“Lo único que quería era volar un Spitfire; no me importaba morir si lograba pilotear uno de estos caza. No solo logré volar decenas: tuve la fortuna de vivir para contarlo”, se sonreía la pionera Margot Duhalde al recordar el tiempo en que devino primera chilena pilota de guerra. Única muchacha andina que viajó a Europa para ayudar a combatir a los nazis de la Luftwaffe durante la Segunda Guerra Mundial sirviendo a la Royal Air Force inglesa. Como parte de la Air Transport Auxiliary, más específicamente: unidad de civiles que, en las peores condiciones imaginables, volaban los aviones recién montados desde la fábrica hasta las escuadrillas de combate, y los averiados desde las escuadrillas hasta las unidades de manutención. Histórica unidad, vale decir, por incluir en sus filas a un talentoso escuadrón de 168 mujeres, las corajudas Attagirls, en su mayoría británicas, sí, aunque no faltaron estadounidenses, canadienses, ¡una anglo-argentina! (Maureen Dunlop de Popp, nacida en Quilmes), polacas, australianas, y de Chile, la lanzada Margot, fallecida los pasados días a los 97 años. “Duhalde demostró en un mundo de hombres que no hay imposibles para las mujeres”, tuiteó la presidenta Michelle Bachelet dando su sentido pésame a la familia de quien fuera, además, piloto comercial, controladora aérea, de radares… Y que solo durante la Segunda Guerra llegó a pilotear más de 1500 aviones de todo tipo: de transporte y entrenamiento, bombarderos, de caza, de combate… 

“A menudo, me llegaba la balacera por todos lados y veía los humitos del avión, que para colmo se estremecía. Pero nunca me dieron de frentón”, relataba con orgullo sobre su tiempo en la guerra, aclarando que era “una cosa muy peligrosa, en tanto teníamos que volar en pésimas condiciones atmosféricas, con un mínimo de visibilidad y sin radioayuda; ningún contacto con la tierra en caso que los alemanes pudiesen escucharnos”. Tanto en su autobiografía (La Mujer Alada) como en los libros que de ella se han escrito (por caso, Margot Duhalde: aviadora, de Magdalena Silva Valdés), contaba MD cómo, al comienzo, ni siquiera la dejaban llevar pantalones: “Era tan ridículo eso de ponerse el paracaídas y subirse al avión en pollera…”. “Los hombres estaban convencidos de que eran ellos los únicos que podían hacer las cosas. Los criaron así, pobres. Siempre a las mujeres nos miraban de menos. Creo que recientemente se están dando cuenta que no solo podemos igual: a veces podemos más”, concedió en una interviú de 2017, con suma picardía. Su secreto para óptima vida longeva: nadar y practicar “baile entretenido”, manejar su coche a diario, salir con amigas, beber vino tinto y whisky. Y en la medida de lo posible, mandarse a los cielos. En su cumpleaños 80, sin más, lo hizo de modo distinto: con un salto en paracaídas a casi 4 mil metros de altura.

Oriunda de Río Bueno, la pasión por las alturas se le avivó de niña, en tiempos donde las mujeres no tenían derecho a votar e irrisoria era la mera idea de verlas planear por los aires: “Los aviones que hacían el correo pasaban justo por encima de nuestras tierras, y comencé a obsesionarme por aquellas pequeñas sombras que pasaban sobre mí y que dejaban en mis oídos el singular ronroneo de sus pequeños motores, como un eco. Quería verlos más de cerca, así que, con 8, 9 años, me subía al techo de casa apañada de un largavistas que me habían regalado mis padres”. Siendo ya una adolescente, enfermó gravemente de escarlatina e hizo prometer a sus viejos que, de sobrevivir, debían darle permiso para instruirse en vuelo. Le dieron su palabra y, en apenas un mes, Margot estaba requete saludable. 

Así, a los 16, entró al Club Aéreo de Chile, donde le costó mucho encontrar a alguien que quisiera enseñarle a volar “a una mujer joven y, encima, medio campesina”. Para ingresar, dispensa doble mentirilla: dice que tiene 20, y ayudada por un equis que le canta las letras, pasa el examen médico escondiendo su astigmatismo. Cuando obtiene el título de piloto civil, toca puertas pero nadie le da laburo. No mengua su tesón y, al escuchar que estalla la Segunda Guerra Mundial, responde al llamado de Charles De Gaulle para formar parte de su ejército libre, ofreciéndose en el consulado como voluntaria. “Los franceses no sabían qué hacer conmigo. Confundieron mi nombre con el de Marcel, pensaron que era un hombre. Y como ellos no usaban pilotos mujeres, acabé cumpliendo la aburridísima labor de ayudar en una casa de reposo para pilotos heridos”, explicó cierta vez, rememorando cómo uno de ellos le dijo que no perdiera más tiempo y probara suerte con los ingleses: “Así que me arreglé para formar parte de la Royal Air Force, donde ocupaban mujeres para el transporte de aviones”. Sin saber el idioma se las ingenió con señas; y tras desempeñarse como mecánica, recibió el visto bueno para planear junto a sus compañeras. 

De padre agricultor de ascendencia vasco-francesa y madre ama de casa (¡tuvo 12 críos!), solía contar que se casó “casi por experimento”, no una sino 3 veces. Ninguna relación duró más de tres años. “Por el machismo propio del chileno”, advertía la rupturista pilota, que a menudo debía despegar de un minuto a otro y, sin avisar, se ausentaba del hogar hasta el siguiente día. 

Cuando terminó la guerra, por cierto, volvió a Chile con una medallita bajo el brazo: la de la Legión de Honor francesa, además de alguna que otra condecoración inglesa. Así y todo, nadie quería darle trabajo.”Por poco no me muero de hambre”, reconoció quien, meses más tarde, fue fichada por una aerolínea nueva. “Como faltaban pilotos con licencia de transporte, no les quedó otra que tomarme”, se regodeaba la extraordinaria Margot, que -tras bajarse del avión después de vuelos especialmente difíciles- corría a darle un beso a cada motor, “aunque lloviera”.