Si bien ya se conocen encuestas que señalan una caída marcada de la imagen gubernamental, en el universo oficialista creen que el Gobierno reconquistó (algo de) iniciativa tras su fin de año desconsolador por el impacto negativo de la reforma previsional y, luego, por el combo del caso Triaca y los aumentos de tarifas.

La razón de tal recupero serían las medidas tomadas en el ámbito estatal –despido de parientes, congelamiento salarial de funcionarios, recorte de la plantilla política– y el respaldo del propio Macri al policía Luis Chocobar. Si eso es así, deberá asumirse que la venta de humo tiene una eficacia ilimitada o muy poderosa. O que la ausencia de variantes opositoras lo puede todo. O ambas cosas y alguna más también.

En un artículo magnífico al que no le falta ni sobra una palabra o concepto, (“El poder y la gente”, PáginaI12, 15 de enero pasado), el colega Fernando D’Addario enfoca los resultados de la casi increíble capacidad colectiva para ajustar a su imaginario fantasmal cuanto le parezca el centro del universo. “Hay gente a la que le hicieron creer que es ‘La gente’. No es ‘toda la gente’, ni mucho menos, claro, pero andan por la vida, intervienen en las reuniones familiares y en la cola del supermercado como si estuviesen investidos de un aura de legitimidad institucional (...) Les va más o menos bien o más o menos mal, pero esa medianía les confiere, al parecer, cierta garantía de ecuanimidad. Nadie les paga para hablar y viven de su trabajo. Hacen gala de un presunto equilibrio aséptico, no contaminado por la voracidad de ricos (que solo compiten entre sí) y pobres (que le chupan la sangre al Estado y, por añadidura, a ‘La gente’) (...) Ni los sojeros ni los banqueros ni los empresarios afectan su vida. Ni siquiera si son funcionarios. Todos ellos hacen su negocio y punto. Como si vivieran en otro mundo, sometidos a leyes y reglas inocuas para quienes no tienen ni mucho ni poco. Como necesaria contrapartida, esa gente, La gente, les atribuye a los débiles, a los perejiles, a los lúmpenes, un poder extraordinario: todos ellos son, o podrían haber sido, o podrían llegar a ser, una amenaza para su tranquilidad cotidiana. En el esquema mental de ‘La gente’, los que hacen peligrar su estabilidad no son los que fijan las tasas de interés de las Lebacs sino los que rompen baldosas y pintan las fachadas de los edificios históricos, los capangas de la Salada, los ñoquis del Congreso. Si escucha a alguien decir que a partir de un decreto presidencial miles de millones de pesos que pertenecen al fondo de sustentabilidad de la Anses quedarán expuestos a los avatares del mercado, le entra por un oído y le sale por el otro. No ingresa a su órbita de paranoias domésticas. Pero si se entera de que el referente de un movimiento social cobra un subsidio de diez mil pesos por mes, estalla. Esa plata se la están robando a ella, en la cara y a la vista de todos, porque diez mil pesos es una cifra que sabe calibrar: coincide con lo que le aumentó la luz, el gas, la prepaga, los peajes. Son ‘La gente’, se presentan como un colectivo, pero se sienten robados individualmente”.  

La figura/números de lo que “La gente” puede/quiere calibrar es determinante para entender cómo funciona la agenda distractiva. Podrá no ser novedad alguna, pero es notable cómo la fórmula mantiene su efecto gracias al papel nunca suficiente, sí imprescindible, del muro mediático. 

Macri anuncia que recortará los cargos políticos en alrededor de un 25 por ciento y la cifra se percibe enorme, pero resulta ser igual al aumento de reparticiones públicas y funcionarios nombrados por él apenas asumió. De esto último no había ni hay registro masivo porque, primero, todos estaban entretenidos con los ñoquis de La Cámpora y la grasa militante y, después, el tema prácticamente no volvió nunca salvo cuando se habla del desmonte de programas de ayuda social y promoción cultural que, claro, sólo eran unos nidos de kirchneristas corruptos. Pero lo concreto es que jamás hubo un aparato estatal más grande que el de Macri, en directa proporción a la cantidad de amigos y socios que se necesitan para garantizar los negocios de un gobierno de CEOs. 

Hay 21 ministerios, 87 secretarías, 207 subsecretarías y 687 direcciones nacionales y generales, lo cual redunda en ese 25 por ciento de estructura estatal que el macrismo incrementó desde diciembre de 2015 a pesar de haber prometido su reducción y de los miles de contratados que despidió. Ahora, presionado en conjunto por el affaire de su ministro de Trabajo, informa la disminución de esa elefantiasis autogenerada. Le agrega el fulbito para la tribuna de que los parientes no pueden seguir. Y, en el mismo paquete de artificios demagógicos, advierte que este año los funcionarios no tendrán aumento de salario. Tanto el Gobierno como su armada periodística ocultan que la decisión sólo se aplicará a quienes cobran arriba de 97 mil pesos (directores de Estado), 152 mil pesos (subsecretarios) y de ahí en adelante.

A nadie debería escapársele que, en su gran o inmensa mayoría, esa no es gente que viva de su sueldo estatal. Debería. Sin embargo, “La gente” es capaz de consumir que se trata de una medida ejemplar y que por fin empiezan a resolver el achicamiento del déficit fiscal, cuando por vía del endeudamiento externo, la transferencia de ingresos a los sectores más concentrados de la economía, la avalancha importadora, engorda por segundo la bomba de tiempo. Esas son, subrayando, las cifras que no se sabe mensurar porque el sentido primero y último es que aparezcan muy lejos de la dimensión cotidiana. Queda infinitamente más cómodo aquello de agarrárselas con piqueteros, dirigentes de movimientos sociales, organismos de derechos humanos comprados por los K a costa de nuestros impuestos, trapitos, sindicalistas, su ruta y, desde ya, cualquier símbolo a mano de los que se afanaron todo y lo tienen que devolver, mientras el robo estructural a escala desorbitante pasa tranquilo –por ahora– delante de las narices. 

Como señala D’Addario en la nota citada, “ante cada derecho colectivo que se pierde, quienes fueron canonizados como ‘La gente’ pero no son toda la gente, ni mucho menos, quedan más lejos de los verdaderos poderosos. Pero no se dan cuenta. Están satisfechos, eso sí, porque creen que los palos y los gases del Estado los protegerán y alejarán de los verdaderos débiles (lo cual aplica, ya que estamos, para el caso de Chocobar, quien mató por la espalda a un delincuente desarmado y recibió la congratulación de Macri para fortificar frente a su tropa la ley de la selva: la filmación del hecho no deja lugar a una sola duda pero, ¿acaso eso le interesa a “La gente”?). Paradoja: ellos, ‘La gente’, los que no tienen ni mucho ni poco, en realidad tienen cada vez menos; en la práctica ya no están protegidos por el Estado y, aunque no lo sepan, están empezando a caer peligrosamente cerca de esa ‘otra gente’ a la que siempre temieron. Pero recién descubrirán la pesadilla cuando se despierten”.

No es la primera vez que pasará, ni será la última. Y menos que menos si no hay una oposición que se ofrezca como alternativa real, no sólo en su sentido de articulación de suma antes que persistir en las diferencias sino, y hasta sobre todo, en el de aunar discurso contra esta aplanadora macrista. Están llevándose puestos todos los derechos que les sea menester. Si acaso no interesara la persecución ideológica con su festival de prisión preventiva contra ex funcionarios; si la condena a muerte de lugares como Río Turbio, con su desenfreno de despedidos, no es un hecho atrapante porque debe haber sido otra fiesta K al igual que el INTI; si hay un goteo de precarización laboral insolente pero no importa, porque la construcción y la obra pública impulsan buenas cifras de empleo y changas en ese sector y casi ninguno más, mínimamente debería importar que los tarifazos, la inflación, las inversiones que nunca llegan, la rebaja de impuestos a los ricos, ya no se arreglan ni explican con la cantinela de la pesada herencia. 

Debería.