediatamente pasados, puede tener también otras avenidas. La que ahora practica Sergio Bufano a propósito del Santiago Maldonado toma una cuestión específica. Se trata denociones vinculadas a las “fraternidades militares” –de ese entonces y de todas las épocas–, es decir, la íntima solidaridad entre los combatientes, que está en toda liturgia honorífica, y que incluso  –agrego– podríamos extenderla a cualquier relación grupal. Comprende incluso la figura jurídica de abandono de persona.¿Qué tienen que ver estas consideraciones con el caso Maldonado? De nuestra parte, no se puede comprender con ellas, como insiste Bufano, el hecho de su desaparición y posterior encuentro de su cuerpo inerte en las orillas del río. Si lo hiciéramos, cometeríamos errores conceptuales solo aprovechables por el giro hacia una nueva modalidad interpretativa por parte del gobierno, que respalda a su gendarmería como a cualquier policía que haga justicia con un par de balazos. Lógicamente, no postulo que Bufano tenga esa intención, pero no encuentro ver de qué modo evitaría favorecerla. 

Bufano actúa acariciando una paradoja que no puede conformarnos. Primero ve el esbozo de una guerrilla anacrónica en el sur, hecha por principiantes mapuches. Los llama partisanos, palabra cuyas amplias sonoridades suavizan la idea de militante armado. Por cierto, debe saber que ni siquiera esto es así, para nada ese puñado de interceptores de una ruta nacional, se acercan a los que portaron adecuadamente ese nombre, la resistencia francesa contra la invasión nazi,sectores el peronismo luego del golpe de estado bien conocido. La sigla RAM puede haber salido de la peligrosísima boca de tres o cuatro aerosoles, y lo ancestral, puede introducir una pizca de temor cultural para el que la multitud de timoratos que nos rodean están siempre disponibles. Es que todos los pueblos mapuches, tienen en su vocabulario esa necesaria inflexión, mucho más que nosotros, los satisfechos “europeos” que en tanto argentinos, fuimos así calificados por uno de tantos discursos más irresponsables del presidente que nunca consigue dejar de ser banal al decir sus atrocidades. 

Por lo tanto, el núcleo de la advertencia de  Bufano surge de la idea de acusar a los mapuches de romper un lazo de camaradería entre partisanos, luego de admitir que su nivel de lucha es similar a cualquier manifestación que improvisa su autodefensa. ¿Por qué entonces son acusados de indignos militantes que abandonan al caído-Maldonado–, a quien Bufano elogia para hacer más dura la condena del aspirante mapuche a la “lucha ancestral”? Maldonado –dice– era un joven idealista que iba a ayudar sin saber que eran falsos luchadores. Esto, desde ya, sería muy grave para la ética de los que asumen compromisos sociales. La cobardía. Sin saber de esta honda deficiencia,Maldonado, ingenuamente, aportaba su noble solidaridad. Los pseudo guerrilleros no le preguntaban si sabía nadar, si llevaba termómetro para medir la temperatura del río o si con tres pulóveres era posible el braceo. Pero para imaginar todo esto, se debe azuzar la premisa de que eran un grupo de acción sistematizado y profesional, no un agrupamiento entusiasta que nunca hubiera tenido otra posibilidad que la de escapar hacia el río ante la irrupción de una fuerza militarizada que actuó con mayúscula desproporción. Sus arcabuces disparaban balas, que se les diga de goma, en caso que lo fueran, no disminuye la letalidad de cualquier armamento.    

Hubo pedradas encolerizadas como respuesta, no un devaneo cíclico, donde desde la eternidad los lanceros de Calfucurá enfrentan a la Caballería momentánea de Benetton. Pero no se puede tratar lo ocurrido sin rozar siquiera las cosmogonías mapuches, la cuestión idiomática que tiene alcances severos en la redefinición de la historia nacional, las razones de su nueva emergencia como pueblo, más allá de los “serviciales empleados y agentes públicos mapuches” que los políticos taimados mencionan con su mentalidad de encomenderos. ¡Mientras que los locutores de la “Argentina Europea” se burlaban todos los días de la mención a una zona sagrada, como si un pueblo se pudiera dar el lujo de sentirse tal, borrando de su lengua esa palabra! Hasta aquí, la acusación de abandono del compañero caído –tema de gran sensibilidad, pues alude tanto a la historia de Kosteki y Santillán como al famoso grito del sargento Cruz en el Martín Fierro–, tiene un corolario que es sin duda lo más discutible del pensamiento de Bufano. Y así, luego de esta pusilanimidad, los mapuches se dedicaron a estorbar la investigación, para que el cuerpo de Maldonado no apareciera. Eso revelaría su deserción. El cuerpo señalaría en su rigidez mortuoria hasta qué punto había sido abandonado por los que creyó sus camaradas. A la guerrilla que no era tal, sino un anacronismo estrambótico, como Bufano mismo sugiere, había que aplicarle sin embargo los criterios de la militancia sacrificial. Al mismo tiempo, impostora, pues se desentendía del sacrificio del que venía a ayudar desde afuera. Engañaron a millones de manifestantes en todo el país.

Quisieron perturbar la acción del juez para no desnudar aquella defección. Impidieron investigar porque eso era lo que movía al movimiento social que pedía la aparición de Maldonado. Convertido en falso el hecho de su desaparición, imaginando un ahogamiento como si fuera el de un imprudente bañista sin bañero a la vista, Bufano, sin decirlo explícitamente, descalifica el amplio movimiento de protesta que hoy recorre a la Argentina, da por cierto el peritaje –que tiene “validez científica” dentro de los estrechos límites en que ha procedido, pero ninguna verdad sostenida en cualquiera de las dimensiones soberanas del sentido común–, y permite aportar una pieza más –y para nada carente de contundencia–, a la campaña de justificación de los órganos represivos que sostienen esta depreciación moral, cultural e intelectual de la Argentina. Día tras día se va quebrando en la Argentina la capacidad de emitir juicios fundados en veracidad comprobada y pruebas efectivas. Bufano ve la carencia de honor en el lugar equivocado. Sabe bien quiénes merecen ser contemplados con ese signo en nuestra historia mediata e inmediata. Y por el contrario, quiénes son ahora los que están abandonando “a los caídos”, trabajadores, empleados, estudiantes, y todo en gran escala. Son los señores ministros con sus medidas, el señor presidente con sus raptos de precaria insolencia. ¿Tendrán ellos el protocolo que les señale su frialdad ante los hundidos, los desplomados, los consternados?