• Aquel músico era irreverente y sólido, pero su único problema estaba en el escenario: se anulaba y daba un porcentaje menor de calidad. Además de olvidarse de las letras significativamente. Tuvo un idea: en el reborde que une el frente de la guitarra con la parte de atrás de la caja pegó con mucha paciencia las letras de sus temas noveles. Y marchó seguro hacia escena, sabiendo que tenía un aliado, un machete donde fijarse. Lo que no advirtió es que debido al calor de la sala y su propio sudor toda la poética escrita con Bic era consumida por el medio ambiente y se borroneaba, a punto tal de que se volvía ilegible. Tomó una resolución, mientras su presión disminuía y el pánico iba en aumento. Cantaría hasta donde se acordase, el resto de la nebulosa, la supliría con silbidos. Inauguró un nuevo estilo, que digámoslo impiadosamente, no dejó escuela alguna.

     
  • Con Goldín nos divertíamos bastante. Cuando oíamos un tema inédito de Fander que él compartía austeramente y se lo notaba, en sus primeros acordes, llameante de calidad, aseguraba Rubén que una viejita bruja de la zona de las barrancas era quien le escribía esas canciones.

    Yo contribuía estableciendo con seguridad que el compositor de Andino conocía los secretos de la Salamanca. Era una forma de imaginería para desafiar la ilógica textura sublime de sus oraciones tan bien engarzadas. A tal punto seguíamos esa lógica de la magia que cierta vez, yendo al sur en colectivo, en un pueblito subió una anciana que vino a sentarse junto a Jorge. Ambos nos quedamos con los ojos en blanco porque al verlos charlar dedujimos que en verdad esa señora con un bolso viejo en los brazos era la hechicera que le hacía escribir tantas linduras.

    -‑Mirá como hablan bajo, para disimular -susurró Goldín.

    --Es la Enviada -cerré yo.

     
  • El Zappo Aguilera trabajaba cargando repuestos de auto, con su ambo azul, su melena a lo Carlos Santana y su poética de la Nada, escribiendo cosas en unas hojas de cartón celeste que servían como anotación para sección archivo. Sabía que una vez dado el salto no habría vuelta atrás. Lo hizo. Dejó el trabajo, su casa pobre de calle Matienzo y empezó a peregrinar por los bares, la bohemia de los '80, entre las balas ajenas y las canciones propias. Una tarde se presentó: llevaba saco espigado, una remera roja debajo, pañuelo al cuello con aro de plata, barbita candado. ‑Vengo para ser el representante de Irreal.

    No importa los shows que no consiguió. Valió su amistad y la valentía para subirse a los escenarios con apenas una tumbadora raspada. Tocó con Baglietto un tiempo y recaló en la Boca, departamento que dio asilo a Fito, quien compuso casi todo el material único de su primer disco, en el living del Zappo Aguilera. Todo ello ocurría cuando aún había un rayo de sol en alguna parte.

     
  • La Trova no fue pródiga en futbolismos, apenas el ogullo de pertenecer a una divisa y seguir como se podía los resultados de nuestro equipo. Lalo y yo éramos los más informados y entusiastas. El resto apenas si distinguía un color de otro, un escudo de otro, una camiseta de otra. Estábamos en Neuquén y en las postrimerías del Mundial '86, con el debut de Argentina contra Camerún.

    ‑Vamos a perder 1 a 0 -dictaminó como un brujo Néstor Raschia, sonidista y poseedor de un humor negro notable. Antes jugaríamos un amistoso con los músicos locales, en la previa del almuerzo y luego a presenciar el partido. Jugamos, hacía frío y nos divertíamos. En un tramo, Baglietto -que oficiaba de cocinero- se llegó hasta la cancha cercana al comedor y, con el repasador atado a la cintura como una tía, nos amonestaba: "¡Chicos, vamos a ver si terminan, que se enfría la comida!".

    Ya en pleno partido televisado y con el resultado puesto, todos mirábamos con rencor a Néstor y su vaticinio cumplido.

    Juan, sirviendo y como toda "buena ama de casa", fue el último en sentarse. Cuando lo hizo solo preguntó mirando la tevé en donde se extinguía el match: "¿Hoy jugaba Argentina? ¿Y cómo van?". Néstor Raschia sonrió canchero y por respuesta le llovieron kilos de migas de pan.

     
  • Fito estaba condenado a ser talentoso o a perder sus piezas dentarias. En eso estaba ‑lo primero‑ cuando, viviendo en La Boca, justamente, !oh paradoja! los molares le empezaron a reclamar atención. Con el Zappo Aguilera como escudero recorrieron guardias y consultorios gratuitos hasta dar con un viejo conocido de un vecino de por ahí que lo atendió en su urgencia dolorosa. Y sin cobrarles nada, cosa que a esa altura de sus vidas constituía un milagro ya que no podrían haber desembolsado ni un céntimo. Solo dieron las gracias. Con el tiempo, Fito llegó a la cima enfundado con su boca brillante sobre el mic.

     
  • El tipo ya era un bardo consumado de la Trova, reconocido por su letrámen fabuloso y certero. Volvía de vez en cuando a Rosario por amoríos y por familia. Una noche, en su auto, se encontró en Suipacha y Santa Fe, detenido por el semáforo. Desde atrás de los árboles salió una dama, seguramente habitante del manicomio municipal, quien apoyándose en la ventanilla le empezó a relatar algo sobre las estrellas, el cosmos, el corazón de la humaniad errada y el dolor por tanta belleza que no descubrimos. Eso es lo que pudo contabilizar a grandes rasgos. Como ya tenía el verde, le extendió a la señora un billete de diez pesos.Ella miró el dinero y luego, sin tomarlo le susurró: "Pobre, yo no le pedí plata". Y se fue dándole la espalda. El poeta hizo una cuadra y luego se detuvo, avergonzado de comprender su estupidez. Acababa de encontrarse con una colega quien tan solo le estaba ofreciendo unas oraciones y él le había dado a cambio un billete para sacársela de encima. No pudo pegar un ojo de la vergüenza.

     
  • Jorge Fandermole solía tomar la ruta a Santa Fe para visitar su lugar natal, Andino. Cuenta que una tarde, abstraído en sus pensamientos y en el paisaje, tuvo un instante de confusión ya que el bosque de pinos que solía divisar y que constituía la puerta de entrada y la señal natural que le avisaba que su llegada estaba cerca apenas si se distinguía. Habían talado más de la mitad por una Celulosa voraz, seguramente. Se entristeció y recordó que aquel lugar era el sitio de su pasado, sus juegos, aventuras e inspiración. Un amigo cercano con bastante humor negro y resignación le dijo que cambiara entonces el nombre de su obra. De ahí en más se habría de llamar Canción, en lugar de Canción del pinar.

     
  • Me contó Lalo de los Santos que una vez en Mar del Plata, acompañando a un cantor fiestero en un baile, el líder le pidió a la banda que haga tiempo tocando largamente una entrada porque estaba apurado por llegar al baño. Lo hizo y en el apuro, torció la manija y quedó encerrado. Hizo sus necesidades y desde allí le pidió al cuidador que le alcanzase por un ventanuco un micrófono. Con él en la mano y sentadito en al inodoro, cantó afinadamente los temas y completó el show con una ductilidad y un caradurismo que rozaba la hazaña y el surrealismo escatológico.

 

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