Tras que el Presidente recibiera y felicitara al policía que mató por la espalda a un joven asaltante, funcionarios de primer nivel salieron a promover una “nueva doctrina” que pretende avalar este reciente asesinato y muchos otros, como el cometido por la prefectura durante la represión a la comunidad mapuche en Villa Mascardi y que le arrancara la vida también por la espalda al joven Rafael Nahuel. Lo cierto es que el disparatado criterio de otorgar el beneficio de la duda a las fuerzas de seguridad por toda consecuencia devenida de un enfrentamiento violento supone brindar rienda suelta a la brutalidad uniformada: una desmesura cuyo paradigmático ejemplo reside, precisamente, en el acto de matar por la espalda. Se trata de una acción tramposa que convertida en política de Estado nos arroja en el umbral de la barbarie.

Entre las resonancias simbólicas que esta cobardía institucionalizada acarrea figura la poderosa significación que adquieren las espaldas a la hora de ilustrar los claroscuros de las relaciones humanas. Nuestro cuerpo se orienta, conforma y estructura en torno a esa zona inaccesible a la vista, esta última la más importante modalidad perceptiva en el humano debido tal como indica Freud1 a la posición erecta que distingue al ser hablante. Luego, se hace más fácil considerar que el mero hecho de hablar –por establecer siempre un punto de vista– supone ocultar algo por más que no tomemos conciencia de ello: una lengua sin sombra no alcanza la dignidad del lenguaje. De hecho, la traición –eje de la tragedia humana– testimonia que en la fragilidad de las personas anida la tentación por tomar ventaja de lo que el prójimo no ve. Así, los diques subjetivos que sostienen la convivencia civilizada no hacen más que inhibir este poderoso impulso primario, signo de nuestro esencial desamparo en la noche de los tiempos. 

Es que sólo accedemos a una versión de nuestras espaldas a través de esa zona del Otro que el reflejo especular no nos devuelve. De allí la angustiante ambigüedad presente en quien se ubica por detrás del semejante: sea por la carga erótica que para un varón –por ejemplo– suponen las caderas, la cintura o el talle de la dama, sea por el sometimiento que arrastra el caminar detrás de quien traza el camino. El sadomasoquismo ínsito a todo ser hablante se puede explicar en esta atracción cuyo nudo reside en que el goce por someter al prójimo descansa en la propia inconsistencia. La cobardía del abusador también.

De esta manera, bien podemos colegir que todo código de convivencia nace en el respeto por la vulnerabilidad, el pudor, la espalda, del otro. Por algo, sin el reverso donde abreva el manantial del lenguaje emerge el maloliente cinismo de la posverdad: un Todo que encandila porque significa Nada. Así, lejos de los rescoldos del discurso, la traición –como política de Estado– no deja resto ni horizonte. La oscura transparencia del neoliberalismo no consiste en mostrar un culo en televisión, sino en robarle la sombra a una persona, desnudar su espalda, su pudor, usurpar los datos, exponerlo en los diarios, difamar, vaciar el lenguaje para que una frase le signifique siempre lo mismo, ganar su confianza para luego confundirlo y cuando no le quede nada por hacer, excluirlo de una buena vez y ya. Matar por la espalda resume la quintaesencia de esta derecha monstruosa cuya impudicia en el ejercicio del poder deja a este gobierno cada día más expuesto, sin sombra. El resto, por ahora, está en nuestras espaldas. 

* Psicoanalista.

1. Sigmund Freud, “Fragmentos de la correspondencia con Fliess”, carta 75 ( 14 de noviembre de 1897), en Obras completas, A. E. tomo I, pp. 310 y 311.