A las cuatro y diez de la madrugada, a mitad de camino entre el sueño y la impotencia, uno de los rivales confesó lo que ya otros habían admitido: “No hay manera, no se puede, contra ustedes no se puede”. Los Caballeros de la Noche, de nuevo triunfantes, no iniciaron ninguna fiesta. Estaban acostumbrados. Siempre jugaban bien, siempre eran leales a sí mismos, siempre ganaban. Y también siempre lo hacían en esa extraña hora, con el reloj marchando lento entre las dos y las cinco, casi abandonados en el universo porque ejercían el hábito de ser futbolistas mientras sufrían un castigo que sólo le deseaban a los rufianes del planeta: tenían insomnio. Habían elegido que la cancha y los arcos los ampararan como un refugio, abrumados por la maldición de no conseguir cerrar los ojos en paz. Era condenadamente así: Los Caballeros de la Noche jugaban al fútbol porque hacía mucho, demasiado, que no podían dormir.

El de Los Caballeros de la Noche fue el primer gran equipo de fútbol que surgió como consecuencia de la angustia. Sus miembros nunca supieron del todo si esa particularidad les daba un orgullo parecido a un cielo o una tristeza idéntica a un abismo, pero esa resultaba su realidad. Al arquero lo desvelaba la traición de un mal amor; a un defensor lo castigaba la memoria permanente de sus deudas de dinero; al volante central, un terapeuta le había explicado que si no cerraba las pupilas era porque temía morirse; al puntero derecho lo agobiaba una causa que jamás revelaría; y al centrodelantero no le venía el sueño y nadie sabía por qué.

Un día a Los Caballeros de la Noche no les quedó más remedio que concederle revancha en el turno tarde a un equipo al que habían goleado y despabilado seis veces. Desde luego, les resultaba una cita antinatural y al ratito perdían por tres goles. Plena lógica: los reflejos del sol les ataban las piernas y los ruidos de la calle les quitaban la voluntad de correr. Sin embargo, un empujón de amor propio y una calidad sin horarios les permitieron dar vuelta el marcador y vencer con amplitud. Fue una de esas actuaciones que se vuelven maravillosas porque un grupo de hombres logra quebrar su límite. Y hasta parecía un milagro insuperable. Pero un rato después ocurrió otro mayor: esa noche todos durmieron un sueño manso sin una sola interrupción.

Cosa curiosa: aquella victoria marcó el comienzo del fin para Los Caballeros de la Noche. De allí en adelante, empezaron a dormir como el común de las personas. Apenas se juntaron una vez más, en un dulce adiós que dedicaron a los taxistas sin pasajeros y a los desarrapados sin techo que los habían aplaudido en muchas madrugadas. A la hora de despedirse, debajo de mil estrellas, no les hizo falta hablar para contarse que si el mundo reparte desventuras, vacíos o dolores, hay más de una receta, pero nada vale tanto como jugar en equipo. Y ahí nomás se los llevó la noche, ya no para hacer goles y sí para ser gente que, despierta o dormida, está viva porque sueña.